La memoria es un fenómeno frágil.
Olvidamos fechas de cumpleaños, compromisos de trabajo, dónde dejamos los anteojos o incluso detalles cruciales del amor. A nivel colectivo, el olvido también puede devorar hechos que marcan el destino de un país o de un continente entero.
Lo sabe Juan Pablo Meneses, cronista chileno y autor de, entre otros libros, Una historia perdida (Tusquets, 2023), una novela que reconstruye desde la ficción, pero con herramientas del periodismo, un suceso heroico ocurrido hace poco más de medio siglo en Chile.
Él tenía cuatro años y ese fue uno de sus primeros recuerdos. El 11 de septiembre de 1973, mientras las fuerzas armadas encabezadas por Augusto Pinochet llevaban a cabo el golpe de Estado contra Salvador Allende y aviones de combate bombardeaban el Palacio de la Moneda, uno de los pilotos desvió su trayectoria, desobedeció a sus superiores y comenzó a disparar contra el hospital de la Fuerza Aérea: su propio bando.
–¡Un avión bombardeó un hospital militar en el centro de la ciudad! –cuenta Meneses en entrevista con Fábrica de Periodismo–. Y 50 años después parecía que nada más yo lo recordaba. Cuando presenté el libro en Buenos Aires, un periodista me dijo: “qué terrible que en Chile se olviden este tipo de historias”. Imagínate. En aquel entonces todavía no ganaba Javier Milei en Argentina, pero su candidata a vicepresidenta ya decía que los crímenes de la dictadura eran puro cuento, que el número de desaparecidos era muchísimo menor. La memoria siempre está bajo ataque.
Ahora, un año después, Meneses trae una nueva novela bajo el brazo. Revolución, también editada por Tusquets, es una ficción que, de nuevo, se basa sobre un hecho histórico estrictamente real, pero cubierto de olvido.
En 1970, al sur de Santiago, el gobierno de Allende inauguró lo que sería el primer monumento de Ernesto Che Guevara en todo el planeta. Una figura de más de 10 metros del guerrillero, quien levanta un fusil con ambas manos en una postura que recordaba a Cristo en la cruz. Apenas tomó el poder, tres años después, el dictador Augusto Pinochet ordenó derribarla.
–El primer monumento al Che no se levantó en Cuba, ni en Argentina, ni en Bolivia, se construyó en Chile –dice Meneses–. Mucha gente pensaba que yo me estaba inventando todo esto. Pero es un pedazo de historia que se olvidó por completo porque así lo quiso la dictadura. A mí me interesa mucho esa relación entre la memoria y el olvido, saber hasta qué punto somos sociedades que decidimos olvidar.
Su nuevo libro, aun cuando se trata de una novela confeccionada con elementos de ficción, con un par de personajes envueltos en una trama romántica, parte de una investigación histórica en la que Juan Pablo habló con especialistas, rastreó documentos, cruzó fuentes y cotejó información de un suceso ocurrido hace más de medio siglo. Su trabajo es ese, dice. Dejar un testimonio.
–Como cronista mi trabajo es la memoria –insiste–. El problema de nuestros países, México, Chile, todos los que crecimos en dictadura, es que sucedieron hechos que ya no vamos a poder reconstruir a detalle. Muchos periodistas hoy confían demasiado en los documentos: documentos oficiales del Ejército, de las agencias de inteligencia. Piensan que encontrar un documento es dar con la verdad. No reparan en que esos archivos militares fueron confeccionados para ocultar la verdad en su momento, que mucho de lo relatado ahí es cuento también. Hay historias a donde los periodistas ya no alcanzaremos a llegar. Tampoco los académicos, ni las investigaciones judiciales. ¿Cuánto más vamos a esperar para contar estas historias? Necesitamos echar mano de la ficción para unir las piezas sueltas.
Boom, caída y renacimiento de la crónica
Juan Pablo Meneses, quien se encuentra en México siguiendo los pasos de Roberto Bolaño en nuestro país e impartirá un taller de literatura y periodismo narrativo organizado por Fábrica de Periodismo y la Universidad Autónoma Metropolitana-Cuajimalpa, es un cronista singular.
