La vida no está hecha para aprender cosas, afirma Sergio Hernández. Tampoco para trabajar. Nacido en Huajuapan, Oaxaca, hijo de un ebanista y de una florista, creció rodeado del olor del barniz y la madera, de árboles de aguacates, de limón y de pétalos de todos los colores. Cuando la familia migró a la capital mexicana, el jardín lejos de desaparecer, creció.
Así ve la vida Sergio Hernández: como si el planeta entero fuera un jardín donde jugar. Desde que dejó la casa familiar a los 12 años para pernoctar, clandestinamente, en las aulas de la Academia de San Carlos, hasta sus largos paseos por Europa durante su juventud.
Hoy, luego de exhibir durante años su obra en Italia, Alemania, EU, España, Bélgica, entre otros países, presenta por últimas semanas su exposición más grande a la fecha en el Colegio de San Ildefonso. Y no deja de reivindicar esa libertad como una manera más justa de habitar este mundo frente a la violencia y la decepción de las clases políticas.
–¿Cómo se siente tras reunir las obras de toda una vida artística?
–Yo estoy constantemente trabajando. Sigo pintando y nunca he roto el hilo de lo que es el dibujo. Esta exposición nos da una visión general de mi trabajo de muchos años. Esto es una forma de entender la vida como algo temporal. Pero ver la obra de uno como espectador es diferente a hacerlo cuando se realiza. Como espectador de mi obra puedo, no diría yo disfrutar, pero… es como un autorretrato. Ahora puedo entender mi obra como un gran ensayo acerca de diferentes momentos y experiencias de mi vida.
–No cualquiera encuentra inspiración constante para seguir produciendo.
–Todo corresponde a nuestras vivencias cotidianas. Todos los colores que se ven en la exposición son búsquedas de pigmentos y de sus colorantes. El caso de los blancos de plomo es total alquimia. Se acaba de descubrir que La ronda nocturna de Rembrandt tiene una capa de plomo. Y la obra de Leonardo da Vinci también es plomo. Era muy socorrida esta capa: daba mucha luminosidad. Pero los artistas la han dejado de usar porque es peligrosa; está prohibido ya usar plomo porque es muy tóxico. Sin embargo, estos colores siguen vigentes porque están en la tierra, sobre todo en las piedras: en la malaquita, en el lapislázuli, en el plomo. Dan una coloración muy especial en la tela y el plomo refleja la luz de una forma muy bella técnicamente.
En mi caso, estoy constantemente viajando o consultando mi biblioteca, buscando temas visuales. Ahora estoy haciendo una animación con un cineasta de aquí, de Oaxaca. Él me ha pedido que yo dibuje un cuento de Heraclio Zepeda sobre Los trabajos de la ballena. Trabajar con el cine es algo nuevo para mí, lo estoy haciendo y es refrescante.
–Siendo un niño, migró con su familia de Oaxaca a la Ciudad de México. Pero ahora vive en la ciudad de Oaxaca. Muchos artistas optan por regresar a sus orígenes.
–Soy de la Mixteca. Regresé hace 30 años a la ciudad de Oaxaca, no a la Mixteca, porque aquí encontré un lugar donde se podría trabajar más tranquilamente que en la Ciudad de México. Me vine a pintar, a radicar y aquí he estado.
Nací en el 57 en la comunidad Santa María Xochixtlapilco, en Huajuapan, Oaxaca. En mi familia éramos siete hermanos y una hermana. Yo tenía nueve años cuando viajé con mi familia a la capital. Hoy a esto se le llama migración. Entonces no sabía que la gente emigraba de sus poblaciones para que los niños tuvieran acceso a la escuela, o los mayores a la secundaria, preparatoria o universidad. Mi familia emigra a la Ciudad de México por mis hermanos mayores. Llegamos a Tepito. Después nos fuimos a la colonia 20 de Noviembre. Estudié la primaria en la Escuela Estado de Michoacán, donde había talleres de pintura y de carpintería.

Muy chico conocí el mercado Abelardo Rodríguez. Y conocí al maestro Abraham Jiménez López, que tenía su tallercito enfrente al comedor de ciegos, al lado del mercado. Muy cerca estaba la Academia de San Carlos. Él era un señor ya muy grande. Lo había becado Venustiano Carranza y conoció a Diego Rivera, con quien hizo las puertas de la capilla de la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo. Fue mi primer acercamiento a un artista profesional. Yo estuve en ese taller, barriendo, platicando con este viejo que tenía 80, 90 años. Murió longevo, de 110 años más o menos. Con él descubrí que había una forma de vivir de la creatividad, de la pintura, de la escultura. Él me recomendó con sus amigos de la Academia de San Carlos y ahí estuve de oyente varios años. Luego me inscribí en La Esmeralda.
