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191 KILÓMETROS DE<br> DESPOJADOS CLIMÁTICOS
Medio Ambiente

191 KILÓMETROS DE
DESPOJADOS CLIMÁTICOS

TABASCO: AQUÍ EL MAR YA DEVORÓ EL FUTURO

Publicado el 17 de junio de 2024
  • Medio Ambiente

Mucho se ha hablado de El Bosque, la comunidad costera de Tabasco que ha sucumbido ante el avance del mar provocado por el cambio climático y factores como la destrucción de los manglares, la urbanización desmedida o la industria petrolera.

Pero El Bosque no es la única comunidad afectada. Toda la costa de Tabasco corre peligro, tanto sus poblaciones como sus ecosistemas. Los efectos del aumento del nivel del mar ya se sienten en comunidades como El Alacrán o Barra de Tupilco, donde el mar destruye casas, escuelas, carreteras, tuberías.

Más de 90 mil personas se encuentran actualmente en riesgo de ser desplazadas, tarde o temprano, por los efectos del cambio climático en esta región. 

Miles ya han tenido que abandonar no sólo sus casas sino sus formas de vida: los pescadores dejan sus redes para buscarse la vida en la ciudad, las familias se despiden de los paisajes marítimos para vivir hacinadas en pequeños departamentos tierra adentro. El agua salada destruye no sólo casas, tuberías, carreteras, sino que todo el ecosistema de lagunas y manglares pronto será sólo un recuerdo. Al mar ya nada lo detiene. 

Son las historias de un futuro apocalíptico que para gente como Cristina, Delmer, Gladys, Miguel, Viviana, Adonai, Guadalupe, Javier y muchas más, ya está presente en su vida diaria.


El Bosque: el dolor de derribar tu casa

Casa de Cristina Isabel Pacheco. En la orilla del mar, comunidad de El Bosque, municipio de Centla. La acción transcurre durante la nublada mañana del 26 de diciembre de 2022.

A marrazos, Cristina Isabel deshace poco a poco su casa. Ha dado golpes durante horas, casi sin parar. Desmontó primero el plafón del techo, luego las láminas, después la herrería de las ventanas. El agua entra a paletadas por todas partes, por las rendijas, por debajo de las puertas, y resulta inútil intentar rescatarlo todo. Las camas y los colchones ya han quedado inservibles; la ropa desperdigada flota por doquier, llena de arena y sal. Zapatos, neveras, actas de nacimiento, fotografías: todo lo deshace el mar.

El día de antier, justo en la Nochebuena, un frente frío entró con furia a la costa. Ante las circunstancias, y a diferencia de años anteriores, en el pueblo no hubo mucho ánimo para organizar y, en lugar de música y fuegos pirotécnicos, quienes aún viven en El Bosque escucharon colapsar las paredes de varias casas ante el embate de las olas.

* * *

El mar se ha llevado ya tres líneas de construcciones y, con ellas, las memorias de quienes ahí habitaban. Semanas antes, Cristina y su familia habían decidido no aguantar más y mudarse 20 minutos tierra adentro, a Frontera, la cabecera del municipio de Centla. No lo había hecho de buena gana. Su cuñado le había prestado sólo un pequeño departamento.

Cristina solía regresar a El Bosque cada tanto, a veces para platicar con sus vecinos, a veces nada más para mirar, absorta, su casa al pie del mar, lamida por las olas. Así fue hasta que la mañana de Navidad sonó el teléfono.

–Oye, ¿no vas a quitarle las lámina​​s a tu casa? ¡Ya está el agua a la puerta! –le advirtió su hermana.

Había llegado el momento de deshacer todo lo que ella y su familia habían construido durante años de trabajo. Para ese momento ya había comenzado a vender el equipo de pesca de la familia y su carro, el que muchas veces funcionó como la ambulancia del pueblo.

Y también se vio obligada a deshacerse de la lancha, la que su esposo nombró “Doña Cristina”, durante años el motor de la familia, su subsistencia, la que les ayudó a pagar la universidad de su hija Arlene, la que les llevaba comida a la mesa cada mañana.

–Yo llegaba todas las mañanas a la playa a esperar la lancha, a ver cuánto habían traído de producción. Y había momentos que decía “¡n’ombre, la hizo doña Cristina!”. Todo eso se acabó, todo eso se acabó.

De la lancha le quedó a la familia Vicente Pacheco un “recuerdo” incómodo: la deuda por el motor que aún no acaban de pagar a pesar de haber vendido las redes y también el radio.