Sus crónicas suelen llevar al extremo el género. Para escribir sobre el turismo de masas y el neocolonialismo, recorrió el continente hospedándose en cualquier alojamiento que tuviera por nombre “Hotel España”.
Después se convirtió en caza-talentos y se propuso rastrear a un niño futbolista que pudiera convertirse en el próximo Leonel Messi: quería documentar el negocio de la compra de niños por parte de las ligas de futbol europeo. También se compró una ternera para criarla, alimentarla, encariñarse con ella hasta convertirla en una vaca y enviarla al matadero para así documentar cómo funcionaba la industria de la carne en Argentina.
Sus textos aparecen compilados en antologías de periodismo narrativo latinoamericano y su estilo, al mismo tiempo riguroso y humorístico, se ha vuelto un sello fácil de distinguir.
–La crónica en Latinoamérica tuvo un boom muy claro entre el 2002 y el 2012 –dice–. Después comenzó a desinflarse. Muchos cronistas cometieron excesos, errores, sí, quizás hubo quienes se tomaron demasiadas licencias. Ahora todo es periodismo de investigación o periodismo de datos. Pero me parece que la caída de la crónica tiene que ver con otro fenómeno.
Cuenta una anécdota: en octubre de 2012, en el Castillo de Chapultepec, Ciudad de México, se llevó a cabo el Segundo Encuentro de Nuevos Cronistas de Indias. Allí, como si fueran rockstars, se congregaron las grandes figuras del periodismo narrativo del continente: Josefina Licitra, Gabriela Wiener, Martín Caparrós, Juan Villoro, Leila Guerriero, Jon Lee Anderson. La corte completa de pesos pesados que, en aquel momento, eran leídos con fervor en diarios, libros y revistas.
–Para mí ese momento marca el fin de ese boom. Recuerdo cómo todos hablaban de la necesidad de tener más espacios, más páginas, más papel para contar historias. Todos, menos uno. Un argentino que hoy trabaja en Amazon: Pablo Mancini. Él lo dijo claro: mientras todos estábamos allí pidiendo más espacio, lo que se nos venía encima era el internet, el click, lo digital. Y ningún medio narrativo, o muy pocos, supo adaptarse a esa tendencia.
–¿Qué pasa con la crónica hoy?
–La inteligencia artificial va a sustituir buena parte del trabajo mecánico del periodismo. Las agencias de información ya usan robots que redactan las notas de escritorio. Pero hubo muchas empresas que pensaron que el periodismo de investigación o el periodismo de datos era el futuro e hicieron a un lado las historias. Eso disoció al periodismo de los lectores. ¿Quién quiere leer un periodismo sin alma, empeñado nada más en tirar un presidente o en documentar la corrupción de quienes ya sabemos que son corruptos? La investigación o los datos no son un género periodístico, son una herramienta. El periodismo, sea el que sea, necesita investigar y necesita datos, pero necesita también narrar, tener una intención, una voz de autor: todo lo que un robot no puede hacer.
–Se pensó que contar historias era algo superfluo.
–Los periodistas y los dueños de los medios sobre todo se quejan todo el tiempo de que la gente ya no lee periodismo, que quieren sólo contenido rápido, 30 segundos de tik tok, notitas de dos párrafos.
“Mira, yo veo cómo los muchachos de hoy en día se pueden sentar tres días a maratonear una serie con sus amigos. La humanidad necesita historias: es algo vital. Y hoy vivimos en un mundo tan extraño, con todos los avances tecnológicos que se están dando, con la inteligencia artificial a punto de tomar la rienda de muchas cosas, que es necesario contar y explicar lo que está pasando. Alguien tendría que explicarle a los dueños de los medios que es necesario, urgente, contar esas historias y que son los cronistas quienes podemos hacerlo. Y lo vamos a hacer aunque los medios no estén de nuestro lado”.
Del periodismo portátil a la literatura-crónica
Le gusta ponerle nombre a lo que pasa. Durante más de 20 años, por ejemplo, Juan Pablo Meneses se ha declarado militante de eso que él mismo bautizó como “periodismo portátil”: la capacidad de vivir en cualquier rincón del planeta, con apenas lo mínimo, pero con una computadora, acceso a internet y una historia en la mira. De ahí sus primeros libros: Equipaje de mano o Crónicas argentinas, que recopilan sus mejores crónicas de viaje.
