Más de 100 mil migrantes de origen haitiano viven en México. La violencia armada de su país les empuja hacia Estados Unidos, pero México los retiene con trámites enredosos o con operativos de la Guardia Nacional.
Cuando llegan a la capital, la hostilidad chilanga los orilla a las periferias, en donde la vida se limita a pocas cosas: esperar en las banquetas, buscar hospedaje y conseguir trabajo como cocinera en alguna fonda, o cargando fardos de ropa en los tianguis de paca.
Pero estar aquí también significa un respiro. Entre sonideros, compa-direk, mototaxis, cascarita y sous pouh, así se vive Haití en Tláhuac e Iztapalapa, Ciudad de México.
El mototaxi acelera a 50 kilómetros por hora. El motor ruge luego de caer en un bache. En la colonia Arboledas, alcaldía Tláhuac, las calles son estrechas y empinadas y los pasajeros, Dukenson Aimena, Louidor Theodor y yo, nos aferramos a la calandria que se zangolotea salvajemente mientras esquiva al enjambre de jóvenes motociclistas que nos rebasan.
Dukenson mira el paisaje tras el plástico verde que recubre la carrocería. A cuatro meses de vivir por estos rumbos, aún le sorprende la forma en que las casas se amontonan entre sí, rompiendo el sentido y creando una armonía propia. Le recuerdan a su infancia en Haití, cuando los niños todavía salían a jugar y se iban solos a la escuela. El bullicio, las risas, la música que vibra desde las bocinas de los puestos callejeros y los autos, todo le recuerda a la alegría de Puerto Principe, su ciudad natal.
–Los caribeños somos así –dice regresando al presente–. Yo no quiero ver las fotos y videos que me mandan de Haití; quisiera quedarme con los recuerdos que tengo.
El cerro rojo de San Lorenzo Tezonco se desgaja en la lejanía. El mototaxi ruge de nuevo y, por un momento, Tláhuac también es Haití.
Una cascarita en Cananea
Cada domingo, mexicanos y haitianos echan una cascarita en las canchas de futbol de este parque, en la colonia Cananea. Nubes de polvo se levantan cuando los jugadores disputan el balón en estas canchas de grava. Algunas ligas locales, como el equipo Atlántico, han contratado a jugadores haitianos.
La gente se reúne a ver los partidos sentados en las orillas de la cancha, bebiendo micheladas. Algunos se trepan a la barda con rejas rotas que circunda el lugar y desde ahí presencian todo. Un grupo de cinco haitianos se sienta bajo la sombra de un gran pino. Aunque hoy no les toca jugar, vienen a ver el partido uniformados.
Estas canchas tienen fama de bravas. Nunca faltan los madrazos o alguna batalla campal ocasional entre el público a veces provocada por el resultado final de un partido. Un barbero de esta colonia me cuenta que, cuando él jugaba aquí, a principios del 2000, le sacaron el cuete: “no se quiera creer muy gallo”, le dijeron nada más por jugar chido.
Pero hoy el ambiente es relajado. Un chilangote flaco y de voz ronca intenta sacarme unos pesos por dejarnos fotografiarlo con sus amigos haitianos. Más que intimidación, parece que lo dice en broma. Se repliegan juntos en la barda mientras transcurre el primer tiempo, el viento nos arroja el polvo a la cara y nos hace entrecerrar los ojos.
A unos metros de aquí, un sendero de tierra divide la cancha del parque de juegos. Ahí está David, quien le enseña a su hermano de seis años a andar en bicicleta. Tiene 13 años y una playera roja con la bandera de Estados Unidos. Su nombre lo pronuncia con acento gringo: Deivid. Aunque sus padres son haitianos, la familia vivió varios años en Brasil, así que él habla bien creole y portugués. Cinco meses de jugar en este parque le bastaron para aprender español.





Le pregunto cómo lo han tratado los mexicanos.
–Algunos muy bueno, otros no muy bueno –dice–. Pero más-más, bueno.
Las burlas, me cuenta, han venido en todo caso de sus paisanos porque, al crecer en Brasil y no en Haití, no comparte muchos gustos y costumbres.
