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Hotel Cantabria,<br> oasis de amor
Foto: Freepik
México

Hotel Cantabria,
oasis de amor

Publicado el 14 de febrero 2024
  • México

Alguna razón tendrá Daniel Hernández, un cuarentón con esposa e hijas, para haber dejado el paraíso y llegar a este lugar. Chalco no puede compararse con Cabo San Lucas, así que seguramente es el giro del negocio lo que lo cautivó.

Daniel es el gerente, jefe y alma creativa del Hotel Cantabria, un sitio en el que los huéspedes que buscan aliviar su pasión encuentran habitaciones limpias y dignas, adornadas con pétalos de rosas sobre la cama y figuras de animales armadas con las toallas. No todo es miel y cursilería. Los más intensos deseos carnales han encontrado aquí un refugio. Nada que ver con el entorno hosco y violento de ejecutados y plagiados que rodea a los 40 cuartos del Cantabria, un lugar donde siempre hay una habitación para el amor.


Frescos, húmedos, recién arrancados de su cáliz, cientos de pétalos rojos descansan sobre la cama del cuarto 102. La camarera los ha posado con armonía sobre el edredón perfumado, en una suerte de tapiz cuyo contorno son dos blancas toallas enrolladas que forman el símbolo universal del amor: un corazón.

Y como en un estallido, como si ese corazón salpicara éxtasis, en el resto de la king size se esparcen por aquí y allá más pétalos blancos y anaranjados, en desorden, extraviados entre dos cisnes, también de toallas, que acercan tiernamente sus cabecitas de tela.

Los huéspedes del Hotel Cantabria tendrán que desbaratar el corazón para que las toallas los sequen tras darse una ducha que recobrará sus cuerpos extenuados. Y cuando la pareja baje de la cama, sus pies pisarán alfombras de aún más pétalos de rosas que los guiarán al baño, a la enorme pantalla que transmite las fricciones acuosas del canal Juicy TV o bien al jacuzzi, que en una sus paredes sostiene dos copas junto a un sobre de baño de burbujas y una botella de vino tinto Musu Merlot 2012, en cuya etiqueta dos pájaros rozan sus picos.

La ventana de este cuarto de lujo acondicionado para el mes del amor es opaca para evitar que se cuele cualquier indicio del exterior. Pero cuando los amantes cierren la cortina para devorarse en penumbras, sus rostros quedarán en dirección a un descampado que se abre en plena calle, metros adelante. A las 6 am del domingo 5 de enero, hace sólo unos días, las parejas que se trenzaban en jadeos oyeron tiros y más tiros. Diez, en total, provenientes de la colonia vecina Marco Antonio Sosa.

Las patrullas municipales y estatales surcaron la avenida 2 de Marzo y se detuvieron frente al internado infantil Villa de las Niñas. Los agentes policiales bajaron y caminaron entre la maleza hasta descubrir cuatro hombres tirados. Estaban muertos, rodeados de casquillos 9 y 38 mm.

Cuando el agente del ministerio público Ismael Rodríguez ordenó levantar los cadáveres y llevarlos al servicio forense, unas cuadras al oriente, las parejas que ocupaban los 40 cuartos mezclaban sus humedades por última vez ese domingo, minutos antes de ir vaciando el Hotel Cantabria bajo la estridencia de las sirenas policiales.

Así transcurre el amor en Chalco.


Oasis de amor en un “entorno complicado”

Con el rocío de la mañana, la Hacienda San Isidro desprendía el olor rústico de la hierba húmeda. Si acaso, y por el calor del mediodía, el ambiente se enturbiaba con el estiércol de las vacas que desde aquí, en el centro de Chalco, escurrían con su leche todo el Valle de México.

Pero ya eso quedó atrás. Con la explosión demográfica Chalco se llenó de unidades de interés social, enclaves humanos con techos de láminas y sin drenaje, y a la calle San Isidro hoy sólo la asaltan los vahos de aguas negras que taladran la nariz y revuelven el estómago.

De los antiguos sembradíos precolombinos que se extendían hasta el volcán Iztaccíhuatl aún quedan húmedas parcelas vírgenes, pero lo que en 2014 surge de ellas son montañas de cascajo, bolsas repletas de inmundicias que mordisquean perros callejeros, cientos de botellas de plástico, pañales Absorsec, llantas, botes de Boing. Aquí, dentro de estos terrenos con bardas llenas de escudos del PRI, sólo son felices los negros zanates que alzan el vuelo con el buche lleno de manjares descompuestos. Entre matorrales secos y empanizados por las partículas contaminantes que descarga la avenida Arturo Montiel, se alcanza a ver, como un tímido llamado a la salvación, un cartel que anuncia “Cantabria Motel – Corona Extra”.

