Desde joven Everardo González aprendió a estar en el lugar donde pasan las cosas. Primero, tomó una cámara y con ella sorteó la vida como fotorreportero de nota roja. Después, decidió ampliar su lente para documentar la realidad, con toda su complejidad social y humana, en fotogramas por minuto.
Entre Los ladrones viejos –su segundo largometraje documental–, La libertad del diablo –estrenado en 2017– y Una jauría llamada Ernesto –salió a exhibición en noviembre de 2023–, Everardo González registró la evolución de la violencia en México a través de personas que la protagonizan: desde los antiguos criminales de alta escuela que delinquían dentro de un marco ético, hasta la violencia del crimen organizado y el sicariato adolescente que desbordan todo límite moral.
Everardo se ha asomado con una mirada desprejuiciada a un mundo oscuro al que pocos tienen acceso. Ha dejado que hablen los protagonistas: victimarios, víctimas, familiares que cargan con las ausencias de su gente querida. No es que busque justificarlos, es que trata de entender qué ha ocurrido en el país para haber llegado a donde estamos, con tanto dolor y tanta violencia.
Eso le permite rehuir las respuestas cómodas y fáciles. Lo dice claro: no sólo se delinque por hambre. También el poder o la identidad son un factor de peso para que los jóvenes mexicanos se sumen a las filas del crimen.
Cineasta, guionista, cinefotógrafo y productor, Everardo González nació el último día de diciembre de 1971 en Fort Collins, Colorado, pero desde niño vive en México.
En las dos últimas décadas ha dirigido otros documentales como La canción del pulque, Cuates de Australia, El cielo abierto y El paso, entre otros, por los que ha recibido múltiples premios y reconocimientos nacionales e internacionales que lo han convertido en uno de los documentalistas mexicanos más respetados del siglo XXI.
–¿Recuerda cuál fue la película por la que decidió ser cineasta?
–Sin duda alguna, Estado de los perros, una cinta filmada en Mongolia que vi cuando era estudiante. No fue en sí la que definió mi vocación: yo ya estudiaba la carrera en el Centro de Capacitación Cinematográfica, pero es importante porque aprendí que el documental podía contarse de otra manera y no sólo con el puño izquierdo levantado. En ese entonces la escuela proyectaba Escenarios de Cine Documental, una bienal a donde llegaban propuestas muy interesantes de todo el mundo, en una época en la que el documental se tenía entendido como un medio de divulgación científica, histórica, militante o más pegada al reportaje de la prensa.
En esa bienal descubrí muchísimas maneras de realizar un documental. Estado de perros cuenta la historia de un tipo que trabaja para la perrera, una especie de cazador de perros callejeros. Este trabajo presenta una mezcla de elementos documentales y de ficción. Recuerdo la escena donde un joven escritor mongol recita un poema frente a la cámara en medio del trabajo del cazador. Es un pasaje onírico y delirante.
–¿Combinar ficción con realidad le ha permitido mostrar mejor el México del siglo XXI?
–Más bien, adapto algunas de las estructuras de la ficción para contar una historia. La ficción te permite encontrar en dónde están las posibilidades narrativas de la realidad y qué personas pueden ser contadas como personajes de película. Tu escenario es la realidad mexicana, pero es el escenario. La historia finalmente trata sobre las personas.
–No es agradable ver ciertos temas en pantalla por miedo o repulsión. ¿Cuáles fueron los retos de filmar La libertad del diablo o Una jauría llamada Ernesto?
–La sociedad y las autoridades: nadie quiere ver lo que ocurre. Los retos son múltiples. Trato, primero, de no tener una mirada tan parcial de las cosas, entender qué es lo que pasa con las personas que habitan los entornos violentos; el lado de quienes perpetúan la violencia y de aquellos que son víctimas. Eso me ayuda a no juzgar de manera inmediata a los protagonistas de lo que ocurre en México. Me despojo de mis prejuicios para tratar de escuchar lo que tienen que decir.
