Tras acompañar a colectivos de madres buscadoras, la escritora Alma Delia Murillo aborda la crisis de desaparecidos en México con su nueva novela "Raíz que no desaparece".
Las palabras ya no alcanzan. Los números tampoco. ¿Cómo hablar del horror que implica el registro de más de 125 mil personas desaparecidas en México? La geografía del horror es vasta: fosas clandestinas en panteones civiles, en casas del Infonavit; restos humanos que aparecen lo mismo en parajes remotos que en Parques Nacionales. En las exhumaciones participan, a veces, tanto sicarios como policías municipales.
El duelo se desborda.
Entre Ayotzinapa y el Rancho Teuchitlán, decenas de miles de familias sobreviven en un duelo a ciegas. Sin un cuerpo al que rezarle, ni una mínima explicación sobre el padre, la hija, el hermano que ya nunca volvió, enfrentan también la normalización de la tragedia. A fuerza de repetirse todos los días, las desapariciones forzadas dejan de ser noticia. El lenguaje de la indiferencia se instala.
“Tenemos miedo de decir ‘exterminio’, tenemos miedo de decir ‘holocausto’ o ‘genocidio’. Ahora con lo que se encontró en el Rancho Teuchitlán surgió esa burda discusión en torno a la palabra ‘crematorio’. Tenemos más miedo de las palabras que de la realidad misma”.
Quien habla es Alma Delia Murillo, escritora y columnista, autora del libro Raíz que no desaparece (Alfaguara-Random House). Su más reciente novela es un mapa de ese silencio, una aproximación al movimiento de madres buscadoras. Durante meses, Murillo acompañó a los colectivos en su trabajo de campo. Recogió testimonios de primera mano. No quería ser una observadora distante sino sumergirse un poco: intentar entender el dolor.
A través de la ficción, Alma Delia Murillo recorre el laberinto burocrático de las comisiones, se deja sorprender por el cinismo de los funcionarios forenses y lamenta la constante revictimización del Estado sobre las familias de desaparecidos. Sobre todo, Raíz que no desaparece se lanza a la búsqueda de un nuevo lenguaje. Uno donde el absurdo encuentre un cauce hacia una verdad más digna y en donde la compasión al menos pueda tener espacio.

–Somos un pueblo muy peculiar donde la indolencia es vista como una cualidad –reflexiona en entrevista con Fábrica de Periodismo–. Nuestra capacidad para tolerar la violencia es tal que vemos como normales las ejecuciones en vivo. Hemos permitido que imágenes brutales como un perro paseando con una cabeza entre las fauces, decapitaciones, lo que quieras, se vuelvan cotidianas. Nos adecuamos. Y ese es el propósito de la narrativa oficial. Estos relatos que se alimentan de pura estadística, la estupidez del partidismo mexicano y su polarización que intenta contener incluso el derecho a condolerse. Todo eso nos está haciendo mucho daño.
Frente a esa parálisis, Murillo apuesta por otros caminos. Con la curiosidad de la ensayista, encuentra pistas en la botánica y la arqueología. Explora la inteligencia de los árboles, el misterio de los sueños, la intimidad de las cartas. Lenguajes que se alejan de la frialdad de las planchas forenses sin perder su vínculo con el contexto actual.
“Obviamente hay dolor, mucho dolor. Pero también hay una vitalidad feroz, un amor profundo. Descubrir eso fue aleccionador”.
La novela, de hecho, arranca con una imagen poderosa que, en su momento, fue noticia nacional: la muerte de la emblemática palmera del Paseo de la Reforma, infectada por un hongo. En su lugar, las autoridades plantaron un ahuehuete raquítico que también murió. Ese espacio es reclamado por las familias buscadoras. Lo han bautizado como la Glorieta de los Desaparecidos y han tapizado con fotos y nombres las vallas policiacas con las que la autoridades, según argumentan, pretenden proteger el segundo ahuehuete que plantaron. El símbolo es contundente: un Estado que deja morir y una sociedad que convierte el abandono en memoria.
–Yo creo que el lenguaje vegetal, el lenguaje de las cartas, el lenguaje de los sueños, es menos argumentativo y, por lo tanto, representa otro camino que emociona, que sensibiliza y que puede ser más esperanzador. Nos regresa un poquito a la posibilidad de no tenerle miedo, por ejemplo, al dolor, ¿no? Desde que salió este libro hasta ahora que hablamos debe haber mil 500 personas desaparecidas más en los registros. Está pasando ahora mismo: tenemos esta tragedia encima. Por eso creo que debemos apostar por lo emocional y por la compasión, en el sentido más profundo de esa palabra.
Una inteligencia vegetal
Más allá de la ficción, existe una inteligencia vegetal indudable. La ciencia lo confirma: las plantas no solo crecen; perciben, recuerdan y toman decisiones. El neurobiólogo italiano Stefano Mancuso reveló cómo, aun sin cerebro, se comunican y resuelven problemas. Mónica Gagliano descubrió que pueden detectar la ubicación del agua bajo tierra gracias a algo parecido a un sistema auditivo. Esta perspicacia ya la intuía el dramaturgo Maurice Maeterlinck quien, desde 1907, describió la inteligencia propia de las flores y los ingeniosos artilugios que despliegan para perpetuarse.
Alma Delia Murillo aprovecha estos hallazgos científicos para forjar una alianza fantástica: la de las familias buscadoras y el reino vegetal. Ante la omisión negligente de las autoridades, la novela propone una idea que brinda esperanza: la naturaleza es un testigo, tal vez el único que no miente.