Pasos adelante, el terreno baldío se pavimenta hasta volverse gasolinera. De mallas amarillas que estrangulan sus curvas, tres edecanes de Bardahl bambolean sus caderas dando vueltas alrededor de un gigante bote de aceite inflable Top Oil. Sonríen al ritmo de una salsa romántica que dice “puedo besar tus cabellos si quiero / tú puedes guardar mis secretos”. Su alegría es plástica pero efectiva, como para que por un instante los clientes olviden que esto es Chalco.

Y entonces sí, quien alce la cabeza verá el cartel plateado, como un resplandor en el desierto, que anuncia a este motel: “Hotel Cantabria, seguridad y confianza. Jacuzzi: 400. Sencilla: 250”.

Daniel Hernández, un hombrón de unos 45 años, sale al paso con su mirada de águila y cuerpo de gladiador, cómo sólo podía ser quien persiguiera la siguiente hazaña: “Que este hotel sea un oasis en un entorno complicado”, explica.

En dos horas repetirá la palabra “complicado” 10 veces para referirse a Chalco. Hablará de bandas de secuestradores, asesinados, asaltos, violencia callejera. Pero a él, sereno, le choca la estridencia. Simplemente, “Chalco es complicado”.


Foto: Graciela López Herrera | Cuartoscuro.com

Cuando el cliente, un chavo de unos 25 años acompañado de una joven, pagó los 250 pesos del cuarto, en el bolsillo de su camisola se inclinaba un desarmador. Pero en Chalco, un municipio de 300 mil habitantes con un puñado de profesionistas y un ejército de chambeadores sin título, nadie se asusta de que a un hotel entren electricistas, plomeros, mecánicos con herramienta. Y en el cuarto ningún ruido preocupó.

Horas más tarde el joven y su pareja bajaron, arrancaron su auto y partieron.

No pasó mucho para que él, ya solo, regresara.
–Olvidé mi cartera –avisó en la recepción.

El gerente preguntó a las camareras si durante la limpieza habían encontrado una cartera. “Nada”, le respondieron.

–La dejé ahí –insistió el cliente, que subió el tono de voz. “Hemos encontrado computadoras, dinero, maletas, y todo se resguarda y devuelve –repuso Daniel–. Pase al cuarto y revise en calma”. El huésped accedió: hurgó bajo la cama, se trepó al armario, abrió los cajones, revolvió las sábanas. Inútil.

Exigió de nuevo su cartera; el gerente le soltó un argumento duro:

“Carecemos de control sobre las personas que rentan los cuartos. ¿Cómo sabemos que la cartera no se la llevó su compañía?”

El huésped, con el gesto tieso, guardó silencio. Y aunque volvió a irse del hotel, al rato estaba de vuelta. Dentro de su auto, esta vez había tres sujetos más.

Alejandro, encargado de mantenimiento del hotel, arreglaba esa tarde de hace un año las plantas ornamentales de la fachada. No pudo reaccionar. Los hombres bajaron y a la fuerza metieron en el auto al hombre de 40 años.

A lo lejos, el gerente oyó el forcejeo y divisó el auto donde Alejandro desaparecía. Regresó corriendo a su oficina y marcó a Seguridad Pública de Chalco. De inmediato, las patrullas recorrieron la colonia La Conchita buscando señales, pero no hallaron nada.

Daniel se empezó a angustiar: “Imposible que se tratara de un cliente buscando venganza; era un delincuente”, asegura.

Entrada la noche un auto frenó en una milpa cercana al centro de la cabecera municipal. “Córrele y no voltees”, le ordenaron a Alejandro, que se escabulló a prisa por el plantío. En su huida, un disparo al aire lo estremeció.

A una hora de su desaparición, entró caminando en shock al hotel. “Su cara era de espanto –dice Daniel–, pero nos pidió no preguntarle nada de lo que ocurrió dentro del coche. Hasta el día de hoy no sabemos qué pasó ahí”. Si hubo golpes, amenazas, ofensas, nadie, salvo el jefe de mantenimiento, sabe.