Después entro a un proceso más complejo de interpretación. Así es como me preparo. Se trata de tener la mente abierta sin establecer juicios y, sobre todo, con la certeza de que es importante que se registre ese tema, que quede testimonio, porque sería terrible que el documental respondiera sólo a las necesidades del mercado. Al mercado no le interesa aquello que muestre la parte oscura del mundo, a menos que sea ficción. Pero, en realidad, al mercado y a sus consumidores les cuesta mucho entender que el mundo tiene dos caras: la que quieren ver y la que no quieren mirar.
–¿Por qué es importante tomar distancia para abordar temas de violencia, odio, venganza, poder y, en un momento dado, de piedad?
–Porque de otra forma se juzga muy rápido, se involucra demasiado emocionalmente o se establece incluso una idea política del mundo. Esa es una manera muy equívoca de interpretar la realidad. La realidad es apolítica, no responde a eso necesariamente. Somos las personas las que enfocamos la realidad para que se convierta en algo político. Cuando uno toma distancia frente a esas posturas, uno es capaz de escuchar a cualquiera. Descubrir y darse cuenta de que, detrás de todos, hay una carga que compartimos.
–Usted que aborda estos temas, ¿cree que programas como Jóvenes construyendo el futuro o cualquier otro programa social podrá sacar de la violencia y de la delincuencia a la niñez y a la juventud?
–No lo creo. Esos programas son paliativos. El problema es que asumir la realidad es muy impopular. El trabajo que se siembre hoy tendrá efectos en 25 años, las generaciones se miden más o menos así. Es muy difícil que un muchacho que ya está metido dentro de las estructuras criminales las deje porque recibe $5,000 o $6,000 de una beca.
Por otro lado, también ha ocurrido que todo es corruptible. Al no pedir nada a cambio de recibir la beca o el apoyo, también hay excesos con el uso de las becas. Pueden ayudar a las familias, por supuesto; estas subvenciones ayudan a las economías de las familias. Es algo que debe existir… no sé si de manera universal. Sin embargo, me parece que es muy inocente pensar que con eso se atacan las raíces del problema.
La raíz del problema es muy profunda: es la falta de oportunidades y desarrollo regionales, cambios de conciencia desde las crianzas. Mientras no haya consecuencias reales a los actos delictivos, un muchacho entenderá la delincuencia como una salida, sobre todo porque mide el tiempo de manera distinta que los adultos y eso también hace que sea complejo. En las sociedades de consumo es muy difícil resolver un tema así sólo con dinero. Se requieren cambios de estructuras de pensamiento, desarrollo en las comunidades y persecución del delito.
“No creo haber visto una película más desgarradora sobre la violencia en México que el documental La libertad del diablo, dirigido por Everardo González y compuesto por una serie de entrevistas con víctimas y victimarios: jóvenes asesinos, familias destrozadas por secuestros y matanzas inexplicables, madres que se quedaron sin hijos, chicas que se quedaron huérfanas. En cámara, los entrevistados usan una máscara color piel que les oculta gran parte del rostro. El resultado, que puede parecer efectista en papel, es brutal en pantalla: un ejemplo visual de cómo la barbarie afecta de forma indiscriminada. Todos podríamos ser ellos y, sin embargo, la espeluznante especificidad de lo que cuentan a cámara permite que los recordemos aunque desaparezcan del relato y sólo podamos ver su boca, su nariz y, sobre todo, sus ojos.
“Las entrevistas están contrapunteadas con largas tomas en las que vemos postales de un México gris y nebuloso y desordenado: terrenos baldíos, horribles obras negras, espacios casi yermos donde jóvenes van y vienen en sus patinetas como péndulos. Queda la impresión de un país entre abandonado y derruido”.
–La importancia de impulsar el desarrollo en los municipios, usted lo plantea en Cuates de Australia, donde hay otro tipo de violencia.