La relación entre vecinos mexicanos y población haitiana está llena de tensión, incluso en estas colonias de la periferia. Este, sin embargo, es uno de los pocos espacios en donde la nacionalidad, el idioma o el color de piel importan poco. Lo que importa es el juego. A veces incluso se organiza una reta que ya suena a clásico: Haití contra México.
En la cancha, un par de haitianos hacen un gol de película. Minutos después, un mexicano chaparro hace una chilena de infarto. La gente enloquece a gritos y chiflidos. Los gañotes se refrescan con espuma de caguama.
Por supuesto, nunca faltan los insultos, la provocación. Pero el deporte permite que todo se resuelva en la cancha. Antes a los haitianos les decían “los negritos”, hoy el mote se ha ido erosionando conforme los nombres se vuelven familiares: “Ahí viene Emerson, ahí viene Ortega”, dicen mientras el balón cambia de pies.
en 2023 más de 44 mil personas haitianas solicitaron asilo en México. desde hace años, la tendencia va en aumento.
Se estima que en México habitan ya unos 110 mil migrantes haitianos; al menos 45 mil en Ciudad de México. La gran mayoría está aquí sólo de paso.
Es común verlos matar el tiempo en las esquinas mientras esperan que el CBP One, una aplicación en línea de la Protección de Fronteras y Aduanas de EUA, les otorgue su cita con los jueces migratorios.
Mientras esperan los trámites que les permitan continuar su camino hacia Estados Unidos, intentan habituarse a los barrios mexicanos: a la extrañeza que genera su presencia y a los gestos de racismo que asoman tarde o temprano. También a la relativa tranquilidad que les permite disfrutar de parques y servicios públicos, a los tianguis callejeros de ropa de paca, a los bailes que se improvisan en cualquier plaza disponible.
Su momento más feliz en México
Dukenson tiene 29 años. Unos enormes audífonos de diadema, que parecen incorporados a su cara, le otorgan un aire de hacker. Es delgado, alto, de piel negra y usa una sudadera amarilla que hace juego con su apodo de vaquero.
–¡Wooooody! –lo saluda un vecino haitiano desde el otro lado de la acera.
Así lo conocen en la colonia Arboledas.
—Yo ingresé a México legalmente como turista chileno –dice Woody–. No es el caso de mis compatriotas que tienen que hacer una travesía tremenda.
Está sentado en la banqueta afuera de una tienda de abarrotes. Cuenta que tiene el objetivo de ir a Estados Unidos para ejercer su profesión de ingeniero en sistemas. Llegó aquí el pasado 26 de diciembre. A diferencia de muchos de sus paisanos, Woody no llegó huyendo de la crisis de violencia que se vive en Haití, sino por una separación amorosa. Tiene nacionalidad chilena y una hija de 4 años en ese país.
Woody también se distingue por hablar un perfecto español de acento chileno. Ha intentado entrenar el tono local mirando novelas mexicanas como La Rosa de Guadalupe y Teresa, pero conserva el acento sudaca y su origen caribeño todavía lo marca sustituyendo la “r” por “l”, como cuando dice que le gustan las golditas de chicharrón.

Louidor Theodore es su amigo y vecino. Tiene 23 años, el cuerpo ancho y la barba espesa. Es muy alto y, cuando extravía la mirada en algún punto lejano, su rostro luce tierno, como el de un adolescente. Con un español aún torpe y la ayuda de Woody, me cuenta que en Haití estudiaba una licenciatura en informática. Su rutina en México es levantarse por la mañana y salir a buscar trabajo. Procura platicar con cualquiera en el camino nada más para aprender el idioma. No ha tenido suerte: “sin documentos no se puede”, le dicen siempre. Platica con su familia por teléfono en su tiempo libre aunque, según me traduce Woody, su pasatiempo favorito es “ver a las mexicanas relindas, todas arregladas”.