Hoy, cuando Alejandro poda, pinta, barre en el hotel, lo obstruye una manía obsesiva: cierra las tijeras, mueve la brocha y pasa la escoba haciendo pausas intermitentes. Su cabeza hace un lento paneo, como un faro en el mar, y sólo prosigue su labor si confirma que hay orden sobre la avenida Libertad. Y así, una y otra vez del inicio al fin de la jornada. “Chalco es complicado”, explica Daniel.


El Rabbit Pearl

Decidió dejar el paraíso para mudarse al infierno. Hace sólo cuatro años, Daniel administraba la empresa Albercas y Servicios Integrales, con la que servía a las hermosas residencias de Cabo San Lucas.

A la orilla del mar, junto a su familia, gozaba la vida apacible de Baja California Sur, el estado más pacífico del país. Pero recibió una llamada desde la Ciudad de México. La empresa Hoteles Kinky rogaba auxilio porque un motel en Chalco era un caos. Daniel meditó la oferta, la aceptó y se despidió de su esposa y sus dos hijas para volar a la Ciudad de México e instalar un departamento propio dentro del Hotel Cantabria, el epicentro de su revolución.

De inmediato puso orden financiero, mano dura administrativa y creatividad amatoria con una misión suprema: persuadir a la clientela de que Chalco podía ser un nidito para el amor y, claro, para el sexo crudo. El operativo exprés incluyó llenar ciertos cuartos de peluches, tapizar las paredes de post-it de colores con frases como “eres mi sueño”, “te amo con locura” o “eres la flor más bella”; adiestrar a las camareras en el origami de toallas para que crearan changos, elefantes, cisnes, patos, corazones; llenar las habitaciones de globos; y forzar a María, ama de llaves, a idear tapices de flores.

Pero como cursilería mata lascivia, empujó deseos prohibidos. Sin carne, amor no es amor.

Foto: Rubén Espinosa | Cuartoscuro.com

Bajo un enorme espejo redondo donde los amantes observan con descaro sus acrobacias, cada cuarto guarda el tríptico “plaza del amor”. Una enfermera, una colegiala, una encorsetada y una Superwoman, desde sus fotografías voluptuosas inducen a los huéspedes a usar lubricantes de piña colada, sandía, coco y canela; dildos que van de 10 a 18 centímetros; un rabbit pearl con estimulante clitoriano y ocho velocidades multiorgásmicas; un set de lujo fetish con esposas, antifaces y un látigo de cuero genuino con el que “tu amante obedecerá tus deseos”.

Y así, montones de productos: pomadas retardantes, cremas de espliego y cardo santo para reafirmar los senos, píldoras para estimular el apetito sexual elaboradas con “exóticas raíces orientales” (“no excedas dos píldoras al día”) como la epidium meyenii, la panax ginseng y la “perdición de las doncellas”, la artemisia abrotanum.

¿No te basta con todo esto para ser un/una bestia erótica? Pues ahí te va, abajo del folleto, una cita muy académica de la maestra de la Universidad de Indiana Debra Herbenick: “Un estudio con 3,800 mujeres entre los 18 y 60 años reveló que los juguetes mejoran la función sexual y promueven comportamientos saludables”.

A través del biombo –un cilindro móvil de metal– los clientes no sólo reciben aceite Menen, jabón Zest, shampoo Pantene o condones Sico. “También los juguetes que piden las damas”. ¿Damas? “Sólo damas –aclara Daniel–, el hombre se cohíbe”.

Pero ahora mira lo que yace en un rincón: un mueble abrasador y mullido enigmáticamente simple. El sillón tantra. Diseñado con un par de curvas, te hará fácil todo lo que se te complicaba en la cama y te volvía torpe e ignorante frente a tu pareja. Ahora sí, practica La Amazona, El Oráculo, La Yegua, El Deleite, La Adivina, El Beso de la Mariposa, El Camino del Cielo, El Beso Negro. ¿Nada te suena? Levanta la cabeza: en un muro cuelga un gráfico con varias escuetas imágenes, de ejecución simple como apretar un botón, para que ambos alcancen las estrellas.

Ajusten sus cinturones: inicia la cuenta regresiva.


“Problemáticos, los heterosexuales”

El Hotel Cantabria se ha ido titulando con casos ejemplares. Una pareja de novios llegó una madrugada de octubre pasado a disfrutar su noche de bodas en un cuarto, y rentó varios más para sus invitados.