–Que una comunidad del municipio de Cuatro Ciénegas, Coahuila, migre cada año para tener agua también es un tipo de violencia. Una población que no tiene agua está impedida de desarrollarse. Parte de la tragedia que se plantea es que ese lugar no es una zona fértil y están tan aislados que ni siquiera es una zona de tránsito. Eso también ha mantenido a ciertas regiones serranas protegidas de la violencia y de ser polos amapoleros; algunas, no todas. Pero su violencia está en otro lado. A veces he pensado que no necesariamente se abandonó; también el país tiene condiciones geográficas inaccesibles.
No se requiere sólo del discurso y voluntad política. Básicamente, es necesario ubicar dónde están los polos de conflicto y cómo mejorar la región completa. Eso no se logra con programas sociales. Ahí está Ecatepec, que no se ubica en la sierra. Los ciudadanos sabemos en dónde están los polos de conflicto, eso significa que las autoridades también. Sin embargo, se hace poco o se lleva la cultura a modo de pasatiempo, no como proceso de transformación; el acceso a la cultura tiene que ver con infraestructura y, sobre todo, con equilibrar las necesidades básicas de cualquier ciudadano para que, entonces, pueda pensar en cultura.
–Cuando se tiene hambre no se piensa en la cultura.
–Se piensa en resolver las necesidades inmediatas. No siempre se delinque por hambre: también se delinque por búsqueda de poder, de reconocimiento, de pertenencia o, siempre, porque se sabe que hay impunidad. Son temas de justicia.
–Sobre la cultura, el programa Escuelas de Tiempo Completo incluía la vinculación de los alumnos de educación básica con las artes y la literatura.
–Esa es una de las grandes contradicciones de este gobierno, ahora que hablo de atacar las causas. Se niega la existencia de familias uniparentales, donde la madre quizás trabaja todo el día. La escuela de tiempo completo permitía que, por lo menos, el hijo creciera en un entorno seguro, que ofrece posibilidades. Cuando se elimina ese programa, el muchacho llegará otra vez a una casa vacía a convivir con lo que está más a la mano que, casi siempre, son las pandillas. Ahí empieza a crecer el problema. Por mucho discurso, eliminas ese programa y es una contradicción profunda porque no atacas las causas.
–En México la cultura se entiende como el derecho a la diversión y al espectáculo, sin garantías para que las comunidades artísticas y literarias puedan vivir de su trabajo.
–Se sigue viendo a los desarrollos artísticos como entretenimiento para pasar el tiempo, mientras las comunidades culturales somos de las más precarizadas del país: no tenemos derecho a una pensión, ni a respaldos sindicales, ni respeto a las leyes laborales, a derechos sociales. Quien puede vivir dedicándose a las disciplinas del arte se convierte en un fenómeno particular. En este país, aquel que se dedica al arte y la literatura tiene que asumir que morirá de hambre. ¿Y qué estímulo es ese para que un ciudadano se acerque, no sólo a ser parte del disfrute del arte, sino hacedor del arte? Suena imposible. El discurso político está lleno de retórica y de demagogia.
–En los anuncios del nuevo gabinete de gobierno no ha nombrado a quien será el titular de la Secretaría de Cultura.
–La cultura no es prioritaria para quien gobierna el país, siendo un aparato de pacificación extraordinaria. Porque la cultura sí logra la pacificación en muchos sentidos. Pero siempre queda a la cola. Se dice que es prioritaria en el discurso, en la retórica y en el ejercicio de presupuestos para la obra que consideren que va a llevar el arte y cultura a la población… pero no está considerada como parte de la seguridad social del país.
–¿Usted qué otros oficios ha hecho para mantenerse como cineasta?
–Tengo 22 años dedicándome al cine y digamos que logré colocarme en una posición de privilegio porque puedo vivir de mi profesión. Ahora es distinto, pero antes de esto fui repartidor de pasteles, cantinero en distintos bares, mesero, iluminador de compañías de danza, ingeniero de sonido en un bar, asistente de fotógrafos, laboratoristas, editor para televisión, fotógrafo de prensa, reportero de nota policiaca. Hice mil cosas. Hasta que un día logré afianzarme y la situación mejoró.
