Su carrera prosperó cuando él ya estaba en el cuarto piso. Hijo de campesinos, campesino él mismo, creció entre milpas y matas de frijoles en su natal Atitalaquia, Hidalgo.
Estudió arte dramático y llegó a la Ciudad de México a luchar y tratar de ganar prestigio como actor de cine. Pero no conocía a nadie que le echara la mano y desertó. Regresó al campo, pero su vocación no lo soltó. Tiempo después volvió a la capital: vendió jugos, lavó automóviles, fue viene-viene. Por las tardes hacía teatro.
A los 40 años, la terquedad de Noé Hernández rindió frutos cuando obtuvo su primer papel protagónico en Miss Bala y su primera nominación a Mejor Actor del premio Ariel. A través de sus personajes en películas como La tirisia y Ocho de cada diez, ha intentado luchar contra sí mismo y los estereotipos.
Hoy rechaza los papeles de narcos y sicarios que los productores le ofrecen sólo porque consideran que embonan con su aspecto físico. Crítico y exigente, Noé cuestiona severamente el tema de los premios y lamenta que en el cine a los 40 años ya seas un viejo y vayas de salida. Su próximo papel será en la adaptación al cine de Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo, con la dirección de Rodrigo Prieto.
–Qué gran reto adaptar al cine a Juan Rulfo.
–Ya se grabó y está en post-producción. Hago un personaje pequeño que se llama Abundio, hijo de Pedro Páramo. La mayoría de adaptaciones de las novelas cumbres son muy chafas. Y Pedro Páramo es una novela universal. Otra de mis dudas era sobre Rodrigo Prieto, quien es fotógrafo, no director. Oh, sorpresa. Rodrigo es muy buen cineasta y director, mucho mejor que varios con los que he trabajado. Es inteligente, analítico y quirúrgico. Dirige desde la imagen. Corrige a su operador de cámara y después va contigo. Cuando ves el cuadro, entiendes por qué te dio tal instrucción, por qué te dijo que esperaras a reaccionar. La adaptación está muy basada en la novela. Por otro lado, llegábamos a locaciones tras media de hora de terracería. Eran cerros donde no había casas, sólo tierra. Vi algunas tomas y dije: “Sí, güey, sí es Rulfo, a huevo”.
–En Finlandia interpretas a Delirio, una líder muxe que defiende sus derechos en una sociedad patriarcal. Has dicho que al ver la película por primera vez, el personaje te decepcionó.
–Es un personaje que no me gusta. Le puede gustar al director (Horacio Alcalá), pero a mí no. Resulta que el director y yo ahora no nos hablamos: pensó que yo le estaba reclamando. Las entrevistas, a veces, toman ese tono y no son específicas en lo que uno dice. En la película hay secuencias buenas, el guión me pareció extraordinario. Había una magia, realismo, diálogos y secuencias que desaparecieron. Pero cuando me mandaron la película… no pude soportar mi trabajo. Estuve a punto de apagar la televisión. Pero me vi: tengo que aprender a no repetir mis errores. A veces me doy cuenta de que repito los mismos gestos para ciertos personajes. En ese sentido, siento que mi trabajo está muy acartonado. Es sobreactuación. A lo mejor eso le gusta al director; a mí, no.
–La tirisia trata sobre dos mujeres en la mixteca poblana. Interpretas a Canelita, un personaje de la comunidad LGBT.
–La tirisia me gustó porque el director, Jorge Pérez Solano, es muy quisquilloso con el guión. Si él pone una coma o un punto es porque tiene un significado. Estudia mucho su historia y sus personajes. Hace investigación de campo. A mí no me gusta cambiar el orden de las oraciones del guión. Debes estudiar a partir de los zapatos del personaje, no saltártelo.