Esta mañana, 26 de diciembre, llegó sola porque su marido se encuentra trabajando mar adentro, pero ahora en una de las plataformas petroleras. Perder la casa implicó también renunciar a su historia previa, al orgullo de ser uno de los mejores pescadores del pueblo.

Cristina Isabel posa frente a lo que era su casa, la que desmanteló a marrazos hace poco más de un año.

Como puede, Cristina quita los fierros de las ventanas y alcanza a rescatar algunos muebles, las ollas y las freideras donde acostumbraba cocinar, las láminas del techo, algunos juguetes viejos.

–Enfrente tenía yo mi jardincito con una mata de bugambilia y otras flores; un arbolito de nance tenía yo enfrente, un tamarindo. Todo se fue –cuenta con nostalgia.

De aquel jardín sólo logró recuperar una sábila, junto a la herrería y los pocos muebles que no le arrebató el mar. Los sube como puede a la camioneta de Juan Nemesio, un permisionario que solía comprarles pescado a varias familias de El Bosque. Ahora les ayuda a mudarse a Frontera.

Sillas apiladas, mesas, tinacos: la historia entera de su vida –lo único que queda de su patrimonio– cabe en la batea de aquel vehículo que tantas otras veces vio alejarse, cargado de sierras, jaibas, petos y otras especies que ella y su familia pescaban en la costa.

Cristina observa a la camioneta avanzar en dirección contraria al mar. Rodeada por el verde intenso del trópico, se pregunta a sí misma, sin saber qué responderse: ¿cómo es posible que la vida cambie así, que se sacuda por completo tan inesperadamente?


Cristina García Domínguez observa a sus hijos chapotear en el mar de El Alacrán. Viven en Villa Chiltepec, a 70 kilómetros, pero prefieren visitar otras playas que consideran más limpias.

El Alacrán: así se escucha la erosión costera

La acción transcurre en la casa de María del Carmen Uscanga, quien abre cocos a golpe de un machete manejado con destreza. Vive en el pueblo El Alacrán, en el municipio de Cárdenas, a más de 100 kilómetros de El Bosque. Aquí también la fuerza del mar ha causado estragos desde hace tiempo. La casa de María del Carmen es una de las tres que sobreviven de un lado del camino, el del mar.

* * *

María del Carmen Uscanga escucha las olas mientras barre la casa o les da de comer a las gallinas en el patio. El golpeteo del agua sobre la arena y el siseo de la espuma al deshacerse después de cada impacto acompañan cada uno de sus pasos. No le dan tregua.

Ella, que no sabe de ciencia académica, mide lo que los expertos llaman “erosión costera” con sus oídos: el constante golpeteo de las olas le advierte que el mar se acerca rápidamente, que ya no está tan lejos como antes.

–Antes, cuando yo estaba pequeña, ¡ay Dios!, para ir al mar era pensarlo porque eran ceeerros que caminaba una. Y ve ‘orita, ¡ve! Ya tenemos cerquita el mar de la casa. Antes daba hasta flojera ir a la playa. Estaba lejísimos, ni se oían las olas.

No exagera. Con los años el mar ha ganado cientos de metros. Ahora el sonido del agua la acompaña todo el tiempo. María del Carmen parte cocos con su machete. Un collar plateado contrasta con su piel, color de la arena mojada, y su blusa azul rey combina con el mar. Quiebra cada fruto con un movimiento ágil y pulcro para no manchar su ropa ni estropearse el maquillaje.

–Entre el mar y las lagunas nos criamos, de ahí comemos y bebemos. Esa es la vida de aquí, de pesca o de ostión. Otra clase de trabajo no hay.

Nació aquí, en El Alacrán, hace medio siglo y aquí vive desde entonces, en el flanco oriental del pueblo.

Su casa es una de las tres que sobreviven de este lado del camino, el del océano. La protege una barrera de piedra de 350 metros que los lugareños acomodaron en la playa hace tres décadas. Al oeste, las otras casas, las construidas cerca del mar, ya desaparecieron.

–Aquí ‘tamos en las manos de Dios. Él es el único que nos va a tener aquí porque el hombre, aunque estuviera ahí un presidente o un gobernador, no nos va a salvar. ¿Por qué? Porque no pueden detener el mar. Solamente Dios.

María del Carmen, como el resto de los habitantes de El Alacrán, participa en los intentos de los pobladores por resistir el avance del agua

María del Carmen, como el resto de los habitantes de El Alacrán, participa en los intentos de los pobladores por resistir el avance del agua: acomoda piedra sobre piedra para amortiguar el daño de las olas, parte cocos y usa las cáscaras para nivelar los caminos erosionados por el mar.