El día de hoy, pese a ese gran privilegio, no dejo de ser alguien que vive de su mano de obra. Es decir, si por alguna circunstancia hoy no puedo trabajar, no tengo de qué vivir. No soy una persona que esté metido en un sistema de protección social, por ejemplo. Sé que mi futuro puede ser complejo porque vivo un poco como cualquier obrero con privilegios. A diferencia de otras personas que pueden entrar a un sistema de fondos de retiro, de seguridad social médica, en fin. Soy alguien que, si no produce, no gana un peso. Entonces, estoy obligado a trabajar hasta que me muera.
–Y de esos oficios, ¿cuál le pareció que fue el más rudo?
–Trabajar en la prensa, fui fotorreportero de nota roja. Era muy rudo porque si no perteneces a la planta de reporteros que están en la nómina del periódico, tienes que competir con los trabajadores que tienen un sueldo. Sabes que las fotos sólo las pagan si son publicadas. Así funciona: si no te publican, no comes. El oficio de los periodistas es de las profesiones más precarizadas.
“En una primera secuencia, fondeada con una melodía de órgano compuesta para la ocasión, las puertas de Lecumberri se abren al espectador. Primero las puertas y luego las rejas –previo recorrido por los pasillos angostos, vistas de las regaderas y de un salón de clases en que los reos, se nos sugiere, procuran su reintegración. Sobre estas imágenes se empalma un relato. “Me gustaba la buena vida. Me gustaba mucho vestir bien y siempre me ha gustado.” La voz masculina y cascada, el cambio de tiempos verbales y, al fin, la imagen de un viejo de impecable camisa azul eléctrico indican una elipsis de décadas. El reo de setenta años que presume su joie de vivre es uno de los cinco ladrones entrevistados por Everardo González en su documental Los ladrones viejos / Leyendas del artegio. Distintos en sus modos de robo (el llamado artegio) pero idénticos en el respeto por los valores de su profesión, El Fantomas (la primera voz), El Carrizos, El Burrero, El Xochi y El Chacón narran sus historias desde cárceles en las que cumplen sentencias que no van a alcanzar a cumplir.
“Famosos y admirados en su gremio (policía incluida), el prestigio de los ladrones viejos descansaba en su habilidad para robar discretamente. Divididos en zorreros, espaderos y carteristas, se sometían a principios que hoy suenan delirantes: por ejemplo, no lastimar a nadie dentro de su propia casa. El Carrizos, proclamado en su tiempo “El rey de los zorreros”, asegura que hubiera preferido ser entregado “a dejar una familia desamparada”. Es el ladrón que saquearía las casas de dos de los ex presidentes más pomposos del país”.
–Los ladrones viejos muestra cómo era el trabajo de los delincuentes en el siglo pasado, pero también ha revelado parte de las entrañas del crimen organizado del siglo XXI en La libertad del diablo. ¿Qué diferencias encontró?
–Lo que ocurre hoy frente al crimen de esa época es que cambió la construcción moral de la sociedad. Esa es la parte complicada. ¿Qué se está haciendo para atacar esa causa fundamental? No es casual que estos antiguos criminales trabajaran con cierta ética. Había un respeto por la vida. Las sociedades de hiperconsumo fueron acabando con eso y le empezaron a poner precio a todo, hasta a la vida de un menor. Eso no existía en los años 60 o 70 en este país y en la sociedad en general. Había códigos que se respetaban.
En Los ladrones viejos se logra ver el respeto a la vida, pero en La libertad del diablo se reflejan los niveles de atrocidad. Todo esto nos dice mucho de lo que hemos sido como sociedad y como país. En ambas películas hay una coincidencia: la policía siempre ha sido corrupta. En aquella época fue El Negro Durazo, ahora nos tocó Genaro García Luna. ¿Quién es peor? Digamos que son lo mismo. No hay criminalidad sin policía corrupto. Ésa es una realidad.
–¿Para cumplir sus metas como cineasta ha tenido que ser un lobo solitario?
