La ecuatoriana Mónica Ojeda es señalada como la mayor exponente del “gótico andino” por su manera de abordar, en su literatura, el miedo, la conexión de la humanidad con la naturaleza, los mitos en un contexto moderno y todo aquello que escapa a la razón occidental.
En su nueva novela habla del poder de la música para empujar a las personas hacia el límite de sí mismas: un hechizo capaz de hacernos enloquecer y conectarnos con algo sobrehumano, o un arma política para ensayar una disidencia del cuerpo y su disfrute.
Cada que Mónica Ojeda asiste a una fiesta no puede evitar pensar en los muertos. No entiende bien por qué le pasa. A sus 36 años, no carga con el dolor de haber perdido a demasiadas personas cercanas. Pero algo en el ritmo de la música, en el bullicio de las conversaciones, le hace reparar en su propia fragilidad.
Entonces recuerda otra fiesta a la que asistió en su natal Guayaquil, cuando era apenas una adolescente. Había allí algunas amigas y amigos que atravesaban el luto por la muerte reciente de algún familiar. En medio de la música, de pronto alguien se lanzaba a leer poemas en voz alta. La nostalgia no es tanta como para opacar la sorpresa que siente al revivir la belleza que se imprimía en los versos, el particular cuidado con el que se decía cada palabra, como si la tristeza no existiera del todo, como si festejar así fuera la forma más sincera de asumir cualquier pérdida.
–Estábamos bailando, además –dice ahora, en entrevista–. Yo recuerdo aquello y pienso en lo político que puede ser un momento así en el sentido en que toda fiesta es un reclamo de vida. En contextos en que se exige que tu cuerpo esté muerto, la fiesta es importante. Pienso en las sociedades capitalistas, por ejemplo, donde se buscan cuerpos narcotizados para soportar los largos periodos de producción. En una fiesta, en un baile, el cuerpo se mueve sin ningún fin, sólo con el objetivo de sentirse vivo. Hay un poder de insurgencia en el recordar que la vida no es útil: somos nosotros quienes hemos generado la narrativa de la utilidad de la vida. Y ese es un discurso peligroso: porque si hay vidas útiles, quiere decir que hay también vidas inútiles, descartables: cuerpos que no merecen gozar ni tener lugar en los espacios públicos.
Ojeda es una de las escritoras latinoamericanas que más ruido han hecho en los últimos años. Su insistencia en situar sus historias en su geografía de origen, Ecuador, le ha ganado a su literatura la etiqueta de “gótica andina”. Novelas y relatos suyos han sido hermanados con los de escritoras como Samantha Schweblin, Liliana Colanzi o Mariana Enríquez quienes, como ella, abordan la naturaleza del horror o el misterio en su obra desde su propia historia y contextos latinoamericanos.
–Nunca pensé que se ligaría mi trabajo con el miedo como un género, la verdad –explica–. Yo sentía que lo mío era más híbrido: me gusta mezclar el thriller con la literatura erótica, por ejemplo. Esas cosas. Pero es verdad: el miedo, la experiencia del miedo, se ha convertido paulatinamente en el corazón de mi literatura.
En 2014, Mónica Ojeda ganó el Premio Alba Narrativa por su novela La desfiguración Silva (Fondo Cultural del ALBA). En 2017, poco después de publicar su segunda novela, Nefando (Candaya, 2016), fue incluida en la lista Bogota 39 con la que el Hay Festival promovió a los mejores escritores latinoamericanos menores de 40. Más tarde, su novela Mandíbula (Candaya, 2018) fue reconocida con el National Book Award.
Su más reciente novela, Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, publicada por Penguin Random House, es celebrada por una amplia comunidad de lectores con el mismo entusiasmo con el que las multitudes entonan la música de sus bandas favoritas. En unos cuantos meses, ha agotado ya tres ediciones y personal de la editorial refiere, sin dar números, ventas muy por encima del promedio.
Los libros de Ojeda, que abarcan también cuentos y poesía, gozan de esa ambivalencia poco común: ser celebrados al unísono por el público y la crítica especializada.
Y no es casual que la música sea uno de los elementos centrales de la nueva novela de Mónica Ojeda, ni que su trama recaiga en un grupo de jóvenes que asisten a Ruido Solar: un festival de rock psicodélico en lo alto de una montaña en los Andes al cual sus protagonistas deben llegar luego de emprender un viaje –geográfico, emocional y lisérgico– en el cual se asoman a la cosmovisión de los pueblos andinos, mientras luchan con sus traumas familiares y los peligros del New Age. Todo mientras se enfrentan al poder de la música como una fuerza volcánica.