–Su afición artística no viene de la familia. Su padre era ebanista, su madre vendía flores. Usted ha dicho que la vida no era la más grata allá en el campo.
–Todos los niños tenemos una infancia grata porque somos libres. No tenemos ese prejuicio de los padres. Yo fui un niño libre. Como en todas las familias, siempre había adversidades que, como niño, uno no entiende y que tampoco le interesa. En mi casa, seguramente tenía que ver con mi padre, a quien le gustaba mucho tomar e invitaba mucho a la casa a sus amigos. Siempre había ahí una riña, discusiones con mi madre. No poníamos mucho atención. Vivíamos con mucho amor, rodeados de cariño, aunque de pronto estallaba una violencia tremenda.
Desde que vivíamos en el pueblo, a mí me gustó pintar. Y más que pintar, dibujar. Siempre me llamó la atención el trabajo de la madera que se hacía en casa. En los pueblos, o en el caso de Huajuapan, nadie salía a trabajar: se sembraba en la casa y ahí había aguacates, limones, frutas, flores. Ahí cocinaba mi madre. Mi padre ahí mismo tenía el taller y hacía los muebles.
Para mí fue natural vivir no en la casa sino en el espacio que era el pueblo: todo el claustro de la iglesia y todas las calles sembradas de pitahayas. El jardín era todo Huajuapan. Si quería jugar en el río, pues iba al río que era inmenso y había árboles, animales, pájaros. Para mí todo eso era mi casa.
En la Ciudad de México, me fui de mi casa cuando tenía 12 años. Nunca volví. Quería pintar, dedicarme a eso, saber dónde. El único inconveniente era dónde vivir pero lo solucioné rápido. En los salones de la Academia de San Carlos, nadie vigilaba que alguien se quedara después de clases. Así que ahí dormía y vivía clandestinamente. Iba a comer unas flautas cuando tenía dinero, o mis amigos me invitaban. Donde hoy es el Museo José Luis Cuevas había una bodega de pasquines y revistas, telas, costales. Ahí me iba a acostar, a leer un ratito.
En aquel entonces el Centro Histórico estaba lleno de vida, comida oaxaqueña, amigos. No había violencia. En las ciudades siempre se vive en maquetas, en grandes edificios encerrados. Si eres muy afortunado, en una casa. De adulto eres más consciente de ciertos temas y buscas una protección. Pero, como niño, en la Ciudad de México, continué con esa forma de vida de campo: ser arropado en cualquier lado, que me invitaran a comer, a mí me parecía natural.
–Imagino que haber nacido en la Mixteca influyó en su gusto por los códices. ¿O de dónde vino ese interés?
–En una ocasión se hizo una exposición que recopilaba esos códices en Oaxaca. Luego leí un libro de Carlos Fuentes sobre una exposición en Madrid y un ensayo también de él sobre México y los códices. También compré el Códice de Michoacán, lo leí y años después lo ilustré. En esa época, en Santo Domingo Yanhuitlán se estaba restaurando el convento. Fui y pude ver algunos de los originales. También influyó mi relación con Francisco Toledo, quien hizo una gran biblioteca. Eran unos 50 mil libros entre los que estaban, recuerdo, los códices de Beato de Liébana. Allí me cultivé de imágenes, no sólo de códices.
–Su encuentro con Toledo sucedió en Europa, cuando usted tenía 22 años y decidió estudiar allá. Usted ha expuesto en Francia, en Italia.
–Para mí es una naturalidad vivir en el exterior de donde yo nací. Siempre me supe un ciudadano de la Tierra, no del pueblo. Cuando migré a la Ciudad de México, sabía que seguía siendo la Tierra. No era Marte u otro planeta. En París me pasó lo mismo. Era vivir igual, en la Tierra, nada más que diferente. Claro, a esa edad hay un deseo de crear, de realizarse, de visitar museos, caminar, descubrir cosas nuevas. Por ejemplo, en la Ciudad de México descubrí las panaderías que en el pueblo no había. Las tlapalerías, la vecindad, comer de la carnicería.
