Llegó un momento hace relativamente poco en que Natalia Lafourcade, la veracruzana hija de un exiliado chileno, se miró al espejo con detenimiento. Después de muchos años, le gustó la imagen que observó.
Jovencita prodigio, cantante con un vasto arsenal de recursos musicales (su madre es pianista y su padre clavecinista), Natalia ha llegado a un entendimiento consigo misma. Ya no añora ser Shakira ni Whitney Houston, ni siquiera Billie Holiday.
Ha encontrado reposo en su agitada vida interior y se ha despojado de cualquier pretensión extravagante. Por eso cada mañana repite algo parecido: “Ya, esto soy yo. Y ya. Está bien. Y, mira, no pasa nada”. Esa es María Natalia Lafourcade Silva. Y ya.
Todos los días, cada mañana, Natalia Lafourcade se mira en el espejo. Contempla por unos segundos sus ojos grandes, como de gato adormilado; sin prisas, pasea su vista por su cabello, observa su nariz de niña y su pequeño cuerpo. La piel pálida de su cara, sus brazos delgadísimos, las mejillas que parecen haberse afilado en los últimos años.
Natalia Lafourcade se observa a sí misma en silencio, a solas. No hay vanidad en su mirada, al menos no en esos momentos. Se trata de una suerte de rito en el que intenta aferrarse a ella misma, a ninguna otra, poner los pies en la tierra. “Esta soy yo”, se dice. “Esta soy yo y nada más”.
Nada más, repite, y sólo entonces comienza el día.
Ahora es fácil. Pero aceptarse a si misma, con todas las limitantes, flaquezas, historias y dolores que antes permanecían soterradas, no fue una tarea simple. Lejos quedó aquella niña que cantaba con tierno desenfado temas que hablaban de ser castigada por sus padres. “Mucho tiempo odié mi primer disco, odiaba En el 2000, odiaba Busca un problema y todas esas canciones”, dice ahora cada que se le pregunta sobre su pasado.
A sus 30 años, Natalia dice haber alcanzado un punto de sosiego, un mejor lugar desde donde existir.
En las oficinas de Sony Music México, intenta explicar en una larga serie de breves entrevistas, los motivos y detalles que la llevaron a grabar su nuevo álbum, Hasta la raíz. Viste una blusa negra, botas Doctor Marteens y un corto pantalón de mezclilla que no logra cubrir sus pantorrillas, lo cual acentúa su aspecto infantil. Pero algo ha cambiado en ella. El cabello antes larguísimo y tupido, ahora es un pequeño matorral despeinado que deja sus hombros al descubierto. Y aunque conserva su carisma y la risa atrabancada y aguda, la mirada de Natalia tiene otro ritmo, cierta calma concentrada. Escucha las preguntas de los reporteros como si fueran una nueva oportunidad para mirarse de nuevo en un espejo, para ser —por primera vez, dice— completamente sincera.
—Mi disco anterior, Mujer divina, donde interpreté a mi manera canciones de Agustín Lara, me transformó por completo —afirma Lafourcade en entrevista—. Ese proyecto, y todas las cosas difíciles que pasamos como equipo, me obligó a reflexionar sobre mi trabajo y sobre mi “yo artístico”. Antes cantaba y hacía música desde otro lugar. Vivía un poco en las nubes, ¿ves? Agustín Lara me hizo darme cuenta de que el escenario, mi voz, mi música, son la cosa que más amo hacer; que el escenario es mi casa. Ahora estoy mucho más plantada, me tomo todo esto muy en serio.

Enfrentarse a las canciones de Agustín Lara es adentrarse en un territorio peligroso. Por un lado, se trata de unos de los compositores populares mexicanos más complejos, cuyos arreglos y armonías permanecen hoy a la vanguardia; jazzistas y compositores de cámara aún estudian sus canciones por su riqueza musical y la gran gama de posibilidades que aporta.
