Gustavo Díaz Ordaz: el malo del 68 y de la historia
Este texto es un fragmento del libro "La conspiracion del 68. Los intelectuales y el poder: así se fraguó la masacre", publicado en 2018 por Debate/Penguin Random House Mondadori.
Algunas versiones dicen que ese 2 de octubre Díaz Ordaz salió a su casa en Jalisco desde la mañana. Hay otra que lo ubica en sus oficinas esa tarde. Hacia las 6:10 recibió cuatro llamadas telefónicas por la red de la presidencia: la primera de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), la segunda de García Barragán, luego otra del señor secretario y una cuarta de alguien a quien le respondió: «Bueno, licenciado, aparentemente no hay nada que hacer. En esto, creo que todos nos vemos igual: ¡Pendejos!».
De acuerdo con la lectura de sus memorias, Enrique Krauze dice que Díaz Ordaz habría dejado algunos apuntes en tiempo presente. Según estas notas y la información que tenía, Díaz Ordaz escribe que el mitin en la Plaza de las Tres Culturas tenía como objetivo tomar la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE), ante la imposibilidad de los estudiantes de apoderarse de Palacio Nacional.
Siguiendo los mismos apuntes que leyó Krauze, la única misión del ejército era proteger el edificio de la SRE. Díaz Ordaz apunta sobre la entrada del general Hernández Toledo a la plaza, con el megáfono, pidiendo cordura y el momento en que es herido por la espalda, y continúa:
«Los estudiantes están disparando desde lo alto de uno de los edificios cercanos, donde no hay soldados, donde no hay policías... son ellos los que están disparando, la balacera dura poco…
Por fin habían ganado sus “muertitos”. ¡A qué costo tan alto! Lo lograron al cabo asesinando a sus propios compañeros. Se debe recordar que la mayor parte de muertos y heridos, tanto alborotadores como soldados, presentaron trayectorias de bala, claramente verticales, balas asesinas de los jóvenes idealistas disparando sus metralletas desde las azoteas de los edificios Chihuahua y Sonora».
Desde antes de 1968, Díaz Ordaz fue un culpable por naturaleza: un chivo expiatorio perfecto, un indiciado de la historia. Fue de esos personajes que hacen fila del lado de los acusados. En la vida de la humanidad, y como representantes de lo que también es la condición humana, esos personajes se vuelven inevitables y en muchas ocasiones, hasta necesarios.
Hannah Arendt escribía que la maldad es inherente al ser humano y que ésta tenía infinidad de formas de expresarse.
El mal, como aprendimos de niños, es algo demoniaco; su encarnación es Satán, que “cae del cielo como un rayo” (Lucas, 10:18), o Lucifer, el ángel caído –el demonio también es un ángel–, cuyo pecado es el orgullo; es decir, aquella superbia de la que sólo los mejores son capaces. Ellos no quieren servir a Dios, quieren ser como Él. Los malvados, se nos dice, actúan movidos por la envidia, que puede ser el resentimiento por no haber triunfado sin que mediara su propia falta [...] también puede guiarles la debilidad (Macbeth). O, al contrario, el poderoso odio que experimenta la maldad ante la pura bondad [...] o la codicia, fuente de todos los males.
Sin pretender seguir tal cual los elementos que apunta Arendt, digamos que en el caso de Díaz Ordaz hay suficientes rasgos para pensar y creer que, a las sombras de la historia, siempre parecía tener motivos para ocupar un lugar entre los villanos. Algo así pasa con seres como Díaz Ordaz. Él, el tiempo y su propia historia lo indica, estaba destinado para ese papel. El destino como condena.

Años después, otro caído en desgracia, Alfonso Martínez Domínguez, contaría que Díaz Ordaz se miraba al espejo, pensaba en Echeverría y se reprochaba a sí mismo, en su cara: “¡Pendejo, pendejo, pendejo!”
Nadie se atrevería a eliminar de su “hoja de servicios” a la nación ninguno de esos eslabones de una larga cadena de represión contra movimientos sociales: contra los trabajadores ferrocarrileros en 1959 y con ellos miles a la cárcel; fue desde su despacho como secretario de Gobernación (1958-1964), que ocurrieron crímenes contra el líder campesino Rubén Jaramillo; o ya como presidente, contra los estudiantes de la Universidad Nicolaita, en Morelia, Michoacán; también Sonora. Largas las cuentas del rosario.