Después fundó el periodismo cash: un nombre publicitario para su trabajo periodístico que documenta cómo la economía pesa y moldea de manera insólita desde lo que comemos hasta lo que veneramos.Sus libros Historia de una vaca, Niños futbolistas y Un Dios portátil pertenecen a esta etapa.
En el proceso ha tenido tiempo de bautizar también a sus opuestos, a sus colegas cuyo trabajo demerita y empaña al periodismo. Por ejemplo, los cronistas miseria: aquellos periodistas empeñados en narrar la pobreza y la tragedia como un mero espectáculo melodramático con el único fin de ganar premios y hacerse de un prestigio, explotando la desgracia ajena como buitres. O quienes practican el periodismo karaoke: aquellos redactores que se dedican a replicar lo que leen en sus computadora o escuchan en CNN, copiando las noticias que otros reportean, con la única intención de ganar clics, como quien canta una canción de Juan Gabriel leyendo la letra en una pantalla.

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Su incursión en la ficción es reciente.
–Desde que publiqué esa primera novela me preguntan siempre: “¿cómo ha sido saltar de la crónica a la ficción, del periodismo a la literatura?” No fue un cambio dramático. Mis protagonistas son cronistas o se mueven en el mundo de la no-ficción. Lo que sucede es que los cronistas tomamos el mundo del periodismo y lo estiramos con las herramientas de estilo de la literatura. Ahora quiero hacer justo lo contrario: tomar el mundo de la literatura y estirarlo con las herramientas del periodismo. Por eso lo llamo así: literatura-crónica.
En Revolución, su más reciente libro, que narra la historia de cómo desaparece el primer monumento del Che Guevara en Latinoamérica, Meneses hace uso de datos e historias reales sobre cómo el Che se ha convertido en un símbolo comercial: su cara aparece lo mismo en cajas de habanos que en marcas de perfume, incluso bikinis de Victoria Secret.
–Hoy hay todo un discurso de derecha que pinta al Che como un asesino y un homófobo –cuenta–. Pero, antes de Pablo Escobar, el Che Guevara fue el latinoamericano más famoso a nivel mundial. Eso ha cambiado. En 2019, durante el estallido social en Chile, los jóvenes ya no reivindicaban al Che Guevara en sus banderas sino al Joker, el de la película. Pero el Che sigue siendo un símbolo: de la intención de un hombre por cambiar el mundo, su mundo al menos, de vivir la vida como si fuera una película. Y eso tiene su encanto, por supuesto. Yo estuve trabajando en una serie del Che para Argentina, pero enfocado en ese lado: el consumismo en torno a su imagen. Siempre quise volver a usar ese material porque es loquísimo. En Oakland, California, la gente compra todo el tiempo tenis Converse del Che Guevara. Hay un equipo profesional en Francia auspiciado por la bebida energizante Che Guevara.
La ficción persigue a la realidad. Para su novela, Revolución, Meneses se propuso además investigar qué había pasado con aquella estatua, dónde estaban sus restos. Y como los personajes de su novela –dos documentalistas freelance que sueñan en volverse ricos vendiendo la historia del primer monumento del Che a alguna plataforma de streaming–, Meneses persigue él mismo y con sus propios recursos el rastro de aquella estatua.
Cuando el protagonista de su historia decide hacer una denuncia contra la dictadura en el Ministerio de Bienes Nacionales de Chile por la desaparición de la estatua, Meneses decide imitarlo y acude, personalmente, a hacer el mismo trámite que su personaje.
–Yo iba a la par de él. Mi denuncia tiene el mismo número que la denuncia de Juan, el protagonista del libro. A la gente le causa gracia eso. Pero no creo que sea lo importante. Lo importante es que nadie, ni el Partido Socialista en Chile, que le hizo aquel monumento, había hecho esa denuncia. Hoy existe un Museo en París que quiere conseguir esa estatua y llevárselo gracias a la investigación que hice para el libro. La ficción también puede tener esos efectos.