Por el otro, las letras y las melodías del Flaco de Oro marcaron época y lograron retratar una sociedad compleja que se aventuraba, por primera vez, en la modernidad. Cientos, tal vez miles de artistas, hicieron versiones de sus canciones alrededor de todo el mundo.
Por eso no extraña que Natalia se haya sentido cautivada por las canciones de aquel hombre, que estuvo casado con María Félix, que tocaba en los cabarets y en las casas de citas de la ciudad, que cantaba con una voz poco agraciada pero desde el centro de un sentimiento casi siempre desgarrador.
—Fue toda una travesía, la verdad. Un reto —dice Natalia, años después—. Soy sincera: yo me aventé a grabar ese disco sin saber muy bien lo que significaba Agustín Lara. No era muy consciente de lo difícil que iba a resultar, ni de lo hermoso tampoco. No sabía en lo que me estaba metiendo. Cantar sus canciones me exigió muchísimo, tuve que poner todo mi esfuerzo en ello. Me obligó a cambiar toda mi manera de cantar, todos mis motivos. Y no hablo de técnica, sino de emoción. Pasa algo con las canciones de Lara: exigen conectarte con ellas, con todo lo que te raspa. No puedes cantarlas de dientes para afuera, tiene que brotar desde bien adentro. Y tienes que buscar en lo profundo, desnudarte.
Se trataba no sólo de cantarlas sino de intentar renovar esas canciones, tanto en arreglos como en significado; sólo así, pensaba Natalia, Lara podría conectarse de nuevo con las nuevas generaciones. Pero algo sucedió en ese proceso, en los problemas de conseguir los derechos, las colaboraciones y la emoción necesaria; de pronto, Natalia descubrió algo nuevo, algo que había hecho falta durante toda su carrera. Su voz ganó algo, un mejor color, un sentido más íntimo y verdadero. Tal vez entendió que la vida es demasiado corta para hacer música intrascendente; o que la vida es demasiado bella para no doler, aunque sea un poco.
Por eso, mientras grababa Mujer divina, Natalia sintió el impulso de grabar otro disco con canciones propias, un disco que naciera de allí, de la profunda sinceridad que le enseñaron las canciones de Lara; alcanzar la fuerza y la fragilidad que sólo otorga la desnudez, la transparencia. Esa fue la semilla de Hasta la raíz.
—Dices que es la primera vez que escarbas en tus sentimientos, ¿por qué no lo habías hecho antes?
—No lo sé, en verdad no lo sé —responde después de un breve silencio—. Tal vez tenga que ver con el tiempo que llevo haciendo esto, pero no podría asegurarlo. Se acumularon muchas cosas que me hicieron conectarme con algo distinto. Además del disco de Lara, tuve un acercamiento con Alondra de la Parra y luego me invitaron a un homenaje a Chavela Vargas. ¡Chavela Vargas! Yo nunca me había dado la oportunidad de escuchar con atención las canciones de Chavela, no había tenido el chance de decir “¡qué mujer!”. Fue intenso tener de referencia a Chavela, encontrar algo así en mi propia música, fue muy potente. De pronto dejé de ser la cantante de rock-pop, de alternativo, qué sé yo. Me libre de todas esas pretensiones.
El cambio, el crecimiento, es innegable. Hasta la raíz es un acontecimiento dentro de la trayectoria musical de Lafourcade. La música, plagada de arreglos de cuerdas y progresiones dramáticas, es grandilocuente pero mantiene una sana distancia del melodrama propio de los discos pop.
Natalia apuesta, además, por retratar sus sentimientos enmarcándolos en la identidad del lugar donde nacieron: cada tema es un guiño sutil a un ritmo mexicano o latinoamericano, sin jamás caer en la obviedad del folklorismo.