Una escritura en trance
En 1981, el grupo chileno Los Jaivas compuso un álbum en torno al poema Alturas de Machu Picchu de Pablo Neruda. Fue presentado en directo por televisión desde lo alto de las ruinas incas. En 1999, en Ecuador, se celebró un festival de música en el interior del cráter de un volcán: Pulalahua, Rock desde el Volcán reunió a medio centenar de bandas como Aterciopelados, Babasónicos, Virus o la Liga del Sueño. Un siglo antes, el ruso Alexander Scriabin escribió Mysteryum: una sinfonía cuyo objetivo era ser interpretada a los pies del Himalaya y desatar el fin del mundo.
Estos fueron algunos de los estímulos y referencias sonoras con los cuales Mónica Ojeda emprendió la escritura de Chamanes eléctricos en la fiesta del sol: una novela que funciona como una oda a la música en tanto fuerza telúrica, con su poder de transmutar y trastornar todo.
–Creo en la música como una expresión absolutamente sediciosa –cuenta desde España, donde vive hace años–. Esto, me parece, es un fenómeno general en Latinoamérica, ¿no? En realidad en cada rincón del mundo hay expresiones musicales que van contra los discursos del deber ser. Lo vemos con el reggaetón que hoy se escucha en lugares donde antes, y hace no mucho, se consideraba música para gente pobre, para gente marrón. Y lo mismo pasa con la cumbia, el trap, la bomba, el yaraví y otros géneros que parten de la comuna, de la colectividad, de la calle y que se rebelan contra todo intento de reglamentar qué música debe ser escuchada, bailada, gozada.
Toda fiesta es un rito: el rito primigenio. Antes de inventar la escritura, insiste Ojeda, ya bailábamos alrededor del fuego. Antes de la palabra misma, se cantaba al ritmo del tambor. Y todo indica que los primeros instrumentos musicales que usó la humanidad fueron hechos con restos de animales muertos. Con las pieles de las bestias que cazábamos, incluso con huesos humanos, fabricábamos tambores y flautas. Con el caparazón de una tortuga y las vísceras de una cabra, el Dios Apolo inventó la lira. La música fue siempre nuestra herramienta para inducir el trance hacia el otro mundo e invocar a quienes ya no están en esta tierra.
Entonces decidí odiarla: odié la música que hacía que Noa bailara golpeándose con otros cuerpos. Odié las canciones que la sumían en el silencio y las que le volteaban los ojos hacia el interior de ella misma, alejándola de mí. Odié los sonidos bellos y los desagradables, los que según los demás llamaban espíritus y dioses disfrazados de fieras. El oído es una puerta a lo que no es de este mundo, decía el yachak elevando su cráneo de oso mientras la gente se lanzaba al suelo, y también lo odié a él. Odié la obediencia a la que me sometían algunas canciones, hui de ese desorden que embrujaba a las personas. No quería ser obediente: no quería ser cazada y convertirme en presa de lo invisible.

“Trance” es una palabra importante en la escritura de Mónica Ojeda. Chamanes eléctricos implicó el esfuerzo de robarle a la música su poder de encantamiento: esa capacidad para hipnotizar a cualquiera con el puro sonido. Una escritura rítmica –musical–, en donde también echa mano la oralidad del habla andina y las palabras en quechua sirven como una puerta hacia los mitos prehispánicos del sur del continente: los ayaumas, yechaks, wayras, espíritus y señores de la montaña, chamanes y sirenas volcánicas.
–¿Cuáles son los riesgos de retomar la espiritualidad de las culturas indígenas en un libro consumido, sobre todo, por un público occidental?
–El principal riesgo es vaciar el pensamiento de esas culturas de su contenido político para hacer digeribles los elementos de sus tradiciones para el norte global. Eso es extractivismo. Yo no creo en eso. Yo creo en acercarse con respeto: respeto a estas culturas y respeto a la distancia que nos separa. Yo soy de la costa, no de la montaña: no soy quechua.
“Por supuesto, Ecuador es un país pequeño y, por supuesto, quienes somos de la costa y quienes son de las montañas forman parte de una comunidad amplia: hay intercambios y algunas circunstancias culturales nos empapan. Celebramos algunas de las fiestas, tenemos conocimiento de su cosmogonía, a pesar de la educación blanca que nos quiere separar de aquello e instalar el deseo de que las raíces afro o las raíces indígenas no formen parte de nuestra cultura”.