En la orilla cercana a su casa todo parece estar en su lugar: el azul intenso del mar, la arena sin costales incrustados, las palmeras alineadas y enteras. Pero ella sabe que no es así, que no puede engañarse.

Sus oídos no le mienten: nada está en el mismo lugar. El mar mismo le avisa que le queda poco tiempo y que El Alacrán es uno de los pueblos de Tabasco que más amenazas enfrenta ante la emergencia climática. El mismo crepitar del oleaje le recuerda que a unos pocos kilómetros la playa se encuentra destruida.

Cuando María del Carmen tenía 15 años, su pueblo estrenó carretera por primera vez. Cruzaba montes y cerros que ya se han fundido con el mar. Todavía hace tres años, las estrellas solían ser las únicas que iluminaban el horizonte en El Alacrán.

Desde 2020, un fulgor incandescente emerge de las aguas marinas y le ha quitado el protagonismo a los astros: es el fuego de las plataformas petroleras que se funde con la luz artificial de sus barcos.

Liuviel Jiménez

Desplazados por cambio climático

Luz del Alba Torres

Desplazados por cambio climático

Miguel Ángel Cobos


Desplazados por el cambio climático en Tabasco.
Hace tres décadas, los habitantes de Barra de Tupilco le arrancaron al mar los restos de sus muertos y sus cruces. Hoy, estos símbolos cubren la cuarta parte del “nuevo” panteón.

Barra de Tupilco: un cementerio sin nombres

La acción ocurre en el “nuevo” panteón de Barra de Tupilco, un poblado del municipio de Paraíso. Una pequeña barda separa al cementerio de los montes y cocales que rodean el corazón de la comunidad. Barra de Tupilco se encuentra a una hora de El Alacrán por el camino costero, donde ya sólo se atreven motos y coches pequeños. Ante las malas condiciones de la “carretera”, el transporte público ha desistido. Sólo unos cuantos autobuses rurales llegan desde la cabecera municipal hasta la entrada del pueblo, su última parada.

Este parece ser un panteón común, con lápidas de cemento pintadas de distintos colores esparcidas por doquier, rodeadas de filas de palmeras mecidas por el viento. Algo llama la atención: varias de las cruces están desgastadas y clavadas directamente en la arena, sin cripta, tumba ni nada que las distinga de otras.

Detrás de los cocales, se alcanzan a ver los resquebrajados muros de una cooperativa pesquera, los restos de una escuela y de algunas casas rodeadas de agua que resisten el embate de las olas, aunque ya están derrotadas de antemano. casas rodeadas de agua que resisten el embate de las olas, aunque ya están derrotadas de antemano.

* * *

Gladys López, una mujer de 61 años y vestidos floreados, cuenta lo que ella conoce. Hace ya mucho tiempo, hará más de 30 años, un salvaje “norte” entró al pueblo e inundó el viejo panteón de la comunidad. Las cruces rotas y sin tumba son la memoria de esa pequeña tragedia, lo que los habitantes lograron rescatar del cementerio que quedó bajo el mar.

Debajo de ellas yacen los restos de algunas de las personas fallecidas en el viejo pueblo. Son un recordatorio de los días en que el pueblo decidió no desprenderse de su pasado y arrebatarles a las marejadas los huesos de sus muertos.

La historia comenzó en 1979: ese año el huracán Henri alcanzó su punto máximo, no se detuvo y cubrió todo con agua de mar. La comunidad entera se vio forzada a refugiarse varios kilómetros tierra adentro. Donde había pastizales para ganado, levantaron algunas endebles construcciones para protegerse, y poco a poco, poblaron otra zona de la Barra. Ese fue sólo el primer aviso.

Luego llegaron más huracanes. La furia de Opal y Roxana, en 1995, obligó al pueblo a moverse de nuevo. Pero el agua ya no se retiró.

Hoy, en Barra de Tupilco existen menos de 200 casas, en las que viven unas 500 personas. Es un pueblo sin cuadras ni calles rectas. Las distancias aquí se miden por “playones” o “curvitas”. Están el mar y su comisura impredecible, por un lado, y un manglar que crea una húmeda cortina verde, por el otro. Alguna vez existió un río en el que era común pescar diversas especies, pero de él sólo queda una zanja enmontada, algunas pozas.

–Aquí enterré a mis viejitos –dice Gladys,  en referencia al nuevo panteón–. A mi mamá y a mi papá los enterré aquí.