Absorbida por la raíces, guardada bajo el musgo, custodiada por la red secreta de los hongos, la verdad puede florecer de vuelta. “Quisieron enterrarnos pero no sabían que éramos semilla”, escribió el poeta griego Dinos Christianopoulos. En esta lógica, los bosques bien podrían representar el archivo vivo que el Estado se empeña en destruir. ¿Pueden los árboles contrarrestar el silencio criminal?
Aunque parezca una idea fantástica, esta alianza existe en la vida real:
–Las búsquedas suelen ser en el bosque, en la montaña –cuenta ella–. Las madres buscadoras han aprendido a leer estos paisajes vegetales. Por ejemplo, donde se ve interrumpido el crecimiento de la vegetación es porque allí pasó algo. Los troncos de los árboles cuando se ven ennegrecidos es porque allí se prendió fuego. Cuando se murió el ahuehuete de Reforma, el primero que plantaron, me detonó la cabeza esa fantasía. ¿Por qué no hablan los árboles de esta historia?
“Bueno, es que en efecto los árboles hablan pero su lenguaje es botánico: son manifestaciones de inteligencia. Sus raíces reaccionan a lo que hay en el suelo, al exceso de nitrógeno, a la bencina si hay aceites inflamables… Eso fue lo que reforzó en el libro la posibilidad de que los árboles tuvieran más vocación de verdad que las instituciones”.
La versión oficial de los 43 normalistas desaparecidos de Ayotzinapa, recuerda Alma Delia Murillo, se sostenía sobre una pira de mentiras: los estudiantes, decían las autoridades en 2014, fueron calcinados en una sola noche en el basurero de Cocula. Los primeros en desconfiar de esa “verdad histórica” fueron los propios lugareños. Su prueba era simple. De ser cierta esta versión, el humo y las llamas habrían ennegrecido las ramas y las hojas de los árboles circundantes. Sin embargo, el follaje resplandecía con un verde intenso, revitalizado por las lluvias recientes. Así comenzó a resquebrajarse el engaño oficial, gracias a una alianza insólita entre las plantas y quienes sabían leerlas.

—Las mamás me lo decían todo el tiempo —recuerda Alma Delia—: “Si los árboles hablaran, ¿qué no dirían?”. La figura del árbol es polisémica. En primer lugar, un árbol es literalmente vida y puede representar un ecosistema entero. Pero, además, en todas las culturas el árbol es lo que conecta lo divino con lo humano y lo humano con el inframundo.
Esta simbología no ha pasado inadvertida para los colectivos de búsqueda. Las madres y familiares de personas desaparecidas han convertido a los árboles en emblemas de su lucha desde hace años. Es usual que, en plazas públicas de todo el país, cuelguen de sus ramas los retratos de los desaparecidos, como frutos de un duelo colectivo. Los llaman “árboles de la memoria”.
De este ejercicio nació el Bosque de la Esperanza, una plataforma que agrupa a colectivos de Veracruz, Guanajuato y Baja California. Más que un archivo –resguarda fotografías, videos y sonidos–, el proyecto es un santuario digital para promover el luto, la empatía y la rehumanización de las víctimas.
–Se extinguieron los dinosaurios, pero los árboles no –insiste Alma Delia–. El universo vegetal es inteligentísimo. El 90% de la biomasa de la tierra es vegetal. De pronto podemos preguntarnos: tal vez los seres más evolucionados de este planeta no seamos nosotros sino ellos.
No es el dolor lo que sostiene las búsquedas
Tras la Primera Guerra Mundial, el filósofo Walter Benjamin observó que los soldados que regresaban de las trincheras difícilmente hablaban. Estaban sumidos en un silencio brutal. La experiencia bélica no había enriquecido su humanidad; la había empobrecido hasta volverla incomunicable. Acaso por eso las palabras también se agotan en México. Los cuerpos desmembrados, los políticos que se enriquecen con la barbarie y los capos que pactan con el gobierno estadunidense han convertido la sordidez en algo inenarrable. La dimensión del horror no cabe en nuestros cuerpos.
De ahí la urgencia de otros lenguajes, de otros discursos para nombrar la crisis humanitaria que desgarra al país.
—Por eso me acerqué a los colectivos —explica Murillo—. Por eso acompañé a las madres en sus jornadas de búsqueda y entrevisté a muchas de ellas. Para mí era importante no perder el horizonte ético: ¿cómo escribir sobre esto?, ¿desde dónde? Lo primero era estar con ellas. Escucharlas. Atestiguar. Y eso fue un revolcón emocional. Obviamente hay dolor, mucho dolor. Pero también hay una vitalidad y un amor profundo. Descubrir eso fue aleccionador. Una se acerca con torpeza, pensando que todo es esta oscuridad espesa y triste. Y te encuentras con que lo que sostiene la búsqueda no es el dolor, sino el amor. No la muerte, sino la vida.
No debería ser un privilegio que la violencia no haya tocado a nuestra puerta. Frente a la parálisis de las estadísticas y el cinismo del poder, Raíz que no desaparece opera como un recordatorio. La novela plantea un retorno posible: tal vez sea hora de dejar de leer el mundo como una colección de datos y tragedias, para comenzar a entenderlo como un ecosistema de señales, huellas y testimonios silenciosos. Si estos casi 20 años de guerra contra el narco nos han arrebatado un pedazo de humanidad, quizá el antídoto contra la desmemoria institucionalizada resida en la ternura que aún guardan los árboles, en la sabiduría de los hongos, en el amor obstinado de las madres buscadoras, en el misterio de los sueños.