En La tirisia ensayamos muchísimo. Pérez Solano sabía perfectamente hacia dónde llevar el personaje. Me decía: “Vamos a alejarnos de los muxes y de la loca”. A Canelita le pusimos y quitamos cosas hasta que nos dimos cuenta, al final, de que yo sólo volteaba el brazo y eso era todo lo que el personaje necesitaba. Hice una investigación de campo en Juchitán, conocí el día a día de los muxes, su hábitat. Todo ese proceso no sucedió en Finlandia: vemos a una Delirio tratando de encontrar una emoción, y ves al actor tratando de alcanzar una emoción; como no la alcanza, sobreactúa.
–Pareces muy exigente contigo.
–Soy riguroso. El primer filtro soy yo. Me puedes decir que está increíble y yo te lo agradezco, pero sé qué fue lo que hice y qué no. Les pido lo mismo a mis alumnos: que no se casen con que la prensa, el director o sus amigos digan que son extraordinarios porque no es cierto. Debes de ser riguroso para saber dónde la cagaste.
–Con el personaje de Canelita obtuviste el premio al Mejor Actor de Reparto. Te ayudó a romper con el encasillamiento de maleante.
–Mucha gente me llama para darme personajes de narcotraficante, de sicario, del malo de la historia. No estoy en contra del villano, pero sí de cuando sólo se le ve una cara de la moneda. Me gusta interpretar personajes tridimensionales: ver sus virtudes y defectos, su día a día al ras de piso, en lo cotidiano, con la familia o en su trabajo. Queremos ver al ser humano cuando se rompe, cuando algo le afecta. No sólo es la cara de culero.
Mucha gente me sigue llamando para esos papeles por la jeta que tengo. Es terrible.
Mucha gente me sigue llamando para esos papeles por la jeta que tengo. Es terrible: en México todavía te eligen por tus características físicas. Eso no se ha logrado romper. O puede ser que no se rompa. Poco a poco, el cine va abriendo brecha. No la televisión, pues seguimos heredando melodramas en que los malos siempre son los morenos del barrio, los buenos son los güeritos de 1.90, mamados, ojos verdes. Eso lo seguiremos arrastrando. Eres tú, actor, quien tiene que quebrar ese ciclo. Ni las producciones ni el director ni nadie romperá con eso.
A veces te sigues encasillando porque es chamba. Necesitas pagar la renta, mantener a tus hijos. Todos lo hacemos. Yo acabo de hacer La Reina del Sur y obviamente me jalaron por mi perfil físico. Sólo tengo que aprenderme el diálogo. Pero sé que si hago ese tipo de proyectos es para pagar mis gastos, construirme una casa. Gracias a esas producciones puedo hacer otras independientes donde no hay presupuesto, donde trabajas casi de gratis, pero el personaje vale la pena. Busco un equilibrio entre lo comercial e independiente para no preocuparme por mis necesidades básicas.
La gente me dice: “Tú dijiste que ya no ibas a hacer narcotraficantes y no ibas a permitir encasillarte”. Güey: es lo que hay, necesito también comer. Tienes que saber dónde te clavas en una búsqueda psicológica del personaje, cuándo haces una investigación de campo. No lo haré con La Reina del Sur o Narcos. No da tiempo en producciones comerciales: a veces filmas en un día 15 secuencias. Es otro ritmo, otro lenguaje. No te sientas a platicar con el director sobre hacia dónde va el personaje. Si no salió bien la escena, ya no hay tiempo.
–Pasaste una crisis económica en la pandemia. ¿Ha existido un momento en tu carrera en el que no tengas miedo al mañana?
-Pues no. Pasaría si me dedicara a hacer sólo series y películas comerciales. Pero no me puedo quejar. Cobro bien, pero no soy millonario. Ando en metro, en transporte público. No soy de comprarme un carro y que ande parándome el culo por eso. Jamás. Voy en autobús a Hidalgo.
–En Atitalaquia, Hidalgo, estás construyendo una casa. Ahí creciste, pero no te gustaba el campo.