Si el mar les arrebató su territorio hace décadas, ellos decidieron fundar todo de nuevo lo más cerca posible, a unos kilómetros de sus ruinas submarinas, y rendirle honor a sus muertos.

–De todas las comunidades de Paraíso, las que tienen mar son las que más se transforman –explica Gladys–. Porque las que no, pues siguen teniendo su parquecito, su escuela, un kínder. Como no hay mar, nada se las va a mover.

En Barra de Tupilco, en cambio, la gente ocupa su energía y tiempo en lo más urgente: recaudar agua potable, arreglar las tuberías carcomidas por el óxido, cooperar cada vez que hay un apagón para restablecer la energía eléctrica. La vida se sostiene de vender pescado o coco: a 20 pesos el kilo en enero de 2023, a 10 pesos cuatro meses después o al precio que quieran pagar los intermediarios.

Al mar no le importa que este pueblo ya se haya mudado una vez. Indiferente a los dolores humanos y sus memorias, sigue con su imparable avance tierra adentro, devorando casas, escuelas, tuberías y recuerdos.

Gladys López


El coro de los científicos I

Juan Carlos, Rodimiro, Everardo, Alejandro y Lilia intercambian notas, papeles, opiniones, datos, reportes, análisis y observaciones directas sobre lo que pasa en Tabasco. Son científicos, especialistas de El Colegio de la Frontera Sur y de la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Se ponen de acuerdo, redactan y publican un reporte sobre la vulnerabilidad de las costas del estado ante el aumento del nivel del mar. Ellos, a través de sus publicaciones académicas, le dan cuerpo y voz científica a lo que, cada día y desde hace muchos años, experimentan los 35 mil pobladores que se encuentran en la zona crítica. 

* * *

Las zonas costeras están severamente amenazadas por el cambio climático. El Incremento del Nivel del Mar (INM) representa el mayor peligro para estas regiones costeras, que albergan ecosistemas altamente productivos (manglares, arrecifes coralinos, lagunas, marismas, estuarios) y, a la vez, son de las zonas más pobladas

El incremento del nivel del mar es un evento extremo que impactará gravemente las zonas costeras bajas, como es el caso de Tabasco. A nivel nacional, la costa tabasqueña es de los sitios más vulnerables por su ubicación en una extensa llanura inundable y su elevación menor a un metro.

Los casi 200 kilómetros de costas de Tabasco, caracterizadas por su bajo relieve, sustrato erosionable, retroceso histórico de la línea costera y oleaje de alta energía, constituyen uno de los sitios más críticos ante la elevación del nivel del mar. 

Desplazados por el cambio climático en Tabasco.
Ruinas de casas, ramas de árboles troceados y objetos personales sobresalen del mar en El Bosque.

El aumento en el nivel del mar en el Golfo de México oscila en promedio entre uno y tres milímetros al año, por lo que los modelos cientificos estiman que para el 2090 el aumento será de 60 centímetros.  

Modelos más recientes indican, sin embargo, que el aumento del nivel del mar al final de este siglo será mayor a un metro. Un escenario así, de un metro de elevación, causaría inundaciones en 12 por ciento del territorio tabasqueño (poco más de 3 mil kilómetros).

Eso representaría la modificación de recursos de alto valor ecológico (humedales y sistemas lagunares) y socioeconómico (recursos pesqueros, activos de producción petrolera, puertos).

Asociado a ello, poco más de 90 mil personas habitan en 147 localidades costeras de Tabasco, localizadas en una franja de cinco kilómetros. De estos, al menos 35 mil habitan en la zona más crítica. Pero todas ellas son vulnerables de ser desplazadas tarde o temprano.

  • Fragmentos tomados del reporte de investigación elaborado por Núñez Gómez, Juan Carlos; Ramos Reyes, Rodimiro; Barba Macías, Everardo; Espinoza Tenorio, Alejandro, y Gama Campillo, Lilia María, “Índice de vulnerabilidad costera del litoral tabasqueño, México”, en Investigaciones Geográficas núm 91, boletín del Instituto de Geografía, UNAM, diciembre de 2016.

Desplazados por el cambio climático en Tabasco.
Viviana Velázquez y su mamá perdieron sus casas en febrero de 2022. Ahora se refugian en un cuartito de láminas que ellas y sus vecinos improvisaron.

El Bosque: un campo de refugiados

La acción transcurre a unos metros del mar, en el antiguo campo de futbol de El Bosque, donde hoy se levantan muchos cuartitos de lámina de menos de 25 metros cuadrados. En ellos viven quienes perdieron sus casas (algunos desde 2019 y otros después) y no pueden pagar renta en otro lugar. Armaron estos improvisados refugios con los restos de los hogares que quedaron océano adentro. Basta con caminar cinco minutos desde aquí para ver, por ejemplo, cómo el agua cubre ya casi por completo lo que antes era una escuela.