–La reflexión sobre lo que se hace es lo que distingue al autor: ser realizador es un trabajo solitario. Uno tiene que encontrar y reflexionar la trama de su trabajo porque el documental es muy arriesgado, depende de voluntades muy pequeñas. Cuando esas voluntades ya están del lado de la posibilidad de ser una película, entonces sí se puede garantizar a un inversionista que el largometraje va a existir; de lo contrario,es muy difícil financiar el proyecto y convocar a un equipo. Por eso, gran parte de los procesos del documental son muy solitarios. No es lo mismo que escribir un guión con un equipo. Además, cuando se trabaja con personajes que no son actores profesionales, no entienden el aparato de producción de una película: eso intimida. Hay que ser lo más discreto que se pueda.
–Intimida estar frente a la cámara.
–Claro, la cámara intimida, es violenta y cada vez más porque también es la que exhibe. Por eso mis recursos de interpretación. Lo que busco es que mis personajes tengan libertad de testimonio, sabiendo que serán respetados. Una manera de lograrlo es trabajar con máscaras u otro tipo de dispositivos, para que se sientan protegidos.
Mientras más libre sea el testimonio que yo recojo, menos posibilidades de juicios fáciles tiene la película. Eso no es cualquier cosa, también tiene sus riesgos con la audiencia: la gente quiere ver el rostro del mal y yo no se los regalo, necesariamente. La gente quiere ver que el mal no se parece a ella. A mí lo que me interesa es que la gente asuma que el mal existe en todos nosotros.
–Ahora que se ha impuesto una visión casi uniforme en el país, ¿cuáles son los riesgos de esa hegemonía para el trabajo de los artistas?
–Nos hemos vuelto una sociedad que no acepta la crítica, no acepta el juicio. Eso es muy complicado porque atenta contra el ejercicio de la libertad de expresión. El juicio provoca encono, la crítica provoca distancia para quien la hace. La gente no quiere ser sometida a juicio, no quiere reconocer que está llena de contradicciones. Cuando prevalecen discursos hegemónicos, el riesgo está en que todo lo que no cabe en ellos está destinado al ostracismo.
Y eso se ve de repente en periodos, como hoy en día. Esto no tiene que ver sólo con una política pública; hay una parte de la sociedad que cree que tiene que haber un discurso hegemónico, un discurso único. Todo lo que no quepa en él será atacado. El tema complejo es que el arte en México y en casi todo el mundo también depende de las voluntades políticas.
Entonces, bueno, la mejor manera de acabar con la diversidad del pensamiento es cerrar la llave y empujar aquello con lo que se comulga. Eso es un error porque el arte tiene que cuestionar. Siempre ha sido una lucha en contra de la hegemonía. Sin embargo, lo que pasa en el mundo hoy es que las izquierdas y las derechas son menos tolerantes a la crítica y sus feligresías también. Pero hay que tratar de ser libre y no tener miedo al juicio. Finalmente, una película es eso: una ventana disponible para ser juzgado.
–¿Esa libertad es la que usted tomó para filmar Yermo, un largometraje que muestra la belleza de la vida, en contraste con la realidad descarnada de La libertad del diablo?
–Necesitaba un respiro. Cada película responde también al momento de vida de sus creadores. Por eso no todas tienen la misma fuerza. Los filmes de un mismo cineasta que vemos a lo largo de su historia también responden a los momentos que están ocurriendo en su vida y Yermo, en mi caso, es un ejemplo.
Necesitaba hacer una película que me permitiera contar ese momento de tranquilidad en el que estoy viviendo yo, no el país. A veces se nos olvida que detrás de las películas hay seres humanos con necesidades vitales. Me puse a filmar siete desiertos de diferentes partes del mundo. El viento, el tiempo y la arena me condujeron a las comunidades que habitan esos lugares.

–¿Cuál es el desierto que más le impactó?
–El de Mongolia. Ese lugar es lo más distinto que he visto, en comparación con nuestra realidad occidental. Conviví con las familias nómadas que siguen las rutas trazadas desde la edad de bronce, hace 5 mil años. Es una tradición que me impactó. Se trata del conocimiento transmitido por generaciones. Esos procesos históricos nos impactan y nos moldean. Dimensionar, por ejemplo, en ese espacio lo que algún día fue mar es impresionante.