A Loui no le gusta la música mexicana, dice que aún no entiende los ritmos y las letras. Lo suyo es el konpa direk, la música popular haitiana: una mezcla de merengue con guitarra eléctrica y acordeón. Tampoco disfruta mucho las tortillas ni la comida mexicana, que le resulta extremadamente picosa. Suele comer pizza.
—He visto más de siete personas viviendo en un solo cuarto —explica Woody sobre la situación de los migrantes de esta zona—. Y normalmente los dueños cobran mil pesos por persona. Es demasiado, pero muchos no tienen otra opción.
Un arrendatario de la colonia San Lorenzo Tezonco justifica estos precios elevados porque, dice, los migrantes reciben apoyo del gobierno. Se trata de un rumor desmentido hace tiempo: en el presupuesto de gasto público (PPEF) para el ejercicio fiscal 2023 no hay ningún programa de ayuda económica para migrantes. Mucha gente cree lo contrario porque ve largas filas de personas haitianas en las sucursales de Banco Azteca. En realidad, esos son los únicos bancos en los cuales pueden abrir una cuenta con los documentos de identificación que emite el INM para enviar y recibir remesas.
Además, la comunidad haitiana tiene fama de “ruidosa” y “peleonera”. Cualquier casero se la piensa dos veces antes de rentar a personas haitianas por esta razón, me explica el arrendatario, quien prefiere mantenerse anónimo. Aunque reconoce que el idioma influye mucho en esta percepción: en una ocasión él y su esposa corrieron alarmados cuando escucharon gritos y palabras en creole que interpretaron como una rabiosa pelea entre mujeres. Pero al asomarse encontraron a un grupo de muchachas haitianas gritando de emoción: después de una espera de meses, por fin habían recibido su cita del CBP One. Las muchachas, al verlo entrar, comenzaron a bailar con él. Ese fue, le dijeron, su momento más feliz en México.
—Una palabra que los mexicanos utilizan mucho para saludar a los migrantes de Haití es “masisi” —cuenta Woody—. Significa “pelsona gay”. Niños y adultos usan mucho esta palabra para dirigirse a nosotros. Seguramente otros haitianos les enseñaron a decirla. Yo lo veo como un tema de humor.
Pero no todo ha sido tan inocente.
En grupos de Facebook se pueden encontrar varias publicaciones como esta:
Los que rentan cuartos o casas aguas con los haitianos son bien problemáticos no les renten xq después ellos los sacaron de su domicilio aquí donde vivo ay unos qson bien problemáticos y no hay forma como sacarlos pero ya la policía vino a sacarlos a si que aguas con ellos (sic).
También abundan los memes, como aquel que muestra una persona negra en una azotea: “Antes eran perros para cuidar la casa, pero en Tláhuac ya se actualizaron”. O el que dice: “El haitiano ya encontró jale, tiene novia y renta un cuarto, ¿y tú para cuándo?”.
—Hay personas que se aprovechan de que no hablen español y le aumentan más de 200% del precio de las cosas cuando los haitianos aún no entienden el dinero mexicano —asegura Woody.
La calle Heberto Castillo
Uno tras otro, los puestos callejeros cubren los 400 metros de asfalto de la calle Heberto Castillo. Algunos se protegen del sol con carpas de plástico. Otros, sin más, tienden sus puestos de comida con cajas y lonas al filo de la calle. La acera de enfrente permanece ocupada por unas 60 casas de campaña improvisadas con bolsas de plástico y propaganda política.
A unos metros de los comercios está el Hospital General del ISSTE. Ahí la gente espera a sus familiares internados y mata el tiempo entre puestos de tacos y pambazos. Pero basta andar unos pasos para encontrar viene-vienes haitianos, mujeres que ponen trenzas con extensiones de colores brillantes (along, le llaman en creole al peinado). En este cacho de Tláhuac, todos son haitianos. Hay venta de maletas, naranjas peladas, tenis piratas; más allá cortan el cabello en barberías improvisadas con lonas, sillas viejas y espejos rotos.
Quizá los negocios más exitosos en este rincón de Tláhuac son los que ofrecen la comida típica de Haití: el dirí pwa (arroz con frijoles) en sous pouh (una salsa agridulce); también plátano frito, pescado sancochado o hervido y jugo de maracuyá.