Al oriente del pueblo, se encuentra el río Grijalva. Al poniente, el muelle y el faro, todavía de pie. En medio, el pueblo que se desmorona junto al mar. Las ramas de los árboles se asoman entre las olas, como cuernos de venado, entre ropa y sábanas rotas, chanclas de plástico enterradas en la orilla, pedazos de muebles que van y vienen con la cadencia del agua.

Los desplazados por el cambio climático gastan buena parte de sus días en sobrevivir. Es lo que hacen Viviana y su hija Katia, Celia y su esposo Delemer, y tantos otros. Nada más. Aquí, al futuro se lo comió el mar.

* * *

–Estamos aquí, no muy cómodas, pero pa’ pasarla –comenta Viviana Velázquez mientras acomoda y encaja una silla de plástico en la arena–. Y como verás, un poco apretadas.

Viviana vive con su mamá y con su hija, ancladas las tres en la promesa gubernamental de reubicar a los habitantes del pueblo. Ellas perdieron su casa en febrero de 2022.

­–Ya los sueños se fueron al agua, como dice el dicho –expresa Katia, su hija, una adolescente que sale del cuarto de lámina y se involucra en la charla–. Lo poco que queda hay que vivirlo.

En otras circunstancias, Katia estaría en la secundaria o ayudando en la pesca. Ahora espera junto a su mamá y su abuela. Sólo espera. Ninguna quiere acercarse a la playa.

–Me da una tristeza –dice Viviana–. Cuando no tengo leña pa’ cocer mis frijoles, le digo a alguien más que vaya, porque, no, pa’ llá no camino para nada.

Cocinar el poco alimento disponible, lavar la ropa cuando las pipas de agua llegan a abastecer, ingeniárselas para preservar el pescado de las altas temperaturas, pues son pocos los refrigeradores que aún funcionan. A esas labores diarias se dedica la mayor parte del tiempo la gente refugiada en el antiguo campo de futbol.

A veces, las familias se juntan en los patios a tomar café y comentar sus apuros entre chascarrillos.

Una señora le dice a un vecino que si los reubican y a ella le toca vivir en el departamento de arriba, caminará con tacones “namás pa’ molestarlo”, como si supiera de antemano que, en caso de que las autoridades lo hagan, les enviarán a una diminuta vivienda de interés social, en la ciudad, no a un pueblo costero, donde cada quien tenga su casa, una playa, una cancha para echar una cáscara el fin de semana.

De ese futuro ya los despojó el mar. 

El mar ha destruido ya buena parte de las casas, pero muchos se niegan a abandonar a su comunidad.

La historia de El Bosque, como comunidad, no tiene más de medio siglo. Familias pesqueras de Alvarado, Veracruz, llegaron a Tabasco y se asentaron en esta tierras bajas cuyo nombre hoy se repite en medios internacionales: El Bosque, municipio de Centla. Ahora es un pueblo “célebre”, como si el anuncio del fin del mundo fuera un espectáculo.

Convocados por los pobladores, hasta acá han venido periodistas y cámaras que llegan, recogen algunas declaraciones, hacen varias tomas y se van. No tardan mucho en entrar y salir.

El Bosque era un lugar perfecto, abrazado por el mar y la desembocadura de los ríos Grijalva, Usumacinta y San Pedrito. Mucha agua, manglar, peces en abundancia. Los alvaradeños construyeron sus casas, poco a poco, al lado del único delta de Tabasco y así los hijos nacieron con la promesa de un futuro menos incierto que el de sus padres.

Ahora, la emergencia climática amenaza con desbaratar toda esa historia, como lo ha hecho también con las casas de al menos 60 familias en este pueblo.

Desplazados por cambio climático

Adonai Domínguez

A un costado del antiguo campo de futbol, entre el río y el mar, se alza todavía la casa de Celia Coto. Ella y su esposo Delemer Torres saben que pronto también tendrán que irse. Pero no quieren. A ellos, gente de mar, la vida en la ciudad les parece hostil, acelerada y triste.

–Si uno no agarra pesca’o, agarra el otro –explica Celia–. Y pues unos con otros se invitan un pesca’o. Y si no agarran los compañeros, lo compras a otros pescadores y sale más barato. En la ciudad todo está caaaro: todo es comprado, todo es más contaminación, no hay patios en las casas. ¡Nooo, no se puede comparar! Aquí estamos acostumbrados a todo más natural. Fresco.