Daniel, enterado de que no hallaron mejor lugar en el mundo que el Hotel Cantabria para vivir el gran día, les envió como cortesía una botella de vino blanco espumoso. A la mañana siguiente, los novios partieron en un Stratus blanco cubierto de moños, guirnaldas y repleto de regalos entre los vítores de sus amigos, que los escoltaron en el pasillo donde se encadenan las cocheras.

El Hotel Cantabria registra a una mujer de unos 40 años y un hombre de 25 que llegan en un Mustang amarillo y se meten a un cuarto todos y cada uno de los días del año (“son un misterio: les sería más barato rentar un departamento amueblado”, opina Daniel), reconciliaciones de divorciados, orgías civilizadas de hasta cuatro (“los swingers son respetuosos, dan propinas y tienen algo en común con la comunidad gay –añade–: no les gusta el escándalo”).

“Problemáticos, los heterosexuales”, precisa el gerente. Y entonces el catálogo de infracciones es amplio: novios que se niegan a abandonar las instalaciones tras el check out, borrachos que exigen pasar en grupo a los cuartos pero en un número mayor de hombres que mujeres (el reglamento lo impide para evitar agresiones), novios que irrumpen con los estéreos de sus coches expulsando percusiones gruperas tipo Los Titanes de Durango y, desde luego, lo peor: parejas que se muelen a gritos, o a palos.

Violencia doméstica en hotel de paso.

Hace cerca de un año, los dos empleados que transitan el patio para recibir a los clientes oyeron a mediodía una serie de golpes secos e intempestivos. Aguardaron un par de minutos (más valía ser prudentes pues el Hotel Cantabria tolera el bondage), pero los trancazos se repitieron: y ahora los seguían lamentos y gritos de auxilio de una mujer.

Patio comunicó a Recepción “alguien está siendo golpeado en el cuarto tal”. Recepción replicó el mensaje a Gerencia, y ésta, ya en medio de un griterío furioso, se dijo “hay que salvaguardar a los huéspedes” y tomó el teléfono: “¿Podemos ayudar en algo?”, preguntó Daniel tan diplomático como pudo.

“Aquí no hay ningún problema”, replicó un joven y colgó. El griterío persistió. Tras el fracaso de una nueva llamada para concitar la paz (“se oían gritos del caballero a la dama y viceversa, pero no podíamos entrar sin consentimiento de la autoridad”), Daniel llamó a la Policía Municipal. En minutos, los agentes estaban abriendo el cuarto.

Al borde de la cama, una joven de 22 años, quizá golpeada por su acompañante, ocultaba la cabeza entre sus manos. Humillada, lloraba. Rechazó levantar una denuncia y negó haber sido agredida. Daniel le ofreció un taxi para regresar a casa. No quiso. Desencajada, abordó el Jetta de su verdugo.

“Después de todo lo que pasó en el cuarto –se sorprende Daniel–, la dama y el caballero se retiraron juntos. Como si nada”.


La palabra mágica

A María de los Ángeles, el ama de llaves, Chalco la curte a fuerza de heridas. Hace unos meses salió del Hotel Cantabria y abordó un microbús al atardecer para volver a su casa de Tlalmanalco. De pronto, cuatro hombres armados subieron a insultar, repartir cachazos, vaciar bolsas, arrebatar carteras y celulares. “Hijos de su pinche madre”, gritaban forzando como monstruos la garganta.

Pero a María nada, ni recibir con el cargador de un arma un golpe en el cráneo que le causó una hemorragia, ni que los pasajeros pobres quedaran más pobres, ni que una anciana fuera pateada, ni escuchar dos detonaciones, la horrorizó tanto como lo que vio en el asiento de atrás: “Había una muchacha con un bebé de meses. Cuando los hombres se le acercaron y ella les dijo ‘No traigo nada’, uno le contestó: ‘Vamos a ver si no traes nada’ y apoyó la pistola en el bebé”, narra con la boca temblando. Los delincuentes no jalaron del gatillo, pero la imagen del pequeño amenazado la acecha cada día, como una tortura lenta. “Nadie se acostumbra a Chalco –dice María– porque nadie se acostumbra al miedo”.

Y la racha siguió: las camareras a su cargo, Ana, Rocío y Angélica, se encontraron hace unos meses en el centro del municipio para caminar juntas hasta el hotel Cantabria y cumplir el turno de noche. Pero un hombre las interceptó, les frotó el arma por las costillas y les arrancó monederos, celulares y los tupperware con su cena.