—¿Qué les ofreció este mexicano a cambio de ayudarlo? —dice riendo un haitiano cuando me ve caminar con Woody y Loui sobre el campamento de la calle.
Los “rescates”, “aseguramientos” y “reubicaciones” de personas migrantes están enfocados en expulsarles de la capital o empujarlos hacia las periferias.
Los conflictos con los vecinos de la Unidad Villa de los trabajadores, que está justo a un lado del campamento, han dejado huella en la población haitiana. Eso y la manera en que los medios han retratado a la gente que vive aquí.
—Siempre vienen periodistas —dice una mujer luego de que Woody la aborde–. Sólo se aprovechan de la situación. No traen cosas buenas.
La gente se niega a hablar. Les reclaman a Woody y a Loui por la ayuda que me prestan y yo me siento cada vez más pequeño ante la estatura de mis acompañantes. “Yo no haría algo para perjudicarlos –les dice Woody–. Yo también soy haitiano”.
Distraído, Loui conversa con la gente ajeno a los reclamos. No tiene familia en México y es en los campamentos de la Heberto Castillo donde ha encontrado esparcimiento durante los últimos meses.
Una mujer de no más de 25 años acepta contarme algo de su historia. Se llama Lorena y, aunque ahora trabaja como cocinera en una fonda de San Lorenzo Tezonco, no se siente bien recibida.
Lorena viajó con su amigo Emerson, un hombre muy delgado que nos mira platicar. Él tiene 22 años, pero aparenta mucho más. Es maestro de inglés, francés y de cultura general. Junto a él, hay un muchacho silencioso del que no dicen su nombre. Se hicieron amigos en Haití y emprendieron juntos su viaje hacia México. En Nicaragua su amigo enfermó y tuvieron que cargarlo pensando que moriría en cualquier momento. No recibió atención médica ni se encontraron con organizaciones civiles que pudieran ayudarles. En ocasiones, cuando los agentes migratorios los bajaban de los autobuses, tenían que caminar hasta seis horas con su amigo a cuestas.
—En su experiencia en México, ¿han vivido algún momento feliz?
Ríen como si la pregunta fuera una estupidez.
–El único momento feliz es cuando llega la cita para poder dejar esta situación —responde Emerson.
La plática termina con un silencio incómodo. Cerca, un par de mujeres lavan y liman los pies de otras en pequeñas tinas llenas de agua.
El país de la persecución
El de la Heberto Castillo es sólo uno de los varios campamentos migrantes que se han asentado en la CDMX. El más documentado es el de la Plaza Giordano Bruno, en la colonia Juárez, pero existió otro en la Plaza de la Soledad, dentro del barrio de Merced, que fue “reubicado” hace poco tiempo. Y hace unos meses el Instituto Nacional de Migración (INM) y la policía capitalina desalojaron otro más afuera de la Central de Autobuses del Norte.
Cerca de aquí, dentro del Bosque de Tláhuac, el gobierno capitalino había instalado otro albergue para migrantes provenientes de Haití. De marzo a noviembre de 2023, el albergue brindó refugio a más de mil personas a la vez, aun cuando su capacidad máxima era de 180.
Cuando ese campamento se desbordó, cientos de migrantes hicieron de esta calle un hogar temporal. Fue entonces que empezaron los conflictos: vecinos de la Unidad Habitacional Villa de los Trabajadores bloquearon avenidas para denunciar “el olor a orín” y supuestas peleas entre migrantes. La Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) cerró el albergue y acusó que los vecinos les impedían trabajar.
La doctora Andrea Paula Cornejo, especialista en migración y derechos humanos, señala que hay una falta de interés por parte del Estado mexicano en difundir información útil para los migrantes haitianos. Los constantes “aseguramientos”, “rescates” o “reubicaciones” de campamentos de población migrante –eufemismos para no decir “deportaciones” o “desalojos”– parecen enfocados en expulsarlos de la capital o, al menos, empujarlos hacia las periferias.

