Ángeles Cruz es una mujer mixteca, actriz y directora de cine, reconocida por un trabajo que cuestiona los clichés y las violencias contras comunidades indígenas, como la que acaba de quitarle la vida a su hermano José Román.
A Ángeles Cruz le aterra el confort y la mueve el vértigo de entrar en nuevos terrenos. Decidió estudiar teatro porque el escenario le incomodaba, comenzó a escribir historias por la incomodidad de recibir siempre papeles estereotípicos y así, por puro arrojo, se convirtió también en directora.
Originaria de la mixteca oaxaqueña, muy joven emigró a Ciudad de México para estudiar teatro. Acá, encontró aliados y amistades, pero también padeció lo más recio de la discriminación y la desigualdad. Actriz, guionista y directora, ahora también quiere ser productora.
Luego de filmar tres cortometrajes, en 2021 estrenó Nudo mixteco: su laureada ópera prima que aborda la sexualidad de las mujeres indígenas. En septiembre pasado presentó en el Festival Internacional de Cine de Toronto su segundo largometraje, Valentina o la serenidad, inspirada en la muerte de su papá cuando ella tenía nueve años, y por la cual recibió hace unos días el premio a mejor película del Festival de Huelva de Cine Iberoamericano.
El pasado 22 de noviembre, semanas después de haber realizado esta entrevista, Ángeles Cruz denunció que su hermano José Román fue asesinado durante una emboscada de un grupo armado y exigió la renuncia del gobernador Salomón Jara. Román participó en Valentina o la serenidad como gerente de locaciones.
En el Festival internacional de Toronto estrenaste tu segundo largometraje: Valentina o la serenidad. En él se aborda la historia del duelo de una niña por la muerte de su papá.
Parte de una experiencia propia: un duelo en la infancia. Perdí a mi padre cuando tenía nueve años. De ahí, el guión, la escritura, el acercamiento al duelo que atraviesa una niña. La historia no es propiamente la mía; está basada en la sensación y sentimiento que me provocó esa pérdida, más que en los detalles literales.
El cine se trata de no perder el asombro. No dejar de contar algo diferente: no conformarte con lo que ya encontraste. Se pueden hacer películas con una fórmula, pero lo bonito del cine es que siempre puedes estar recomenzando. Yo nunca hago un proyecto que me lleve (sólo) cinco meses. Son procesos muy largos. Empecé a escribir esta película en el 2020 en mi comunidad. Pasaron tres años para tener la película.
Creciste en Villa de Guadalupe Victoria, una comunidad de San Miguel El Grande, Oaxaca. El recuerdo de la muerte de tu padre parece contrastar con la belleza de la naturaleza que rodeaba tu comunidad mencionas.
Fue un momento de cambio radical. Yo me encontraba en el confort de una familia que te ama y protege. La pérdida de mi padre fue un gran dolor. Me provocó encerrarme en mi fantasía. Empecé a hacer recorridos más introspectivos a través del bosque, sola. Cada quien responde a los golpes duros de la vida de maneras distintas. En mi caso, era el monte, el campo. Mi hermanito pequeño y yo nos íbamos a caminar, a platicar y a imaginar escenarios que implicaban siempre que mi papá volviera. Esto lo tomo para trabajar en Valentina o la serenidad, a partir de la visión de una niña de siete años que imagina lo mismo.
Como realizadoras, partimos de nosotras: lo que nos afecta y conmueve, lo que nos da risa o miedo; lo que nos importa.
En 2020 tuve otra vez miedo de perder a alguien. Me refiero a la pandemia. Viví la vulnerabilidad que había sentido de niña. Lo que menos quería era volver a pasar por eso. Ese miedo despertó en mí la necesidad de escribir sobre mi primera pérdida: la de mi padre. Ese nuevo contacto con la muerte me encontró más fuerte.
De mis hermanos, soy la penúltima: la séptima de ocho, la más chica de mis hermanas. Mi hermano, el menor, falleció por Covid-19. Ahora soy la pequeña. Es mi segunda pérdida familiar cercana. El personaje de Pedrito, en Valentina o la serenidad, está inspirado en mi hermano. La historia se la platiqué a él antes de que falleciera. Eso me impulsó a seguir trabajando en la película: la importancia de acompañar el duelo. Tengamos la edad que tengamos, una muerte siempre vulnera el tiempo que estamos aquí.
De niña no te sentías muy adaptada con tu familia. Tu mamá y papá te parecían muy extrovertidos. ¿Por qué te querías mantener al margen?