Su casa es, a la vez, la tienda de abarrotes más grande de El Bosque: una construcción de láminas gruesas pintadas de azul cielo, rodeada de plantas y con hamaca en el patio de enfrente.

Más cerca del río que del mar, su hogar permanece aún intacto. Pero el cambio climático hace que Delemer desconfíe cada vez más de lo que durante décadas aprendió del mar. Ha dejado de adentrarse en las aguas pues teme que algún “vientazo” lo tome por sorpresa. Ya sólo pesca cintilla, un pez plateado de cuerpo alargado, que se encuentra en la ribera.

–El tiempo ha cambiado –dice Celia.

–¿O sea que ya no pueden predecir cómo van a estar las aguas?
–Yo luego veo la Comisión Nacional del Agua y no dan vientos –menciona Delemer–. Pero amanece y está dando el vientazo. Igual los norte’. Decimos “no, que no va a haber norte, no es temporada”. Y de pronto se dejan venir dos juntos. Es cuando nos dan en el cajón de pan. Por eso se ahoga la gente.

Delemer no exagera. Son cada vez más frecuentes los casos de pescadores que mueren mar adentro, sorprendidos por tormentas imprevistas.

–Mejor ya trabajo en la costa, pero de repente entra el vientazo y no hay pescado –lamenta Delemer.

–¿Y cómo debería de estar ahorita?
–Es temporada de sierra –responde Celia–. Debería de haber calma y debería estar la gente pescando como en años atrás. Pero no hay. Cobra caro el cambio climático: uno se queda sin nada.

Desplazados por el cambio climático en Tabasco.
Antonio Merlín recorre la orilla de El Bosque.

​A unos cuantos metros de la casa de Celia y Delemer, decenas de pescadores exhiben sus neveras vacías en la orilla del río. Llegaron hace una semana. Vienen de otros pueblos costeros, como El Alacrán y Sánchez Magallanes. Como no hay pescado, pasan el día haciendo cálculos con las manos. Intentan asumir la pérdida por los peces no vendidos, los gastos de la gasolina y el tiempo sin quehacer.

Adonaí Domínguez, joven de Sánchez Magallanes, dice que él empezó a pescar desde los cinco años.

–Desde el sábado que llegamos, no la hemos hecho –se queja mientras se quita su playera estampada de anclas y salvavidas–. Anoche hice cuentas con los trabajadores y tocaba de 200 pesos: no da. Esas embarcaciones que están ahí, las tengo varadas; las subí porque no da.

Adonaí visita El Bosque por temporadas, cada vez que la pesca escasea en Sánchez Magallanes. Hace tiempo que no venía y le sorprende encontrar tan pocas casas. Después de las jornadas de pesca, solía jugar futbol en el campo que ahora sirve de refugio. Teme que en su pueblo pase lo mismo pronto.

Pese a todo, en esta zona de El Bosque hay palapas y hamacas con vista al agua dulce, música, niños que juegan entre las embarcaciones varadas.

La tragedia parece lejana aunque los pescadores, a unos metros, se dedican a hacer cuentas. En pocos días deberán partir, sin pescado ni ganancias.

Todavía peor: deberán gastar más en gasolina, pues están obligados a dar un rodeo, ya que la carretera que los lleva a Sánchez Magallanes está troceada otra vez por el mar.


David de la Cruz, a punto de engrosar las listas de desplazados por el cambio climático en Tabasco.
Así se ve la erosión costera en El Alacrán. David de la Cruz detiene su moto para mostrar el camino deshecho.

El Alacrán: en moto por un camino roto

David de la Cruz, un costeño cincuentón, despeinado por las constantes ráfagas de viento, maniobra a bordo de su motocicleta. Se encuentra en un camino que los habitantes de El Alacrán han creado a punta de palazos. Hace 30 años aún podía recorrer la carretera intercostera Sánchez Magallanes-Paraíso, inaugurada en 1988 junto con la promesa de “modernizar” Tabasco, aprovechando las ganancias del codiciado petróleo. Los huracanes Roxana y Opal entraron a la costa siete años después y la carretera empezó a desmoronarse. Algunos tramos desaparecieron por completo. 

David vive en El Alacrán desde 2004, aunque desde niño acompañó a su padre a pescar en las lagunas y los poblados regados en la costa de Tabasco. El pueblo se ha ido haciendo chico. Año con año se pierde terreno. Si en la década de los noventa la costa retrocedió casi 130 metros, ahora debe ser mucho más.