Pero es la voz, la suya, lo que más sorprende. Un torrente que, aunque conserva su timbre agudo, ha ganado en profundidad y en expresividad. En cada tema Natalia canta con potencia, pero sin exagerar; ese extraño equilibrio, esa contención, logra atrapar al escucha y arrastrarlo hacia lugares poco frecuentados.
También sus letras han ganado en consistencia. “Llévame hasta donde quieras / que yo tengo tanta historia / que soltar como palomas”, canta en Vámonos negrito, una canción con tintes caribeños, uno de los pocos temas felices del álbum. Y aunque conserva cierta inocencia, la cursilería que en otros discos presumía, ahora aparece sólo de una manera turbia, apenas delineada, rodeada de una tensión misteriosa: “Respiro hondo, respiro profundo / de un clavado al agua me limpio los restos / que mi piel recuerda de ti / que mi piel recuerda de ti”.
¿Qué implica ir hasta la raíz?
El padre de Natalia es un clarinetista, exiliado de la dictadura chilena, refugiado en México que, durante años, intentó interesar a su hija de la realidad política del mundo, sin mucho éxito. Natalia, sólo enfocada en su incipiente carrera artística, vivía alejada de aquellas ideas de utopías y cambios. Fue hasta el año 2012, con la explosión del movimiento #YoSoy132 –en donde Natalia estuvo involucrada por medio de la Brigada Artística—, que comenzó a participar en todo tipo de movimientos y organizaciones civiles.
A mediados de marzo de este año, en la conferencia de prensa de la presentación de su nuevo álbum, se le preguntó a Natalia qué opinaba de la actualidad política del país, luego de que 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa fueran desaparecidos por fuerzas oficiales en Guerrero. Se le preguntó qué sentía, cuál era su papel. “La raíz de México está enferma y necesita de todos para sanarse”, dijo. “Me entristece, me frustra, me hace sentir impotencia el momento que atraviesa México. En este país existe una enfermedad, parece que nunca es suficiente para cierta gente el poder, el estatus social o la riqueza que alcanzan”.
Componer un disco doloroso en estos tiempos, aunque sea a nivel emocional, implica para Natalia también una actitud política. “El mayor mal que sufrimos los mexicanos es querer siempre ser otros, ser otra cosa; nos cuesta mucho trabajo querernos tal como somos. De ahí viene, me parece, toda la enfermedad”.
—Este disco lo hice en muchos lugares, mientras viajaba. Muchas canciones nacieron en Veracruz o en Los Cabos. Significó conectarme con este país, con nuestros sonidos. Pero también con Latinoamérica. Estuve en Colombia, estuve en Argentina. Y estuve en Chile. Fui con mi papá. Esa experiencia me marcó muchísimo, porque yo tengo dos hermanas allá, a quienes no conocía. Es importante tejer tu historia, conocer tu árbol, saber de dónde vienes. Recuperar lo que, de alguna forma, te han arrebatado. Es impresionante la cantidad de sentimientos que se desencadenan a partir de eso. Una experiencia así, necesariamente, te reafirma como persona. Creces, sanas. Este disco, al menos a nivel personal, es un disco sanador.
—¿Algún día tú quisiste ser otra persona?
—Sí, por supuesto. Ahora ya no. Ahora digo: “Ya, esto soy yo, y ya. Y está bien”. Pero en algún otro momento sí me decía “me encantaría verme así, que mi música sonara como esta otra, ser de esta manera”. Y no, eso no nos dará nunca tranquilidad. Esa reflexión fue muy dura. Tuve que buscar qué había en mí de genuino, quién era yo; yo no soy Agustín Lara. Cuando empecé a cantar quería ser como Whitney Houston o como Mariah Carey. Luego quería ser como Shakira. Luego quería ser muy Billie Holiday. Te puedo dar una lista interminable de nombres, personajes. Ahora ya no pretendo ser nadie. Quiero ser yo, nadie más. Todos los días, cada que me levanto, me miro en el espejo y digo: “Ésta soy”. Nada más. Y, mira, no pasa nada.