Vamos, su pasado avalaba al personaje perfecto para el odio y la violencia. Eso nadie se lo va a negar, es de suyo ese perfil duro y amenazante que todos sabían y muchos conocieron. Esta anécdota la cuenta Luis M. Farías:
Decía que yo quería venderlo como Coca-Cola.“No —le dije—, no lo quiero vender como Coca-Cola, pero sí presentarlo bien” [...] y mientras ordenaba al fotógrafo le hiciera cierto ángulo, él afirmó: “No tengo ángulo, soy feo, así soy. Al secretario de Gobernación no sólo se le debe tener respeto sino un poco de miedo. Es saludable para el país. Soy lo suficientemente feo como para que me tengan miedo.
Le recordé lo que dijo Oliver Cromwell cuando se presentó un pintor en la corte en Inglaterra. Este señor, que se había levantado en armas contra Carlos I y se había adueñado de Inglaterra, le dijo: «Mire, pínteme como soy, con todo y verrugas». Eso me hacía recordar Díaz Ordaz y se lo comenté. «Bueno, sí; prefiero ser Cromwell a ser un niño bonito».
Escribe el periodista Julio Scherer García quien, como pocos, conoció muy bien a varios presidentes, al grado de frecuentarlos y sentarse a su mesa a compartir el pan, la sal y el poder.
El buen humor y la inteligencia rápida y aguda borraban la fealdad de su rostro. Su cuerpo enjuto también desaparecía [...] tomaba a broma su aspecto, tan pequeños sus ojos, tan afilado el rostro, tan pronunciados los pómulos, tan prominentes los dientes, tan abultados los labios [...] decía que la mueca era propia de las bocas finas, que, si se tuercen, se nota.“Yo tengo todo menos una boca fina. Si sonrío, mi sonrisa se torna risa. Hasta simpático parezco".
Al paso del tiempo, escribe Julio Scherer García, asombrosa como es, «la historia iría haciendo de Díaz Ordaz un hombre del tamaño de la tragedia de Tlatelolco». La actriz Irma Serrano, persona cercana y hasta confidente, lo definía en pocas palabras: «Era seco, terminante, veía la vida con muchísima crudeza».
Visto a la distancia, Díaz Ordaz asumió de manera consciente la necesidad de representar miedo hacia la población, hacia sus enemigos, como sinónimo de respeto, pero eso mismo lo convirtió en un personaje predecible para su círculo más cercano.
Así que cuando se abrió la puerta del 68, él entraba ya con todos los delitos y un letrero en el pecho: culpable. Su personaje era no sólo predecible, sino manejable y, por tanto, manipulable. Su exagerada confianza en que solamente con el miedo que generaba era suficiente, lo llevó a descuidar las alcobas del poder, a los más cercanos, a esos que ya conocían sus códigos anímicos, sus secretos y debilidades.
Fue tan predecible que el 68 se volvió para Díaz Ordaz la total afrenta y traición, y no precisamente de esos estudiantes ingratos y por naturaleza irreverentes, sino de su equipo más cercano, el que tendría que haber sido el más leal, una virtud que el presidente tenía entre las de más alto nivel.
Díaz Ordaz, el malo, el demonio, el institucional, el duro, el inamovible, jamás aceptaría pasar a la historia como un presidente pendejo, a quien engañaron todos o varios de sus principales colaboradores. Así que asumió toda la responsabilidad, ante México, la historia, su familia. Años después, otro caído en desgracia, Alfonso Martínez Domínguez, contaría que Díaz Ordaz se miraba al espejo, pensaba en Echeverría y se reprochaba a sí mismo, en su cara: “¡Pendejo, pendejo, pendejo!”
Díaz Ordaz sabía la regla de oro de la política mexicana: que nunca sepan lo que estás pensando. Pero sólo la aplicaba a medias: escondía sus palabras pero no sus emociones. Todo su lenguaje corporal era un mapa que lo revelaba en todo momento.
Apostaron por jugar con eso: le vendieron y construyeron una amenaza comunista invadiendo México y se la creyó, porque además él estaba dispuesto a creerlo. Le pusieron el escenario y los personajes y él miró pasar todo, con la fe de que así era. ¿Quién más enterado que su secretario de Gobernación si tenía manadas de agentes secretos por todo el país? Cuántas veces no llegó a presumir de sus aparatos de inteligencia frente a lo que consideraba limitaciones informativas de los periódicos: «La diferencia entre los políticos y los periodistas es que ellos ven todo con un ojo, nosotros con dos». Pero no vio con sus ojos, lo hizo con los ojos de otros que le dieron lo que ellos querían que viera.