–Es un sueño desde hace unos cinco años. El trabajo en el campo es muy difícil. Empiezas a las cuatro de la mañana, terminas cuando se sume el sol y así siempre. Todo el tiempo debes cuidar lo que siembras, cultivarlo. Ahora se usan pesticidas con los que ya no es necesario desyerbar el frijol o maíz. A mí me tocó hacer todo a mano. Regar, sembrar. Mucho trabajo y los campesinos son los menos pagados y valorados.
Eso me ha curtido en mi trabajo. De alguna manera, es un acto simbólico: lo que cultivas y siembras, es lo que cosechas. Eso aplica en todos los rubros. Es la enseñanza que me dejó el campo. En mi caso, quiero tener una gran cosecha, pero para eso tengo que meter fertilizante, tomar un taller con Nacho Ortiz, hacer una investigación de campo del personaje, ver películas, libros. Debo escarbar para ver de qué manera el personaje se une conmigo. Es mi manera de cultivar.
Yo soy de un pueblito que se llama Cardonal: lugar donde abundan los cardones. De niño, éramos mi papá, mi mamá y mis hermanos. Somos ocho hombres y dos mujeres. Nos dedicábamos al trabajo de campo todos los días. Yo agarré el estudio porque, sí, no me gustaba mucho trabajar el campo. Era una manera de escaparme. Por eso me metí al taller de actuación en la secundaria, para estar dos horas más en la escuela. A los 17, 18 años, mi papá nos soltaba un poquito la rienda. Podías ir a trabajar a otro lugar y ganar tu propio dinero, comprar tu ropa. Dabas tu gasto.



–Ibas a estudiar derecho, pero fuiste a arte dramático por casualidad.
–Siempre me gustaron las leyes. La carrera de derecho era muy demandante. Había una fila enorme para sacar una ficha en la Universidad Autónoma del Estado de México. No sabía yo que el arte o el teatro se podían también estudiar, que había carreras. En la fila, veo el libro de las licenciaturas de la universidad y encuentro “arte dramático”. Me salí de la fila, fui a inscribirme para hacer el examen de arte dramático. Pero no lo pasé.
De teatro sólo conocía las obritas que había hecho en la escuela. Me quedé sin derecho y sin arte dramático. Por fortuna, hubo una segunda convocatoria para la carrera de filosofía porque no había entrado gente. Me inscribí y pasé. Entraba como oyente a todas las clases de arte dramático y, por las tardes, iba a filosofía. Dos o tres meses después, unos chavos se dieron de baja de arte dramático. Pedí mi cambio. Era mi oportunidad.
–¿En algún momento te arrepentiste de salirte de la fila de derecho?
–En la escuela, trabajamos con la compañía universitaria. Actuábamos, nos tocaba ser técnicos o hacernos cargo de la música, las luces y el vestuario. Siempre hacíamos equipo. Cuando egresamos, decidimos fundar un grupo independiente. Empezamos a hacer nuestras propias creaciones. Muchas veces me convencí de que esa era mi profesión, pero también muchas veces me arrepentí porque yo no vivía de mi carrera. Vivía de dar clases en escuelas de artes en Toluca. Me chocaba. Eran talleres de teatro, danza y expresión corporal para chavitos a quienes mandaban para que no estuvieran dando lata en sus casas.
Después me fui a dar clases a una prepa. Vivía de ese tipo de trabajo, no de hacer teatro. Nuestras quincenas las invertíamos en las obras y al final no recuperábamos el dinero. Es cuando llegaba el arrepentimiento. Luego me vine a la Ciudad de México y no le pegué.
–¿Qué sucedió? ¿Desertaste?
–Para empezar, no sabía ni cómo se pedía trabajo de actor. Eso no te lo enseñan en la escuela. ¿Con quién? Traía un currículum enorme de todas las obras que había hecho y programas de mano. Seguramente lo tiraban. Ahora sólo te piden fotos, a ver si pegas. Yo no sabía. Llegué aquí sabiendo nada, sólo que quería hacer cine. No conocía escuelas, directores, compañeros. Me uní a una pequeña pastorela con un grupito. Iba al CCC y al CUEC en busca de publicidades que buscaran actores.