Yo era muy introvertida. No me gustaba hablar mucho ni la exposición de mi persona. Mi madre y mi padre siempre fueron muy extrovertidos. Mis hermanas y mis hermanos también. Yo no. Pero ahora resulta que me dedico a esto y tengo una exposición mayor que la de toda mi familia. Eso no quiere decir que me guste. He aprendido a vivir con ello pero cuando escribo o imagino un próximo proyecto, lo hago a solas, en silencio.
Vengo de una familia numerosa. Además de mis hermanos, tengo 23 sobrinos. Siempre ha habido muchísima gente en mi casa familiar. La intimidad se daba cuando no estábamos en casa sino en el campo. Ahí me sentía libre en esa soledad, acompañada de la naturaleza, sin estar rodeada de tanta gente.
Para mí ha sido eso. Aprender a convivir con toda mi familia, que es harta, numerosa, gozosa, platicadora y fiestera; pero encontrar también mi parte más privada, sola, pensando, imaginando.
Mi papá y mamá fueron profesores. A mi papá le gustaba escribir sketches, diálogos que mi mamá interpretaba. Tenían ese gusto que yo odiaba cuando niña. Me sentía súper expuesta con mi madre maestra haciendo, según yo, el ridículo. Me apenaba. Mis compañeritos me hacían burlas.
Una vez en la primaria, mi mamá y otra maestra interpretaron un diálogo que mi papá había escrito. De repente veo a mi mamá salir con su bigote gigante, un sombrero, vestida con un traje de mi papá. Todos los niños se rieron… menos yo. Cuando llegué a la casa, le reclamé a mi papá. “Papá, tiene que decirle algo a mi mamá porque pasó esto”. Me responde: “¿Qué tal nos quedó? ¿Estuvo padre? Nosotros lo escribimos”.
Mi mamá estaba jubilándose el año en que murió mi papá. Entró a dar clases a una escuela particular. No se soltaba a llorar, nunca la vi cayéndose. Yo agradezco que haya sido esa persona fuerte. Mi madre cumple 92 años en este año y es una persona súper lúcida. Todavía nos da unas palizas en el Scrabble.
¿Cuáles eran tus miedos en la niñez y adolescencia respecto al futuro?
Cuando falleció mi papá tuve el apoyo de mi familia. De mi mamá, hermanas y hermanos. Nunca hablamos del tema del duelo ni de la pérdida. Pero al llegar a la preparatoria el miedo profundo era no saber quién era yo. No encontrarme. No saber dónde estaba mi corazón puesto. No sé si es fácil saberlo. He estado buscando eso.
Ha sido ese miedo lo que me ha impulsado a moverme. Mi mayor miedo sigue siendo el mismo: no saber quién soy, dónde me encuentro, qué contiene mi corazón, dónde está mi centro, mi alma, mi búsqueda de permanencia en esta vida.
Ese miedo de no saber nunca a ciencia cierta dónde estoy parada me impulsa siempre a hacer las cosas. Me digo: “No me siento cómoda aquí, tengo que moverme”. Si como actriz me estoy sintiendo amarrada, necesito hacer otra cosa. Ponerme a escribir o dirigir mis historias. Ahora quiero producir.
Me da miedo conformarme, quedarme en un lugar cómodo. No me gusta. Siento que es la pauta en mi trabajo. Y soy afortunada en ese sentido. Pero me sigue dando vértigo cada que emprendo un nuevo proyecto, cada que me llaman para actuar.
Cuando te enfrentaste por primera vez al teatro, en la preparatoria, también te sentiste aterrada.
Estaba hecha bolas en la cabeza. Quería estudiar literatura, filosofía, música. Al final estaba el teatro pero ¡me confrontaba tanto! Me daba tanto miedo… que decidí que ese era el lugar. Me gusta ir a donde más me cuesta y ese lugar, para mí, era el teatro. Me costaba mucho trabajo el escenario. Me sigue costando.
Me doy cuenta de mi carácter cuando suceden cosas que no puedes eludir. Por ejemplo, en el temblor de 2017 salí corriendo de la casa. Mis vecinos se quedaron sin poder volver a las suyas porque sus edificios se dañaron muchísimo. Mucha gente entró en crisis. Lo que yo hice fue mover mi carro, poner el radio, bajar sillas, agua, poner una lona. El miedo, a mí, me impulsa a hacer cosas prácticas. En lugar de paralizarme, me mueve a accionar.



La desigualdad es un tema al que te has referido en varias ocasiones. ¿Cuándo fue la primera vez que te afectó directamente?
Al salir de la comunidad, te enfrentas a muchas cosas. En mi pueblo, nunca nos dijimos prieta, prieto, blanco o blanca. Aunque hubiera personas de distintos colores, nunca lo viví en mi comunidad. Empecé a vivirlo cuando salí de ahí. Incluso en Tlaxiaco, una ciudad mixteca, a una hora de mi pueblo, había racismo contra los que éramos de otros pueblos. Este país es sumamente clasista y racista. Las desigualdades son brutales y las sientes. No hemos superado nada de eso. Es muy tremendo.