“Es limpieza social”, dice, y hace énfasis en el idioma: no existen traductores de creole en los hospitales o en las oficinas de migración, por ejemplo. Muchos no saben que tienen derecho a educación y a servicios de salud gratuitos en hospitales públicos, aun sin contar con papeles.
El idioma marca una diferencia enorme. Para poder trabajar o firmar un contrato de arrendamiento y acceder a una vivienda deben regularizar su situación migratoria o contar con una Tarjeta de Visitante por Razones Humanitarias. Pero lograr eso parece imposible por el laberinto de trámites que es necesario recorrer en una lengua que no comprenden.
Detrás de esto está el racismo, insiste la doctora Cornejo. No son pocos los informes que dan cuenta de las políticas de perfilamiento racial llevadas a cabo por los agentes migratorios y otras autoridades policiacas en México: los agentes pueden detenerte, bajarte de un autobús y retirarte tu documentación, a veces con violencia física, insultos y amenazas, sólo por tu color de piel, tu acento o incluso -tal como documentó el Observatorio del Racismo en México y Centroamérica– por tu olor.
Es normal, entonces, que muchos de la gente de Haití que han llegado a Tláhuac u otros puntos de la capital deseen pasar inadvertidos. Irse de aquí lo antes posible.
“Todo el tiempo quiero regresar”
A Woody lo saludan a cada rato en la colonia Arboledas. En los puestos del tianguis y las vinaterías gritan su nombre, chocan sus manos con él. Woody les pregunta cómo va su cita del CBP One. La mayoría debe esperar hasta cinco meses para recibir fecha.
Desde enero de 2023 pedir cita en la plataforma del CBP One es requisito obligatorio para cualquier persona indocumentada que busque asilo en EUA. Otro es tener algún familiar o conocido en ese país que pueda proveer manutención. Obtener una cita significa la posibilidad de vivir legalmente en Estados Unidos. Pero esto puede tardar meses, años y, mientras tanto, no es posible trabajar de manera legal.
—Desde que mataron al presidente Jovenel Moise las bandas controlan todo en Haití —me cuenta Woody mientras caminamos por la calle—. Nadie puede salir.
La situación de Haití ha sido difícil desde que él era niño. Desde muchos antes, en realidad. Cuando el país logró su independencia de Francia en 1804 –fue el primer país de Latinoamérica en abolir la esclavitud– la historia haitiana ha sido convulsa. La dictadura de 29 años de la familia Duvalier, entre 1957 y 1986, marcó el nacimiento de las pandillas: grupos paramilitares que desmantelaban cualquier organización opositora mediante secuestros y tortura. La dictadura se consolidó gracias al apoyo del gobierno estadounidense que instaló cuarteles en la isla, apoderándose del territorio marino y los aeropuertos.
Tras la salida de los Duvalier, ningún gobierno ha durado mucho. Las pandillas nunca dejaron de existir y, a principios de marzo de 2024, el fuego se apoderó de la capital: bancos, edificios gubernamentales, embajadas y hoteles fueron quemados. Un grupo armado liberó a 97% de los reclusos de la cárcel más grande de Puerto Príncipe. El atentado más reciente fue al aeropuerto: el país ha quedado aislado desde entonces.
El único atisbo de un gobierno era encabezado por el ministro Ariel Henry, pero hace unos días dimitió de su cargo desde Puerto Rico. Se dirigía a Kenia en donde solicitaría una intervención militar para desmantelar a las bandas. Ahora el gobierno de Kenia no sabe a quién dirigirse para enviar ayuda.

La familia de Woody sigue todavía en Haití, en ese país colapsado.
–Ayer mi mamá me llamó. Me dijo que, mientras estaba trabajando, un grupo de bandas empezaron a disparar. Tengo a mis padres y dos hermanos en Haití. Uno es ingeniero en mecánica, pero las pandillas le quemaron su taller. Mi hermana es enfermera y trabaja en un mercado porque el hospital en el que trabajaba está controlado por las bandas. Si resuelven ese problema, ¿qué va a pasar después? ¿Quién va a trabajar? Los ingenieros, los enfermeros, todos los profesionistas se fueron del país.