“Para mí es importante hablar desde el conocimiento de los pueblos andinos y entender que su fuerza radica, precisamente, en que son capaces de generar un pensamiento en la antípoda de lo aceptado en el norte global. Entender que ese pensamiento, cuando no se le vacía de su agenda política, genera siempre un sarpullido. Si tu discurso no está generando esa comezón, es porque estás suavizando sus ideas y su discurso: lo estás mercantilizando y nada más. Yo creo que es una responsabilidad no bajar la intensidad de sus justos reclamos, ni bajar el volumen de las ideas que defienden”.
Una visión de la muerte
La historia de Ecuador está marcada por la pobreza. Actualmente sus habitantes perciben un ingreso apenas equivalente al 40% del promedio de Latinoamérica. Mónica Ojeda sabe esto. Creció durante los años más difíciles en un Guayaquil marcado por los levantamientos sociales que terminaron en la dimisión de un presidente, el colapso de los precios del petróleo y la quiebra de buena parte de los bancos del país.
–Me considero una persona privilegiada –admite–. En mi país la mayoría de la población es pobre: tiene poco acceso a educación, a salud, a un montón de cosas que son básicas. Yo tuve todo eso, no en exceso, pero lo tuve.
Hoy Ecuador ostenta el título del país más violento de la región –40 homicidios por cada 100 mil habitantes– y el año pasado un candidato a la Presidencia fue asesinado poco antes de las elecciones. No es algo reciente: desde principios del milenio, la cercanía con Colombia ha hecho de Ecuador una zona marcada por atentados y masacres perpetradas por grupos armados de cárteles y narco-guerrillas que buscaban el control de las rutas de trasiego en el país.
Mónica Ojeda recuerda aquellos días con extrañeza. Con dos hijas pequeñas, sus padres intentaban resguardarse en casa la mayor parte del tiempo, no viajar: protegerlas de una guerra que arreciaba.
–Mis padres me tenían totalmente alejada de la muerte –dice ahora–. Ni siquiera fui al funeral de mi bisabuela cuando falleció. Por eso quizá mi primer contacto real con esa violencia fue tan tremendo, porque se suscitó por las porosidades de esa protección vital. Tus padres nunca te pueden proteger de todo y menos en una ciudad tan violenta como Guayaquil.
Ocurrió en la Vía Perimetral: siete kilómetros de carretera oscura que rodea el noroeste de la ciudad. Ojeda era menor de edad aún. Regresaba a casa en taxi tras visitar a una amiga. El chofer extendió la mano para intentar cubrir sus ojos.
–En su libro de cuentos Pelea de Gallos, María Fernanda Ampuero habla de esa carretera, la Perimetral, y cuenta cómo la gente se refiere a ella como “la Peri-mortal” –suspira–. El taxista me puso la mano por delante de la cara supongo que habrá querido, no sé, protegerme de aquella visión. Había un cadáver decapitado a un costado de la carretera. Fue una imagen veloz. Pero la vi. Ese fue mi primer contacto con la violencia real de mi ciudad.
–¿Este tipo de experiencia en Guayaquil marcaron tu trabajo con el miedo?
–Yo trabajo con el miedo porque creo que el miedo es vital. El dolor es vital y la muerte, sin duda alguna, tiene su parte de vitalidad. A mí me interesan estas emociones porque son la ratificación de que existimos, de que estamos vivos. Tememos porque estamos vivos y porque vamos a morir.
En Chamanes Eléctricos, los protagonistas huyen hacia las montañas buscando alejarse de la violencia de la ciudad para entrar en comunión con la música y con la naturaleza mineral del paisaje. Huyen también de sus propios demonios, de sus propias potencias. Entre los asistentes corre el rumor de que muchas de las personas desaparecidas en Guayaquil en realidad son personas que han huido hacia esas alturas y que ahora practican extraños ritos, entregado al resguardo de la montaña y de la música, lejos de la violencia de los hombres, cerca de la violencia sagrada de la tierra.
Le dije: yo comprendo ese amor malvado que impulsa todas las cosas buenas. Y ella me sonrió chueco.
No me dijo más, solo que de pronto me vi meditando en el universo enterito que se toca y se fusiona. La danza solar ama fuerte, pensé: pinta las plantas, pinta los zorros. Nomás que los zorros se comen a las plantas y la tierra se come a los zorros. Nomás que el sol incendia la tierra y la tierra se traga a los hombres. No hay amor fuerte sin su lado torcido, es así. Uno quiere lo eterno y lo que tenemos es el baile: un momentito contaminado de lo bueno y lo malicioso, un segundito de arrejuntarse a los que se mueven como uno.