El papel de Díaz Ordaz sería el de un presidente malo, furioso, irritable, intratable, cerrado, duro. El papel lo cumplió a la perfección, por eso el “¡pendejo!” unos meses después de haber dejado a Echeverría como su sucesor.
Así lo cuenta el mismo Luis Echeverría a Enrique Krauze: «El señor Díaz Ordaz y yo ya nunca cruzamos palabra.Y luego me decían que todos los días, al rasurarse frente al espejo, se decía con otras palabras: ‘Tarugo, tarugo, tarugo’, y le preguntaban amigos por qué y respondía: “Porque el candidato fue Echeverría. Una cosa muy chistosa”».
«A mi papá le informaban desde diferentes lados, pero la principal era la Dirección Federal de Seguridad y de Investigaciones Políticas y Sociales, ambas dependientes de Gobernación. En esa época, la inteligencia del gobierno era la DFS que encabezaba el licenciado Luis Echeverría Álvarez».
Gustavo Díaz Ordaz hijo

«Engañaron a mi padre, mi papá nunca supo toda la verdad», fueron las dos frases con las que Gustavo Díaz Ordaz hijo resumió el papel del presidente y el 68. Fue en 1998, a 30 años del 68, cuando nos abrió la puerta para hablar de su padre.
El tiempo, otra vez aliado de la memoria, les da un valor más amplio a las palabras. Lo que en esa ocasión nos dijo hoy tiene una lectura más certera:
—En el libro de Enrique Krauze, La presidencia imperial, hay un par de anécdotas que dan a entender que su padre estaba mal informado o lo estaban informando mal. Una es sobre la supuesta colocación de una bandera rojinegra en la catedral y la otra sobre una presunta intención de los estudiantes de tomar el 2 de octubre el edificio de Relaciones Exteriores. ¿Es posible que lo estuvieran engañando?
—Eso sí, es muy posible. El presidente no estaba en Tlatelolco ni podía estar en todas partes. Estaba sujeto a la información que le daban. Si le falseaban la información, desde luego que pudo tomar decisiones equivocadas.
—¿Supo su padre toda la verdad de lo que pasó el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas?
—Toda no. Desde luego que hay alguien, el que planeó eso. Y dudo que algún día pueda conocerse completamente. Quizá no se sepa nunca. Como hijo, me gustaría que se supiera, porque eso quitaría cualquier sospecha de culpa a mi papá.
—¿Usted siente que fue engañado?
—Siento que sí fue engañado en algunas cosas. Es muy raro que a estas alturas salgan cosas que nunca antes habían saltado y que, después de 30 años, lo hagan a la luz pública las mismas personas que han tenido la boca abierta prácticamente todo este tiempo.
—¿Quién le daba a su padre la información a partir de la cual tomaba las decisiones?
—A mi papá le informaban desde diferentes lados, pero la principal era la Dirección Federal de Seguridad y de Investigaciones Políticas y Sociales, ambas dependientes de Gobernación. En esa época, la inteligencia del gobierno era la DFS que encabezaba el licenciado Luis Echeverría Álvarez.
—Luego de varios años de Tlatelolco, ¿qué pensaba su padre del 68?
—Alguna vez alguien dijo que el país había sufrido una crisis de conciencia y él estaba en desacuerdo. Él pensaba que era una cosa planeada, que la gente estaba manipulada y que, desde luego, la mayor parte de los que participaron eran puros. Cuando uno es estudiante, uno tiene ideas puras, pero cuando a uno lo manipulan, cuando se es joven, no se da cuenta de esa manipulación.

«Desde luego le dolió que hubiera tenido que pasar eso. Sentía una profunda tristeza por todos los muertos que hubo. Mi papá pensaba que habían sido influidos por gente de la embajada de Cuba, gente relacionada con la CIA y que también estaban inmiscuidos algunos políticos ardidos con él. Creo que mi papá sí pensó que lo querían tirar, derrocar de la presidencia, no que haya creído que tenía chance de que lo tiraran. Pensó que tenían ganas de apoderarse del poder».
—¿Le dolía a su padre que lo culparan de la matanza de Tlatelolco?
—Sentía que alguna gente era injusta, pero cuando uno sabe que actuó bien… lo principal es saber cómo tiene uno la conciencia y él, yo sé, porque lo platicamos, murió con su conciencia tranquila. Cuando duele es cuando uno siente que algo tiene que le pisen. Yo siento que se hace una injusticia cuando lo juzgan mal o veo un artículo en contra, pero no por el dolor de saber que mi padre cometió una matanza: él simple y sencillamente trató de guardar el orden, de hacer lo mejor que podía, pero nunca ordenar que se asesinara a alguien, ni mucho menos. No es dolor, es una sensación de injusticia.