—¿Has querido regresar? —pregunto a Woody mientras cruzamos la calle.
—Siempre. Ese es mi sueño. No quiero que les pase nada a mis padres sin verlos después de tanto tiempo. Quiero darles un abrazo, contarles de mi vida.
Por fin poder divertirse
A pocos metros de la cancha de fut de la colonia Cananea se ubica Pilares El Molino: uno de los centros de educación y cultura que el gobierno capitalino instaló en vario puntos de la ciudad desde 2018. Es jueves por la mañana y la maestra Viridiana Mondragón intenta controlar el ajetreo de tres clases que imparte al mismo tiempo: una para adolescentes, otra para infancias y las clases de español para extranjeros que abrió desde hace año y medio.
—Tengo un grupo que es una familia de Haití —explica sentada en una silla—. Giorgiens es el hermano mayor; Virgina, su hermana. También vienen Yetro y sus primos. Virgina es la más pequeña, tiene 9 años y no sabe sumar ni restar. Yetro ya comprende más el español y logró encontrar un trabajo. Giorgiens tiene una discapacidad en una de sus piernas: no lo contratan. Recientemente llegó Sabdub, de plano no sabe nada de español.
Dar clases de español a haitianos ha sido un reto: sus herramientas son una licenciatura en Letras Hispánicas por la UNAM y un curso de francés. Pero el francés no es lo mismo que el creole, un idioma con su propia historia e identidad surgido de la mezcla entre lenguas de África occidental y el francés.
–Yo siento que en esta colonia los que no hemos querido adaptarnos somos nosotros –dice Viridiana y cuenta que ha escuchado a señoras y taxistas referirse a los migrantes como “pinches negros”.
Pero también está el vendedor de tamales que le suele preguntar palabras para comunicarse con las haitianas que ha contratado como vendedoras, por ejemplo. Además, la mayoría de las personas migrantes que acuden a Pilares han sido llevadas por sus vecinos mexicanos.

A Viridiana le preocupa que su empeño en generar un puente entre ambas poblaciones sea sólo una excepción. En el resto de Pilares no existen herramientas para enseñar idiomas a la población migrante.
Entre sus alumnos está Yvens, un hombre de 30 años que trae a sus sobrinos a clases de solfeo. Casi no habla español, pero domina el inglés. Confiesa que está harto de las noticias que retratan a los haitianos siempre al borde de la miseria extrema. No todos los haitianos atraviesan las mismas circunstancias. Él, por ejemplo, no tiene necesidad de trabajar porque su familia en Estados Unidos le manda dinero.
Tampoco él quiere quedarse en México pero, mientras está aquí, procura disfrutar lo que le ofrece esta colonia a su familia: parques, acceso a internet y una sensación de seguridad que, incluso en Tláhuac, es muy distinta de la que gozaba en Haití. No le preocupa que sus sobrinos no asistan a clases:
–¿Qué es un año sin escuela comparado con, por fin, poder divertirse?
Maletas a la venta
Se llama Lovely. Viste gabardina color crema y grita desde la banqueta de Heberto Castillo: “¡Qué maleta!” “¡Qué maleta!” “¡Véngale a ver!”.
Parece acostumbrada a platicar con extraños. Tiene 31 años, llegó a Ciudad de México hace 6 meses. Vive con su tío y cinco personas haitianas a quienes se refiere como “desconocidos”. Su oficio es el comercio desde los 13, cuando se fue a vivir con su madre a República Dominicana. Además de vender cremas, perfumes, lo que sea, allí también aprendió español. Lo de vender maletas se le ocurrió a un mexicano que cada semana le surte el producto. Ella las vende en $700, $900: según el sapo, la pedrada. Su plan es irse a Estados Unidos.
—¿Por qué no te quedas a vivir en México? Hablas bien español.
—Aquí no me gusta: tú sabes que no hay trabajo para nosotros –responde observando a la gente que pasa–. Nosotros vendemos algunas cosas con nuestros paisanos, pero cuando todos se vayan no vamos a encontrar a quién vender.