Después me di cuenta de que existen casas castineras y que debes tener tu estudio fotográfico. Yo ni teléfono tenía. Me compré uno hasta los 38 años, cuando empecé a pegar a la publicidad. Mi primer comercial fue del Conapred . Me pagaron unos 32 mil pesos. Con eso me compré mi primer traje y mi primer celular. Eran los 90. No se usaba mucho pero ya era una herramienta básica de trabajo para ese terreno.
–Sin embargo, regresaste a la milpa.
–Sí. No le pegué durante mucho tiempo. Regresé a cultivar la tierra. Pero seguí en conexión.Una vez me llamaron para un casting para el Canal 22. Me encontré un amigo y me dijo: “Güey, vente para acá. Yo tengo un departamento ahí en Tepito, podemos rentarlo entre los dos”. Me aventé un año en las milpas de mi papá hasta que mi hermano me dijo: “Qué pedo, ya no hablas con nosotros, todo el tiempo andas tristeando”. Estaba yo deprimido. “Vete –me alentó mi hermano–; si no, aquí te vas a morir”. Me convenció.
En Tepito viví seis años. Me dediqué a hacer jugo, a ser viene-viene y a lavar carros.
De regreso a la ciudad, empecé a hacer teatro con Peregrino Teatro. En Tepito viví seis años, en Peralvillo esquina con Bocanegra. Me dediqué a hacer jugo, a ser viene-viene y a lavar carros. Empezaba desde las cuatro de la mañana, sacaba para la renta y la comida; por las tardes hacía teatro. Pasaron dos años para que llegara mi primer comercial. Me gustaba el barrio pero tuve que dejarlo. Los mismos cuates me decían: “Güey, ya sales un chingo en la tele. Ya te hace falta un sustito, ya has de ganar bien”. Les decía que era de vez en cuando el trabajo, pero no los convencía. Me cuidaban mucho, por otro lado. Me avisaban cuando llegaba alguien a buscarme. Me hice de muchos amigos en Tepito: es un barrio con una infinidad de personajes increíbles.
Ya empezaba a pegarle al cine. Los primeros fueron en las películas Propiedad ajena, Bala mordida y Sin nombre. Hice un personaje principal en Espiral y otro de reparto en El infierno. A partir de ahí, me empezaron a llegar personajes un poco más interesantes. Había hecho un cortito con Gerardo Naranjo. Él me llevó a Miss Bala, que me llevó a Cannes y a mi primera nominación al Ariel (Mejor Actor). Le fue muy bien a la película.
–Has hecho declaraciones públicas sobre discriminación y desigualdad en México. ¿La has vivido en el cine?
–Es algo por lo que todo mundo pasamos. De pronto, te dicen en el llamado que no puedes comer en tal parte. “Ve con los extras”. “No soy extra”. “Ah, perdón, entonces sí puedes”. Me avergüenza escuchar: “Ustedes, los actores, no se formen: siéntense, ahorita les sirven”. Yo me sigo formando, a menos que de verdad tenga que comer muy rápido. No estoy acostumbrado a eso y no se me hace chido.
A los extras los tienen sentados en la banqueta, formados, hasta que nosotros comamos. Después, ellos pueden pasar por su frutsi y sándwich. Se me hace bien jodido. Son estrategias de producción para ahorrarse varo, pero sí hay dinero para las pedas, para hacer una fiestotota al fin de rodaje, para los alimentos especiales de ciertos actores y actrices.
–Has hablado maravillas del cine de Ángeles Cruz. Estuviste en sus cortos y en la película Nudo mixteco, que aborda la sexualidad de las mujeres en una comunidad indígena. ¿Quién es Noé Hernández antes y después de estos proyectos?