* * *

–Aquí ya no entra un taxi. Aquí no entra un abarrotero, no entran insumos, el agua. Hay que ir hasta Sánchez Magallanes (a 40 minutos) para traer los alimentos. Estamos totalmente incomunicados. Aislados –remarca David.

Aislados. Hace varios años que la gente de esta tierra vive con la extraña sensación de estar lejos del mundo.

David luce aún desvelado por una fiesta de XV años en la que medio pueblo bailó al ritmo de la cumbia tropical de El Calamardo, un tecladista local. Antes de bajar de su motocicleta, David saca un peine de su bolsillo trasero y se acomoda el cabello que los aironazos le han revuelto.

Deja a un lado a su moto y muestra una parte del camino que cruza el pueblo de este a oeste: un paisaje desgajado, como si una enorme criatura hubiera encajado sus garras en las dunas de arena, troceando la carretera, desnivelando el terreno.

David sube de nuevo a su moto y avanza. Al lado del camino, de la arena emergen tuberías como huesos fracturados que rasgan la piel; aparecen viejas construcciones que hoy son fantasmas; los postes de luz yacen derrotados por el agua, con las varillas de acero de fuera​​; algunos costales rellenos de arena amortiguan la fuerza del oleaje. En realidad, intentan amortiguar, sin mayor fortuna.

Desplazados por cambio climático

José Chablé

El paisaje costero de Tabasco está marcado por estas imágenes. Ruinas carcomidas por el agua, la sal y los nortes, los ventarrones extremos que azotan las playas cada vez más frecuentemente, las rutas roídas por el mar.

David de la Cruz continúa avanzando; sortea los enormes baches y desniveles del camino. Es obvio que la carretera no tendrá un futuro.

A duras penas, los habitantes de la zona logran parcharla; la reparan por aquí, por allá, pero no por mucho tiempo. El mar no les da tregua. Ni lo hará.  

De pronto, David expresa en voz alta lo que en su opinión implicaría perder por completo el camino: perder las visitas de los familiares, las medicinas de los enfermos, las ambulancias para emergencias, la leche para los niños. A eso se refiere cuando dice que se sienten aislados.

–Hay changarritos que traen cosas, pero por el traslado aumenta el costo y es un golpe. El salario es poco y la vida del pescador es variable: si un día hacemos 200 pesos, luego en tres días no vemos nada.

El camino, que los habitantes abren como pueden una y otra vez, se desbarata cada que azota un norte o se dejan venir las lluvias fuertes, o el oleaje toma fuerza inusual.

David saca el peine de su bolsillo para acomodarse el cabello por enésima vez. Recuerda que hace 30 años todavía usaban sin problema la carretera Sánchez Magallanes-Paraíso, la que pasa por dos de los tres municipios de Tabasco con frente de costa.

Ante la urgencia de preservar el camino, las autoridades de Cárdenas entregaron en julio pasado a los habitantes de El Alacrán unos 350 bolsacretos, esos costales de plástico tejido con boquilla por donde se les inyecta arena y grava para que resistan un poco más la dureza del clima.

David grabó entonces las faenas comunitarias de los pescadores. Muestra el video: ese día dejaron de lado su ropa impermeable de manga larga, la pesca y el cultivo de ostiones para dedicarse a llenar y cargar bolsacretos.

Unos descalzos, otros en chanclas, todos en short, jalaban mangueras y acomodaban bulto sobre bulto hasta formar una barrera. El hombre contra el poder natural, con la vana esperanza de poner un alto al mar y tener un camino en condiciones transitables, al menos por un tiempo.

–Es crítica la situación, bastante. Lo único que vamos a poner ahorita para frenar un tantito es la bolsacreto, la bolsacreto –dice David, quien saca una vez más su peine para intentar medio gobernar las hebras de su cabello.


La ciencia de la erosión

En la escena aparecen dos mujeres: Lilia Gama Campillo, una científica que ha dedicado buena parte de su carrera profesional a entender lo que ocurre en las costas de Tabasco, y la reportera. Lilia es una especialista. Conversan sobre el cambio climático, el avance del mar y la erosión costera, además de las fallidas políticas públicas y su impacto en la vida de la gente que vive en el litoral del estado. Coautora de varios de los estudios científicos más recientes, Lilia maneja como pocas personas el tema. La charla telefónica es iluminadora. Lilia le da sentido a lo que la gente expresa; sus trabajos ayudan a entender los inminentes riesgos. Platican extensamente sobre lo que Lilia y sus colegas han encontrado. Y comparte algunos de los hallazgos más reveladores de uno de sus estudios.