No es poca la gente que camina arrastrando maletas. Quienes ya recibieron su cita suelen moverse en grupos para dirigirse a la frontera, pues dicen que la espera es más corta si se registran varios en el CBP One. Los que llegaron solos acostumbran pagar a un grupo grande para registrarse con ellos. Muchos ya se han ido. En la acera de enfrente todavía aguardan unas 60 casas de campaña. Menos de la mitad que hace unos meses.
—¡Dime, mi amol! ¿Cuál quieres? —pregunta a una pareja de mexicanos que se acerca a mirar su puesto.

Lovely tiene un hijo de 13 años en República Dominicana. Se quedaría en México si lograra encontrar un trabajo que le permitiera pagar una vivienda solo para ellos dos. Pero los mexicanos son difíciles: le gritan cosas o buscan pelea. No le gusta salir a caminar por estas calles. Del trabajo, regresa a casa de inmediato. En una ocasión pidió un taxi para llegar aquí: en cuanto terminó de subir su mercancía, el chofer arrancó y la dejó en la calle.
–Aquí no hay trabajo –insiste Lovely–. Hay personas que encontraron: les pagan 200 pesos y aquí hay que pagar hasta para que se lleven la basura.
en EU viven un millón 138 mil personas de ascendencia haitiana. Más de 600 mil son migrantes. En promedio, sólo cuatro de cada 10 haitianos logran adquirir la ciudadanía.
Al lado de Lovely, alguien vende jugo de maracuyá, arroz con pescado frito y naranjas sin cáscara. Loui ya ha comprado una naranja y, mientras el jugo le escurre por la boca, mira pasar a una mujer alta de vestido azul, piernas gruesas y unas rastas que se menean al ritmo de su caminar. Va tras ella sin dudarlo, como persiguiendo un frisbee. Tan solo unos minutos después, Loui ya la abraza de las piernas, él sentado en la banqueta y ella de pie. Se coquetean con la mirada y luego se pierden juntos entre el tumulto.
Regresé a buscar a Lovely a principios de abril. Una mujer que vendía pedazos de pollo y cerdo en sous pouh me dijo que por fin salió su cita del CBP One y emprendió el viaje hacia la frontera con su tío. Ese día había unas 50 personas comerciando en la banqueta, mucho menos que unas semanas antes. Poco a poco el “pequeño Haití” de Tláhuac se va despidiendo de sus habitantes.
Malas noticias
A finales de marzo Woody y Loui recibieron una mala noticia: su cita del CBP One se borró del sistema. Es la cuarta vez que les pasa.
Es viernes por la tarde. Woody viste un short azul y una camisa de algodón del mismo color. Loui se quedó en su casa a ver un partido de futbol. Ahora viven juntos: encontraron un departamento barato, a 3 mil pesos por mes.
Me cuenta que sus ahorros se están acabando. Quiere volver a Chile a finales de abril. Allí pedirá su Visa y trabajará algunos años para ahorrar e irse a Estados Unidos, cerca de sus hermanas, tías y primos que viven en Florida desde hace 20 años.
–Hoy acompañé a un amigo a comprar su boleto de avión para Ciudad Juárez. Ya le dieron cita y no tiene ni cuatro días aquí. Yo ya me aburrí de estar todo el día acostado sin trabajar, sin hacer nada.
Woody ha intentado descifrar la aplicación del CBP One, hackearla en su computadora, hacer algo para que la cita salga rápido, lo que sea. Es muy hábil con las matemáticas y los aparatos electrónicos: ha instalado circuitos complejos en industrias. Su especialidad es la programación. Su carrera la estudió en la Universidad Tecnológica de Chile. Recuerda que fue difícil enfrentarse al racismo en la universidad, al menosprecio de algunos maestros y alumnos.
–Yo no soy tan inteligente, pero yo era el mejor en todos los ramos. En todo, todo, todo yo era el mejor en la universidad. No se podían portar mal conmigo porque en algún momento me iban a necesitar.