Elestado de derecho está roto. Es muy difícil reconstruir un hueso que se quebró
En el pueblo se comía de la casa, en la ciudad de las carnicerías y en París de la boucherie, de la ce serait, de las más sofisticadas, aunque yo no tenía acceso a esa comida: me compraba una baguette, mantequilla, un chocolatito. A mí me entusiasmaba que amaneciera para ir al restaurante chino, el más barato, para tomar mi chocolate, mirar museos, caminar por la ciudad, admirar la arquitectura. Viví en la cité universitaire, en un cuartito donde lo único que hice fue dibujar.
Recuerdo que me compré un libro de Popol Vuh, lo leía y cada día hacía un dibujito, hasta conformar los 365 días que estuve. Es lo único que hice en París. Bueno, iba a la escuela para poder estar en la Ciudad Universitaria porque si no, no te dejaban vivir.
El hecho de haber visto la obra de los grandes artistas me hizo confirmar que yo tenía ese deseo. Pero ante la grandeza de Rembrandt, de Picasso, de Durero me resigné a hacer pequeños dibujos y disfrutar más de la ciudad, de su arquitectura, contemplar la técnica de Van Gogh.
–En su obra usted ha abordado la migración y la violencia. Hace poco su paisana, la cineasta Ángeles Cruz, sufrió el asesinato de su hermano. Usted ha criticado esta situación.
–Lo único que he hecho es ser espectador del mundo que me rodea. Lo que estamos viviendo es un abuso de autoridad, además de una apatía muy grande por lo que tantos mexicanos murieron. Está ahí en la Constitución muy claro el derecho a la educación, a la cultura, a la salud. Pero yo veo que el estado de derecho está roto. Es muy difícil reconstruir un hueso que se quebró. Vivimos tragedias todos los días y las vivimos con desinterés.
Estamos viviendo una especie de regresión, de salvajismo, en la historia de este país y del planeta completo. La sociedad está siendo espectadora. No sientes nada hasta que te pasa a ti: sólo entonces descubres que eres parte de la vida de un país o de un pueblo, y que lo que le pasa a ese país o a ese pueblo compromete la vida de tus familiares, o de tus seres más cercanos. Cuando vives una tragedia te das cuenta de que somos parte de algo más grande y que no podemos ser apáticos.
De alguna manera todos somos cómplices de esta situación. Los medios son los que más han apoyado este tema, creo; no todos, pero existe un periodismo que es crítico y le va muy mal. Existe otro periodismo que es complaciente y que se autocensura. A este último le va muy bien. Vivimos un círculo vicioso. La sociedad que denuncia es castigada; a la que es complaciente se le premia.
Aquí en Oaxaca, se metieron a mi casa. Un tipo agarró el cuchillo de la cocina. Estuvo cuatro horas metido en mi casa. Hablé a las autoridades y no me hicieron caso. Y lo que le pasó a Ángeles Cruz: a su hermano lo asesinaron junto con otras dos personas. Las autoridades no hicieron nada. Mandaron una patrullita allí. Ni siquiera fue una autoridad del estado a por lo menos presentar sus condolencias. Estamos a merced de la indiferencia.
“La sociedad que denuncia es castigada; al periodismo crítico le va muy mal”
Sergio Hernández
Nos han insultado de muchas maneras, nos han robado. Yo no entiendo ni me explico el abandono a la cultura, a la ciencia y la tecnología. A los artistas que no estamos de acuerdo se nos tacha de “orgánicos”. Yo no sé. A mí no me ofenden con decirme “orgánico”. Pero la sociedad está permitiendo todo esto. Yo creo que en parte es su responsabilidad tanta violencia, tanto manipuleo.
Todos los gobernantes se sienten dueños. Si les gusta una casa, se la llevan. Expropiaron buena parte de la costa de Oaxaca (para el Tren Interoceánico) y ya echaron fuera a todos los del pueblo. ¿Quiénes? Pues el gobierno. ¿Quiénes son los del gobierno? Un grupo de ricos millonarios que ya se pusieron de acuerdo para enriquecerse más. ¿El Tren Maya quién lo hace? Los conservadores de siempre: a quienes tanto critica este gobierno. Y el Ejército, claro. Volvimos a la época echeverrista, pero sin seguridad y usando la manipulación y la enajenación. Dicen que es la transformación. No entiendo eso. La transformación es no dar recursos a la cultura.