—Él acepta que pidió que el ejército interviniera en Tlatelolco. ¿También aceptó que el ejército disparara contra los estudiantes?
—No. Nunca. Lo que siempre mi papá supo y lo que siempre creyó, es que el ejército disparó contra las personas que le dispararon. El ejército tuvo que responder al fuego.
—Ha crecido la sospecha de que el 2 de octubre se tendió una trampa.
—Yo pienso, sin que mi papá me haya dicho que fuera tal, que ésa era su idea; o sea que el ejército ahí cayó en la trampa. Creía que alguien planeó algo porque sentían que el movimiento se estaba acabando y necesitaban que hubiera muertos, mártires. Mi papá se quedó siempre con esa idea. Sintió que había sido una trampa más para el gobierno y para el sistema que para su persona.
—¿Tiene más elementos para pensar que fue una trampa?
—Hubo gente que estaba preparada y empezó a disparar. Por lo menos, la información que le llegó a mi papá es que había gente que empezó a disparar desde las azoteas. Si entra el ejército y le empiezan a disparar, lo planearon, ¿o no? Lo cierto es que mi papá nunca habló de los hombres de guante blanco que ahora se mencionan mucho, nunca los mencionó.
—¿Usted piensa que es mentira?
—No sé. Las personas que pudieron estar o están más enteradas del problema del 68 fueron mi papá, que ya murió; el general Marcelino García Barragán, que ya murió; Luis Echeverría y el general Gutiérrez Oropeza.
Dice también su hijo en esa entrevista, que el presidente tenía información de un supuesto intento de parte de los estudiantes de tomar la torre de Relaciones Exteriores, así como de la bandera rojinegra en el Zócalo, el 27 de agosto.
La primera versión de la SRE, que el mismo Díaz Ordaz expuso en sus memorias-testimonio, es parte de los alegatos que Gutiérrez Oropeza siempre sostuvo en sus escritos y en sus conversaciones. Esa historia, en todo caso, habría que atribuírsela a él. La segunda, la de la bandera rojinegra, conecta con un acto preparado desde Gobernación.
¿Ambos traicionaron al presidente?
Aquellas frases de Oropeza en 2002 siguen resonando hasta hoy: «Reto a Luis Echeverría Álvarez para carearme con él y […] se sepa quién fue el verdadero responsable de lo de Tlatelolco».

En esta bruma de la historia, Díaz Ordaz unió también en su contra y como pocos presidentes, a una parte del grupo pensante, de los intelectuales y periodistas. Pero muchos de éstos, que vieron en Díaz Ordaz a un asesino, lo hacían desde su pasado, que lo condenaba, y lo miraron desde lo que otros personajes de su gobierno quisieron que vieran. El análisis, en ese momento, no era ni abarcador ni contextual. Había un presidente asesino y ya. No había corresponsables, ni otros funcionarios, ni eslabones de mando, nada. Sólo había un hombre todopoderoso llamado presidente, único responsable de todo.
Quizá como en pocos momentos de nuestra historia, el control y manejo de la información desde el poder tuvo tanta relevancia. ¿Quién conducía la información y seleccionaba los granos que nutrían a un hombre duro de corazón por naturaleza como Díaz Ordaz?
Escribe Luis M. Farías:
Luego Echeverría se encargaba de alimentarlo. Casi ninguno hablaba con el presidente porque a Echeverría le molestaba que lo fuéramos a ver. A mí, por ejemplo, me decía: “No, no vayas a ver al presidente, se pone muy nervioso. No le cuentes nada, cuéntame a mí todo”. Yo le contaba todo y él entonces tamizaba a su gusto todo.
Ricardo Garibay publicó las que serían las últimas palabras de Díaz Ordaz como presidente, más duro y más dolido:
Se ha cumplido con este encargo como se debió cumplir, ni un milímetro de más ni de menos. Si algún día se ve, se verá y enhorabuena. Si no, me da lo mismo. Se hizo lo que era necesario. No busco el aplauso del pueblo, de la chusma, ni figurar en los archivos de ninguna parte. Al carajo con el pueblo y con la historia. No esperé jamás gratitud ni reconocimiento; casi nadie tiene la nobleza que se necesita para otorgarlos.