Este trabajo, que uno puede decir que es artístico, sensible, es un medio súper racista y clasista. No importa la experiencia que tengas: si tienes diferente color te tratan de manera distinta. No se nos quita de la cabeza este rollo y quienes lo ejercen no están conscientes de ello: productores, directores, productoras, directoras, empresas, cadenas televisivas. Yo he padecido un montón de aspectos clasistas y racistas a lo largo de mi carrera, hasta la fecha, por mi color de piel y por mi extracción indígena.
En Oaxaca, con 70 por ciento, o más, de población indígena, sigue habiendo racismo en todos los sitios donde me he parado a laborar. Y así en todo el país. Pocos proyectos se salvan de ello.
En 1994 te nominaron a mejor actriz en Suecia por tu papel en La hija del puma. Años después, en Tamara y la Catarina, interpretas a una mujer con un problema de salud mental. ¿Tienes un personaje favorito?
No. A lo mejor el primero por ser el primero, en La hija del puma. Se llama Aschlop, una niña que se encuentra en medio de la violencia de las masacres perpetradas por el gobierno de Efraín Ríos Montt. Ese primer personaje en cine me abrió la posibilidad de cuestionar la sociedad en la que vivo. Conocía poco del conflicto en Guatemala. Agradezco que llegó en el momento en que me tenía que llegar. A partir de ahí, abrí mis antenas. Comencé a informarme de lo que sucede en el país y en el mundo. Desde entonces analizo, veo diferentes puntos de vista. Comparo, formo una opinión. Para mí eso significa estar en el día a día.
En Tamara y la Catarina me daba miedo hacer un retrato chato y superfluo de una persona con discapacidad intelectual. Confié mucho en Lucía Carreras, la directora. Porque en el trabajo de actriz no vas sola. Vas acompañada de tu directora o director. Estás al servicio de una historia.
Abandonaste la actuación. Te pusiste a escribir, luego a dirigir. Te has reinventado.
Empecé a sentir una camisa de fuerza en la actuación. Los personajes son los mismos.
Jamás en mi carrera, y llevo más de 20 años como actriz, me han ofrecido un personaje que tenga una licenciatura. Jamás.
Por mis características físicas, supongo que piensan que no estudiamos. O que personas médicas, abogadas, ingenieras, astrónomas no pueden ser mujeres indígenas, o morenas. Es brutal el estereotipo en esta carrera y en este país..
Yo amplié mi espectro por una necesidad de contar cosas. Ni siquiera fue consciente. Fueron dos etapas. Primero tuve algo que decir, o sea, una historia que me movió y no me dejó dormir. Después, entendí que los personajes que nos retrataban como personas de las comunidades siempre eran buenos o malos, o víctimas o victimarias. No había personajes complejos, con matices. Tridimensionales. No había seres humanos. Era el cliché del romanticismo de los pueblos “pobrecitos” o el cliché de “pinches ojetes, todos son rateros, sicarios, todos te van a vender droga”. No existe complejidad cuando se habla de personajes de una comunidad indígena. No puedes tener gozo sexual. ¡¿Qué es eso?!
En Nudo mixteco justo abordas la sexualidad de las mujeres indígenas: una pareja de lesbianas, una mujer que se juntó con otra persona cuando su esposo estaba en Estados Unidos.
No puedes despojarte de quién eres a la hora de contar una historia. Me han cuestionado por qué no hablo de la violencia o de las drogas o de la situación que existe en el país. Hay gente que necesita hablar de ello. (A mí) me preocupa la violencia y la intimidad. Me preocupa que desde ahí estamos construyendo este país que se está cayendo a pedazos.
Desde esa intimidad, desde tu casa, desde tu relación de pareja. Desde la primera violencia que detectas y no reparas en ello. Desde el primer sarcasmo o burla o sesgo racista o clasista.
Siento que ahí tengo un terreno muy grande para indagar cómo somos, cómo nos relacionamos con otra persona. Pienso en los personajes dentro de las casas y siento que ahí es donde se gesta la semilla de lo que más adelante veremos afuera como sociedad.
En tu cortometraje Arcángel, el personaje principal lleva a su mamá a la ciudad de Oaxaca cuando comienza a quedarse ciego, pues no podrá hacerse cargo de ella. ¿Ahora quieres contar historias desde otras partes?
Mi nicho ha sido mi comunidad porque es el lugar seguro. Es donde puedo cerrar los ojos, dar el paso y sé que alguien me va a contener. Es un tejido comunitario: una red de salvación que siempre estará. Es el mejor set: la comunidad sabe que estás trabajando y todos colaboran. Por eso sigo trabajando allí.