Una vanguardia sonora
La relación entre música y geología es amplia. Los terremotos producen ondas acústicas que viajan más rápido que las ondas sísmicas. La NASA ha capturado el sonido generado por el campo electromagnético de la Tierra. Pink Floyd dio un concierto en Pompeya, la ciudad enterrada bajo la lava del Vesubio, y el místico George Gurdjieff narró como en Afganistán existen tradiciones vocales capaces de despertar las voces ocultas de la montaña.
Al rock psicodélico que se insinúa a lo largo de Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, Mónica Ojeda suma un soundtrack minucioso: la música real que aparece a lo largo de sus páginas es resultado de una exploración extensa sobre el sonido y su relación con la geografía andina o las montañas. Desde PJ Harvey y Chavela Vargas, hasta la tecnocumbia reciente de Dengue Dengue Dengue! o Taita Machine, el dub sudaca de Nicola Cruz, la experimentación de Urkumada o los raves de El Hombre Viejo de los Andes.

–Parece que hay algo muy fuerte pasando, a nivel musical, en Sudamérica.
–Hay mucho qué decir acerca de la nueva música. A mí me llama la atención lo poco que reclamamos el goce como estrategia política. Desde los feminismos se reclama mucho la rabia y, por supuesto, la rabia tiene un lugar importante. Como la tristeza lo tiene. Pero el goce como instrumento de transformación a mí me parece tremendo. Y sucede que concebimos el goce como algo desprovisto de conflicto y, perdón, pero el goce es puro conflicto: el goce viene del dolor también, del deseo insatisfecho. Las fiestas también pueden convertirse en algo siniestro, ¿no? El placer también la deja a una muy sensible para lo malo: es una apertura para la sensibilidad que puede llevarnos a territorios inhóspitos también; al dolor o al miedo. Hay mucho de qué hablar en torno al gozo y la experiencia de estar vivos en un mundo hostil y, además, violento como en nuestras sociedades latinoamericanas. Y allí la música, a base de puro ritmo, de pura experimentación, entra en contacto con esta dimensión emocional y física que se nos niega desde los discursos políticos.
–¿Qué te dicen estos nuevos sonidos sobre la situación en Latinoamérica?
–En la música tenemos ya un montón de cosas sucediendo: la manera en que la cumbia se atraviesa con la música electrónica, la mezclas que están haciendo los yaravíes, el rap o el trap que se está haciendo en quichua. Hay muchísimas cosas pasando en la expresión musical en Latinoamérica que está muy por delante de los discursos políticos o militantes, incluso del discurso racional. La música ya está generando un movimiento político que tiene que ver con lo identitario, pero también con el reclamo de lo público y que sucede por fuera del museo o de las instituciones. A mí me parece algo muy potente y creo que deberíamos ponerle muchísimo más atención a lo que está ocurriendo en esos ámbitos.
Mónica Ojeda: una voz que quiere ser cuerpo
A veces Mónica Ojeda piensa en Efraín Jara Idobro, su compatriota. Y no entiende bien cómo es posible ese poema suyo, el que escribió tras el suicidio de su hijo en 1974, Sollozo por Pedro Jara. Cómo es posible, se pregunta, que ese poema la haga llorar puntualmente cada que regresa a él. A ella, que pocas veces ha experimentado la muerte. A ella, que no tiene ni quiere tener hijos. ¿Qué clase de conjuro puede ser la poesía, la literatura, capaz de apoderarse así de un cuerpo?
A veces también piensa en la Uma: esa especie de chamana andina, una bruja más para los conquistadores, capaz de desprender la cabeza de su cuerpo y adentrarse volando en el bosque para hablar con la voz de los animales, la voz de las plantas. Y recuerda a Sócrates entonces, recuerda su advertencia de que la palabra escrita era una palabra corrupta, una voz desprovista de cuerpo con el cual dialogar, al cual interrogar.
Y piensa, después, en Alan Moore: el emblemático guionista de cómics que comenzó a concebirse a sí mismo como un mago moderno cuyos principales conjuros eran sus obras: historias como V for Vendetta o The Watchmen –cuyas versiones cinematográficas él despreciaría profundamente–, capaces de transformar a sus lectores. El arte es la magia de nuestros días.
Mónica Ojeda concluye que la literatura surge cantada y rezada, surge también del baile alrededor del fuego, del sonido antes que del significado. Las palabras a veces se resisten a ser sólo signos y buscan ser otra cosa. Si no un cuerpo, por lo menos un arma, trance, hechizo o conjuro capaz de cambiar de manera radical a quien cae en su encantamiento.