Me muestra en su teléfono su tesis de licenciatura sobre diseño de bandas automatizadas para la industria. Leo en voz alta los agradecimientos: no se olvidó de nadie. Tiene una prosa tierna y creativa.
Él no lo admite, pero es probable que haya ayudado a más de 100 paisanos de Haití a hacer más llevadera su estancia en México, en Tláhuac, y a llegar hasta su destino en la frontera norte. Este no es un país en el que le gustaría vivir. Aunque le guste el bullicio y la alegría, al fin y al cabo está acostumbrado a una ciudad que funciona mejor como lo es San Carlos, en Chile. Allá, “donde no se escucha ni un pájalito”, dice. Quiere regresar a México dentro de muchos años, pero esta vez como turista a visitar Cancún y otras famosas playas mexicanas. Quizá esta vez venga con su hija.

A estas alturas, se estima que en Estados Unidos viven ya más de un millón 138 mil personas de ascendencia haitiana, sobre todo en Florida y Nueva York. Más de 600 mil son migrantes. Es decir que, en promedio, sólo cuatro de cada 10 haitianos en EUA han logrado adquirir la ciudadanía.
Tan sólo entre enero y abril de 2023, las autoridades estadounidenses afirman haber recibido hasta 40 mil personas haitianas. Pero la migración no para y más de una vez Estados Unidos les ha cerrado la frontera o deportado a los haitianos con violencia. Sólo en 2023 más de 44 mil personas haitianas solicitaron asilo en México y la tendencia va en aumento.
¡Llegaron los masisi!
Es noche de viernes. Un sonidero se ha instalado en la calle Buganvilias, en San Lorenzo Tezonco, Iztapalapa. Las bocinas y consolas de Sonido Barrunto y Afrosound se levantan por toda la banqueta conectadas al alumbrado público con un diablito.
Una pareja baila en la amplia calle que hoy sirve de pista: una muchacha chaparrita de vestido negro y un viejo que menea los pies al estilo tíbiri-tábara. Más allá, ocho haitianos beben ron Glorias de Cuba y chela Tecate. Uno de ellos, el más grande y burlón, baila sobre su propio eje con los brazos extendidos y mueve lento sus pies en chanclas en una curiosa combinación de cumbia rebajada y bachata.
Las luces del sonidero se proyectan hacia el cielo. Poco a poco los vecinos llegan. El de la tiendita de abarrotes hará su agosto esta noche. Uno tras otro, mexicanos y haitianos entran y salen por chela, vasos, ron, cigarros.
Cada dos microsegundos Javier de Sonido Barrunto interviene la música para enviar saludos con voz cavernosa y los labios pegados al micrófono.
—¿Por qué no bailan? —pregunto a un haitiano que observa junto a su esposa y su hijo.
—Es que es un baile difícil, son muchas vueltas. Nosotros bailamos konpa, salsa y cumbia.
—Pero esto también es salsa y cumbia.
—Sí, pero se baila diferente.
—¡Un saludo a mis amigos de la Carmen y al Moreno, que ya parece haitiano! –se escucha en las bocinas.
Los haitianos ríen avergonzados, un poco fastidiados de ese chiste.
Más tarde, cuando el sudor ya empapa los cuerpos y la borrachera hace brillar los ojos, el del sonido grita:
—¡Llegaron los masisiiiiiii! ¡Un saludo para mis amigos masisiiii!
Los mexicanos les mientan la madre a chiflidos. No es un momento hostil, sino de confianza: recibir carrilla es el saludo del barrio. Es lo que te hace cómplice y parte.
Los haitianos saltan, mueven las manos y gritan: “¡Noooooo! ¡Masisiiii noooo!”.
Chocan vasos y caguamas, varios mexicanos se acercan a brindar.
Sonido Barrunto anuncia la siguiente canción: No te voy a querer, de La Dimensión Colombia:
Túúúúúúú eeeereeeeessss toooodoooo paaaaraaaa mííííí… Yo daría mi vida por tu amor…
—¡Un saludo para toda la familia de Haití!