Es importante luchar, rebelarse, para que este planeta que habitamos sea menos injusto. Pero no me siento muy influido por la violencia en mi trabajo: la pintura y la búsqueda de experiencias nuevas es lo que me ha transformado.

–Usted se considera pesimista. ¿Ubica algún personaje dentro o fuera de la política que pudiera dar un giro optimista a lo que vive el país?
–Los gobiernos populistas son una pesadilla hoy en América Latina y en el mundo. Veo gente brillante en este país, científicos, artistas, rectores de universidades. Pero en la política no veo a nadie; si hay gente brillante en ese ámbito, yo no la conozco. Hay uno o dos rectores que están en la política, pero no veo que brillen por ellos mismos. No hay un estadista. Hay un pastor y sus borregos. La elección ya está decidida. Es como si se presentaran dos equipos a la cancha de fútbol pero uno empieza con tres goles. Es una elección cínica. Yo ya voy a cumplir la edad de recibir mis cuatro mil pesos de pensión y voy a cobrarlos para comprarme mi whisky. Nada más.
–¿Los artistas siguen en el abandono? Usted expuso en el Museo de Arte de San Diego, en 2022, un gran logro en su trayectoria.
–Yo no veo que exista un apoyo a la cultura, una propuesta cultural desde la política. Mi caso es excepcional. Fui alguien que quiso hacer cosas y vive de eso. Nunca pensé que se viviera de esto, de la pintura, pero sí sabía que se vive de la creatividad. Mientras más creativo es uno, más posibilidades tiene uno de sobrevivir. Eso lo tengo claro.
Yo fui una persona creativa. Me ponía muy abusado, por ejemplo, en poner el ojo en concursos. Ganaba tres o cuatro para comprar material. Con amigos, ganábamos premios y todos éramos felices. Íbamos a la cervecería, brindábamos y el siguiente año mandábamos otros dibujos y volvíamos a ganar. Así nos hacíamos de recursos. Después de que se conocieron mis dibujitos, alguien me hizo mi primera exposición y alguien más me compró todos los dibujos. Costaban 10 pesos.
Siempre negué que se me apoyara porque no quería dejar de ser libre. Las becas me las impusieron prácticamente, las de Fonca. Pero nunca tuve expectativas más que de vivir de mi trabajo y de eso he vivido. Si hay exposiciones es porque me invitan y si no, no expongo.
En San Diego hay mucho mexicano. La directora del museo es mexicana. Se me hizo esa invitación. Son muy ricos ahí en San Diego. Tenían los recursos para llevar la exposición. Me pagaron hasta por mi plática, algo que aquí no sucede. Pero tampoco he expuesto mucho, ¿eh? He expuesto en el Museo de Arte Moderno y ahora en San Ildefonso.
–¿A dónde le gustaría ir ahora? ¿A dónde lo va a llevar ahora ser inquieto para seguir aprendiendo?
–Mi vida no se ha encaminado a aprender. De hecho, por eso me dedico a esto, porque no aprendí matemáticas, no aprendí a escribir. No he aprendido nada. Lo único que he hecho es expresarme. No estoy hecho para aprender cosas. Si hago algo, no lo veo como un aprendizaje, sino como un despojarme de lo poco que he aprendido para volver a experimentar, caminar, explorar.
Me gusta la jardinería y la carpintería, las esculturas, la caligrafía, la estampa japonesa, el grabado de madera. Pero no he hecho nada de eso. No he hecho muchas cosas que me gustaría hacer. La vida nada tiene que ver con nuestro trabajo cotidiano. Es muy corriente lo que hace el ser humano. Ese sentido del trabajo, de estar ocho horas, de esperar a jubilarse es nefasto. Tu sueño es que te salude el gerente del banco. Tu sueño es que te den una medalla. Eso yo no lo entiendo.
Mi vida está relacionada con otras cosas. Con estar constantemente haciendo cosas. O no haciéndolas. Me pasé dos meses en Japón sin hacer nada, absolutamente nada. Mi inquietud era ir a buscar un taller de carpintería para mi amigo laudero… Me iba a ver una tienda de libros o de estampas japonesas, templos, jardines, ir a conocer los oficios, los talleres, la madera, pero no fui a pintar ni a exponer. No me interesa. Solo fui a ver los cerezos, a estar en Japón. Regresé hace unos meses. No sé por qué mi vida tuvo ese rumbo, pero aquí estoy.