Pero me falta hacer películas en otros lados. Para salir de mi confort, hice Arcángel en la ciudad de Oaxaca. En Nudo mixteco, tuvimos un pedacito en la Ciudad de México y me sentí muy cómoda trabajando en la capital del país. Yo llegué a los 18 años a estudiar aquí la carrera de arte teatral. Conozco muchos lugares que varias personas que nacieron aquí no conocen. Me he tenido que mudar por estudios y por economía. He vivido en las orillas de la ciudad, en la periferia o en Tacubaya, en uno de los barrios más bravos.
Me gusta la Ciudad de México: me atrapa, me encanta y quiero hacer mi próxima película aquí. Estoy escribiendo. Tengo dos proyectos. Desarrollo una película que sucede en la ciudad y reescribo otro guión sobre la periferia, en el que cuento cómo somos migrantes dentro de nosotros mismos en esta ciudad.
En los primeros años, ¿con qué violencias te enfrentaste en la capital?
Me percaté de que el racismo era todavía más fuerte aquí. Mi condición económica era precaria: tenía que trabajar en la mañana, ir a la escuela en la tarde y salir en la noche. Contaba con becas del INBA y de la SEP para completar mis estudios y manutención. Eso no me dejaba el mismo tiempo libre que tenían compañeras o compañeros para ir a ver teatro o cine. Era un costo. Recuerdo que alguna vez la policía me revisó por mi aspecto físico.
Pero también encontré una solidaridad tremenda de amigos que siempre estuvieron echándome la mano para sobrevivir. Fue vivir dos mundos: por un lado, el rechazo; por el otro, la ciudad me ha dado grandes cosas, grandes amigas y amigos.
En el trabajo he notado estos brotes psicóticos de racismo y de clasismo, sí, pero tampoco soy de la de la gente que se pone a llorar. A lamerse las heridas, ¿para qué? Es algo que todos hemos vivido: estás del lado de quienes lo ejercen o de quienes lo han recibido, o de quienes se hacen de la vista gorda. Nada de eso ha detenido mi trabajo. Lo he hecho en los términos que a mí me conviene, dependiendo de cuidar mi espíritu, mi libertad creativa.
Esas cuestiones tienen que cambiar de raíz pero es complicado puesto que te las enseñan casi desde que naces. Le damos permiso a un lenguaje violentísimo en las televisoras: retratos chatos, racistas, clasistas, románticos, estúpidos. Eso entra a nuestros hogares y muchas veces compramos el cuento.
¿Siempre deben abordarse las tragedias en las comunidades? ¿Sería válida una historia de amor?
Cada quien cuenta la parte de la historia que quiere. Lo que critico es que muchas películas parecen cortadas con la misma tijera. Parecen cajas de galletas. Dicen: “Esta es la fórmula estadounidense y funciona perfectamente porque es una película que tiene acción, intriga”. No importa el lenguaje. Lo que digo es que se abra el abanico y no nos quedemos con la historia hollywoodense. La diversidad es importante.
Me interesa compartir mis reflexiones con alguien más. Considero que el público tiene estas inquietudes y si algo le mueve, qué bueno. Veo muchas películas y muchas me conmueven. Me enseñan cosas que yo no sabía de mí, se abre un nuevo mundo. Me sigo asombrando y maravillando con las películas. Soy cinéfila antes que cineasta. Para mí, eso es lo más importante: salir con un nudo en el estómago por una película que viste, que te removió todo. O reírme como imbécil.
Yo, como actriz, guionista, directora o productora, quiero contar historias que impliquen un compromiso: dejar mi corazón ahí.
Hay avances y resistencias. Este año, cuatro mujeres fueron nominadas a mejor dirección en los premios Ariel, aunque ganó el único hombre nominado.
¿Cuántos largometrajes indígenas viste nominados? Yo vi algunos cortos. Vi algunos documentales sobre comunidades hechos por gente desde acá. Hay ciertos cambios. Pero falta un montón de camino. Yo me sigo sintiendo cuota de diversidad. ¿Cuántas mujeres indígenas directoras me puedes decir? Están Luna Marán, Casandra Casasola. Yolanda Cruz. No son poquitas. Son un montón. No tienen el foco, pero sus películas están ahí.
Están compitiendo en todos los festivales del mundo. Y, sin embargo, no existen en este país. No existimos. También como medios de difusión tenemos la responsabilidad de salirnos de los mismos cinco que siempre nombran. Las comunidades estamos haciendo nuestras películas. Estamos partiéndola en muchos lugares del mundo y en México todavía no se nos considera cineastas.