–Cuando hicimos Nudo mixteco, yo argumentaba a Ángeles que mi personaje se fue a Estados Unidos por una lana, a malpasarse y trabajar un chingo, ¿para qué? Regresa y su mujer está con otro cabrón. No puede ser. Ángeles me dijo: “¿Crees que él no anduvo con mujeres?”. “Sí, pero tenía sus necesidades”. “¿Y ella no? ¿Sólo porque tú te fuiste se tiene que esperar y no satisfacer las necesidades del cuerpo?”.
Yo vengo del campo y de una familia que funcionó así durante mucho tiempo, donde las relaciones son de otra manera. Me dije: “Sí, tengo que pensarlo, ponerme en los zapatos de ella”. Entendí que tenía que cambiar, actualizarme.
El cine de Ángeles y su compañía ha cambiado mis puntos de vista que traía del campo, donde el machismo sigue muy fuerte. Son estructuras difíciles de romper, heredadas de mucho tiempo atrás. En las ciudades y con ciertos movimientos te empiezas a dar cuenta que hemos normalizado chingo de cosas que son cuestionables.
Llega un momento en que tienes que cerrar la boquita. Analizar las cosas desde el punto de vista de ella, de la mujer. Yo lo vi en mi madre y en algún momento cuestioné a mi padre. Ahora digo: “Híjole, yo venía replicando o todavía incluso, a veces, el mismo esquema”. El cine es autoconocimiento y educación. Es exactamente el tipo de cine que me interesa hacer. He roto con muchas ideas: mi machismo, mis celos, este sentido de pertenencia de la pareja.
–Otro tema complejo: la violencia en México. La abordaste en Ocho de cada diez, que trata sobre el encuentro con víctimas de la violencia. Interpretar a Aurelio te dio el premio Ariel a Mejor Actor.
–Los premios deberían de desaparecer. Si eso pasara, creo que todo el mundo haríamos cine desde otro lado. Te encuentras con directores que todavía no filman sus películas y dicen: “Esta película va para Cannes”. ¡Ay, güey! Mejor preocúpate por articular bien tu discurso, por ser congruente, luego piensas en los premios. Muchos actores dicen que quieren ganar un Ariel. ¡Primero trabaja!
A veces los premios te cierran puertas. “Ya ganó un Ariel. Va a cobrar más. Ya se cree mucho. Ya se cotiza”, dicen. Un premio no te hace mejor actor. Pienso que mucha gente pierde el piso con los premios. Cuando yo votaba en la Academia (ya no voto), tres personas me hablaron por teléfono para decirme: “Güey, lo que pidas y quieras, pero por favor dame tu voto”. Nos hace falta un chingo de ética profesional para que nuestra cinematografía crezca.
–Vas a trabajar con Isaac Ezban, un director mexicano muy premiado que aborda tramas de ciencia ficción. Su trabajo ha sido elogiado por Guillermo del Toro. ¿Tu personaje es protagonista?
–Está muy padre el guión, su cine de suspenso y terror. También en un personaje secundario, como en Pedro Páramo. A mi edad ya está muy cabrón que me den protagónico. En series y películas, los roles principales son para quienes tienen entre 15 y 35 años, máximo. A los viejos ya nos toca hacer el papá, el abuelo, el tío, el suegro del protagónico. Sin embargo, creo que la vida del adulto es muchísimo más interesante. Después de los 35-40 te van cayendo los veintes. Pero es cierto que la mayoría de consumidores son público joven.
Me he enterado que en ciertas producciones tenían prohibido tener como protagónicos a adultos mayores. De relleno hay un chingo. Mientras más enviejas menos chamba te va a caer. El mismo medio te va haciendo a un lado. Este trabajo está cabrón: te cuesta un pedo entrar y, una vez dentro, un pedo sostenerte. Si tienes 15, 20 años, tienes buen cuerpo y eres bueno, ya la hiciste por lo menos durante unos 20 años. Mientras dure la juventud. Después aunque tengas la experiencia, a nadie le importa.