–Esas son algunas de las posibilidades que nos da el cine.
–Cualquier expresión artística moldea lo que pensamos del mundo, nos sensibiliza para encontrar la vida de otros y ser empáticos. Nos regala la posibilidad de tener mejores sociedades, nos construye como mejores seres humanos, independientemente de que nos ayuda a construir la identidad, la cual es muy difícil porque vivimos una dominación cultural absoluta casi irreversible. El arte nos ayuda a sensibilizarnos con la vida de la sociedad y a entender cuál es nuestro lugar en el mundo.
Es una manera de acercarse al conocimiento de una forma sensible, no sólo racional. Por otro lado, el cine sigue siendo un espacio de comunión y hay que cuidarlos porque cada vez quedan menos. La proyección de una película es un espacio de comunión: de ahí la importancia de conservarlo.
–¿Algún día, el cine de Hollywood dejará de acaparar casi todas las pantallas de exhibición del país?
–Dependería del fin del imperio, como sucedió con los romanos. Fue inevitable que el mundo occidental se construyera a partir de Roma. Ahora toca con Estados Unidos, con su imperio. Aunque no necesariamente todo eso es malo. Lo que es terrible es que no hemos dimensionado que uno de los grandes problemas para que la gente se acerque a nuestras películas mexicanas no es simplemente el acceso, tiene que ver con la dominación cultural.
Nos enseñaron a pensar los conflictos como si fuéramos gringos; nos enseñaron a entender el cine como se entiende allá. Es un aparato de dominación cultural. Cuando hablan de que el cine es caro y, por eso, los ciudadanos no acuden a las salas a ver cine mexicano, yo siempre lo cuestiono. Si fuera cierto, no habría grandes tiendas que rentan películas de cine gringo. Es más un problema de conquista cultural, que no sólo impacta en el cine; toca a la música, al arte, a las relaciones humanas, toca nuestra relación con el mundo. De alguna u otra forma esa batalla la perdimos hace tiempo.
–¿Cuál es el tema de su próxima película?
–Es la primera vez, en veintitantos años de trabajo, que estoy haciendo una pausa en mi vida. Quiero ver cómo se acomoda el país en los próximos meses para entender el nuevo juego. También trato de entender las nuevas formas de exhibir películas. Eso significa un reto porque genera nuevas formas de narrar y los cineastas estamos obligados, si queremos seguir sorteando las aguas, a entender esas nuevas maneras de exhibir para convivir con ellas. Oponerse a eso es un despropósito. Hay que asumir algunas realidades, entenderlas y entonces trabajar en ese espacio. En eso estoy en este momento, tratando de entender las nuevas lógicas. Este país se reinventa cada seis años. Hay poca política de Estado y demasiada política de gobierno.
“La muerte ya comenzó a tener un rostro adolescente en México: 350 mil personas han sido asesinadas en los últimos 15 años por perpetradores armados, de los cuales 30 mil eran menores de 18 años.
“Hablé con él y me platicó algo que me marcó. El Salvador, dijo, era un país que le tenía miedo a sus niños porque son ellos quienes cobran la renta de extorsión. Eso me impactó mucho, pero en México tardó en aparecer el niño sicario. Me preocupa la generación que retrato en mi documental, que nace con la sociedad de hiperconsumo y la idea de hiperglobalización; también es una generación a la que se le ofrece poco, aun cuando se haya esforzado mucho y no viene de las burbujas del privilegio del país.
“Yo no quería trabajar con muchachos que hubieran sido muy sanguinarios. Deseaba contar la historia de chicos que se parecen a todos los que uno conoce; pero por la situación psicogeográfica, la violencia los orilla a casos de venganza y una vez que jalan el gatillo, no hay vuelta atrás, se vuelven una máquina que opera en el crimen organizado por lo desechables que son. Y bueno, todo ese conjunto es lo que hace la película”