Cuando la violencia exterior de Chalco apabulló al personal y el desacato de los huéspedes por las reglas dejó de ser inusual, María se dijo: “Las emergencias traicionan los nervios. Si algo pasa, mis camaristas deben estar en calma. ¿Cómo voy a actuar? ”. Por años, la ama de llaves ha optado por la paz. “A los clientes prepotentes y groseros les hablo dándoles la razón: ‘Tiene razón, disculpe, fue nuestro error, ¿se le ofrece alguna cortesía?’ El cliente de inmediato se calma”.

Pero, como ella dice, “en este hotel han pasado cosas”.

Por eso, su labor dejó de ser, estrictamente, que las habitaciones estén limpias, ordenadas y abastecidas, e ideó una estrategia de seguridad: se ocupó de que cada camarista cargara un radio Motorola de dos vías y 13 canales, y luego pensó una palabra clave que no inquietara a los huéspedes rebeldes.

Eligió “comedor”, y reunió a sus chicas para darles una orden simple: “Si algo extraño pasa en una habitación encienden su radio, dicen ‘comedor’, cierran con llave y nos vemos en el punto de reunión. Nadie sale de esa habitación hasta recibir nueva orden”.

Hasta ahora, la técnica de María es infalible. ¿Algún problemita? Comedor.


Foto: Rubén Espinosa | Cuartoscuro.com

¿Un Baileys?

Sin pretenderlo, se ha vuelto un maestro de las relaciones públicas. Saúl Morales, el chavo de 23 años que a través de la ventanita que se abre en la cortina de la cochera recibe el dinero, entrega vouchers, pizzas, hamburguesas, fusillis, botellas de Don Julio o Jimador, pingüinos o Caribe Cooler, ha desarrollado tal suavidad en el trato, tal carisma en esos segundos de interacción, que los clientes lo identifican, lo saludan cariñosos y más: “Me ha pasado que voy a dejarles algo y clientes con la puerta abierta me dicen ‘pásale’. Sería normal vestidos, pero a veces están desnudos. Algunos me piden ‘pásate a tomar algo, ¿una cervecita?’, ‘quédate a platicar’, o ‘déjame servirte un Baileys’ y me entregan un vasito. Pero bueno, yo estoy en horas de trabajo”, se justifica, cuidadoso de que nadie piense que en un arranque de pasión podría inmiscuirse en un ménage à trois.

De pronto, Daniel, su jefe, interrumpe para mostrar el paisaje desde su ventana: se alcanza a ver el logotipo del supermercado Soriana y el estacionamiento de la plaza comercial. “Estaba trabajando cuando escuché detonaciones. Al rato se montó un operativo y estaban volando arriba nuestro varios helicópteros”.

En julio de 2011, una banda de secuestradores que cobraría un rescate fue interceptada por agentes de la PGR, el ejército y las policías estatal y municipal. Dos delincuentes quisieron escapar en una camioneta Lobo. “El conductor de la unidad se echó de reversa por más de 500 metros sobre la avenida Arturo Montiel, pero fue acorralada por varias patrullas municipales; los dos ocupantes fueron asegurados”, narró al día siguiente el diario local El Escarlata.

El tiroteo afuera de la plaza, entre pobladores que huían aterrorizados, dejó tres criminales muertos y dos policías heridos. Sobre el piso, entre las manchas de sangre, se esparcían 50 cartuchos percutidos.

El operativo en la zona, con ambulancias, patrullas y helicópteros, vació el hotel.

“Lucho por ofrecer la mejor habitación y la mejor experiencia, pero cada vez que hay violencia esto se cae: la gente no sale, a las 7:30 Chalco es un desierto”, lamenta Daniel apartándose de la ventana, hace un silencio y agrega otra vez: “Chalco es complicado”.

Salimos al patio, donde se enlazan las 40 cocheras de las habitaciones, y caminamos junto a una fuente con un flamingo de metal. De pronto, un auto amarillo abandona el hotel. “Mira –exclama el gerente–, ahí van los del Mustang, los clientes que vienen todos los días del año”.

Sí, todos los días del año. Aunque “Chalco es complicado”, como dice Daniel, siempre hay una habitación para el amor.

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Por Aníbal Santiago

Este texto fue publicado originalmente el 10 de febrero de 2014. Hoy lo reproducimos a propósito del Día de San Valentín.


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