Por otra parte, en una entrevista con Ernesto Sodi Pallares, Díaz Ordaz respondió así la pregunta acerca de si temía el juicio histórico:
No, doctor, estoy totalmente tranquilo con mi conciencia; estoy totalmente tranquilo conmigo, que es lo más importante para estar sereno. El juicio de la historia lo espero con toda serenidad y confianza. No temo siquiera al juicio de mis contemporáneos. Sé, y los mexicanos saben, que en mi actuación ha habido aciertos y errores, pero que los errores han sido involuntarios; que todo cuanto he hecho lo he hecho tratando de servir lo más eficazmente posible a México, y si esforzarse es servir a la patria, si dedicar toda la vida, olvidarse de todo para entregarse totalmente a la tarea es juzgado negativamente por nuestros conciudadanos, entonces aun así aceptaré tranquilo, confiando en el juicio de mis contemporáneos o los que vengan después. Creo que me he esforzado, dentro de mis escasas posibilidades, pero al máximo límite de ellas, por servir a mi patria, y por eso estoy tan tranquilo y tan confiado en el juicio de la historia y no temo absolutamente nada de ello.
Ahí no se cerraba su historia.
Todavía se debió tragar más afrentas. Aún en la presidencia, su destapado, su elegido, Luis Echeverría, le puso un clavo más al ataúd de su historia al pedir, en un acto de campaña en la Universidad Nicolaita, un minuto de silencio por los caídos del 2 de octubre. Alfonso Martínez Domínguez, entonces presidente del PRI, recordó ese momento en 1998 en una entrevista con Ciro Gómez Leyva:
Yo no iba ese día en la campaña, yo estaba en mi despacho del PRI cuando el general García Barragán me habla por la red privada y me dice: “¿Ya supo lo que ha pasado en la gira?” No, no sé nada, le dije. “Pues yo sí. Que ese cabrón de Echeverría ha guardado un minuto de silencio por los muertos del 2 de octubre, esa cosa es muy grave y nos explica por qué el presidente Díaz Ordaz se ha equivocado al nombrarlo candidato”.

La respuesta de Díaz Ordaz, según Domínguez, fue que Echeverría era muy inocente, que no tenía experiencia política, que estaba aprendiendo. Pero el destapado no se detuvo en sus ideas y en eso que tanto le molestaba a Díaz Ordaz: la insistencia de hablar de un cambio en el país, poniendo a Díaz Ordaz en automático, como lo negativo.
Narra Martínez Domínguez: «Por ser el hombre de más confianza lo nombramos candidato, pero se va a la chingada porque voy a cambiarlo; tú acuartélate en el partido, yo voy a mandar a decirle a donde se encuentre, que se enferme, y el cabrón se va a enfermar de a deveras, y vamos a escoger a otro candidato», según las palabras que habría dicho Díaz Ordaz.
—Pero no se enfermó –le pregunta el periodista Ciro Gómez Leyva.
—Yo le dije: cálmate, Gustavo, estás muy encabronado. A mí me parece que, a lo mejor, tienes una información un poco exagerada. Y me dijo que no, que “como presidente era el mejor informado del país”.
Al final Echeverría no fue destituido: «Es Echeverría por sus méritos, por trabajador, por honesto y, por qué no decirlo, por sus pantalones; es él el que va a ser presidente».
Y sí, quizás como decía Díaz Ordaz, como presidente era la persona mejor informada. Digamos que en todo caso más informada, con mayor información. En el 68, no cabe duda, fue el más informado, pero mal informado.
Enrique Krauze encierra en estas palabras a Díaz Ordaz:
«Sus lagunas de información, sus afirmaciones erróneas, sus omisiones se vuelven profundamente significativas. Sobre ese marco mental fincó sus decisiones. El sistema político mexicano y el sistema psicológico de Gustavo Díaz Ordaz habían confluido en una presidencia de poder absoluto dotado de una información pobre y torcida. El rey en México no estaba desnudo, estaba ciego».
En todo caso, Díaz Ordaz fue consumido por un sistema del que formaba parte, pero no alcanzó a percibir cómo lo fue empujando hasta asumirse el responsable de todo, exonerando en ese acto a los demás: «Asumo íntegramente la responsabilidad: personal, ética, jurídica, política e histórica, por las decisiones del gobierno en relación a los sucesos del año pasado».
«De lo que estoy más orgulloso de esos años es del año de 1968, porque me permitió servir y salvar al país, les guste o no les guste, con algo más que horas de trabajo burocrático. Poniéndolo todo: vida, integridad física, horas, peligros, la vida de mi familia, mi honor y el paso de mi nombre a la historia, afortunadamente salimos adelante».