* * *

La comparación de los registros de las líneas costeras hechos por el gobierno federal en 1972, 1984 y 1995, así como las mediciones de campo realizadas en 2003-2004 por especialistas, revelan cifras alarmantes de retroceso costero en diversos sectores.

“Retroceso costero” se puede traducir fácilmente: pérdida de playa, pérdida de casas, pérdida de costa, pérdida de escuelas, pérdida de un modo de vida.

Poco ostentoso, lenta, pero incesantemente, el mar avanza y devora pedazos de costa. Cada día ocurre, pero si alguien se toma la molestia de medir el ancho de las playas se puede apreciar lo que se pierde cada año. Eso es lo que han hecho Lilia y sus colegas.  

Las tasas promedio de retroceso anual en diferentes poblados ayudan a darse cuenta: en Sánchez Magallanes hay entre tres y cinco metros menos de costa cada año; en la desembocadura del río San Pedro y San Pablo, de ocho o a nueve metros menos.

La propia población lo sabe, lo siente. Algunos de los habitantes estiman un retroceso intenso de 25 metros en cinco años aproximadamente.

Los científicos estudian los efectos del cambio climático en las comunidades de desplazados.
Septiembre de 2004. Deterioro de oleoductos de Pemex localizados a lo largo de la costa. Ya han sido exhumados por la morfodinámica litoral en el poblado de Sánchez Magallanes. Foto: Lilia Gama

Más allá de las percepciones y mediciones, el empuje del mar se refleja en las construcciones derribadas y ocupadas por el mar y las defensas (frentes de palizadas y de sacos de arena) improvisadas por los habitantes para atenuar los efectos del oleaje, así como por el  deterioro de los oleoductos de Pemex, localizados a lo largo de la costa, que han sido “exhumados” por el avance del mar.

Las mediciones más antiguas dan cuenta de retrocesos menores, pero los nuevos datos ya muestran que ese fenómeno se ha acelerado:

Si se comparan los datos de 1995 y 2003, en una pequeña zona de cuatro kilómetros de Sánchez Magallanes se registra una fuerte tendencia de retroceso costero, de entre 10 y 20 metros como mínimo y de hasta 70 y 87 metros.

Los científicos estudian los efectos del cambio climático en las comunidades de desplazados.
Septiembre de 2004. Retroceso de la costa en la localidad de Sánchez Magallanes, Tabasco. Obsérvense las casas derribadas por el mar y las defensas (frentes de palizadas y de sacos de arena) improvisadas por los habitantes para atenuar los efectos del oleaje. Foto: Lilia Gama

Una tendencia igual de retroceso se registra en comunidades cercanas a Sánchez Magallanes:

  • El Alacrán: 127 metros menos de playa
  • Tupilquillo: 28 metros menos de playa
  • Barra de Tupilco: hasta 48 metros menos de playa
  • Playa Azul: hasta 48 metros menos de costa

Esta “tendencia retrogradativa de la costa” ha determinado desde hace años la ruptura en algunos tramos de la carretera costera en El Alacrán. Se aprecia en una foto de septiembre de 2004.

Pero hay zonas peores. Sobre todo si se considera que éstos son datos de hace 20 años: la emergencia ya es mucho más seria que en aquel entonces.

Aun así, no dejan de sorprender. La siguiente imagen es de hace casi 20 años. Y ya se hablaba de que en la segunda mitad del siglo pasado el mar había avanzado medio kilómetro tierra adentro y “limpiado” la costa de manglares.

Los científicos estudian los efectos del cambio climático en las comunidades de desplazados.
Septiembre de 2004. Ruptura de la carretera costera como resultado del retroceso de la costa en el poblado de El Alacrán. Foto: Lilia Gama
  • Información retomada del reporte de investigación “Morfodinámica de la línea de costa del estado de Tabasco, México: tendencias desde la segunda mitad del siglo XX hasta el presente” elaborado por Hernández Santana, José Ramón; Ortiz Pérez, Mario Arturo; Méndez Linares, Ana Patricia, y Gama Campillo, Lilia, publicado en Investigaciones Geográficas número 65, boletín del Instituto de Geografía, UNAM, abril de 2008. 

Las infancias son las más afectadas por los efectos del cambio climático, niñas y niños desplazado se han quedado sin escuela.
Un niño recorre su antigua escuela en El Bosque, a unas horas de la primera conferencia de prensa de su comunidad, en noviembre de 2022.

El Bosque: un mar lleno de chuzos

Dos adolescentes recorren la playa en El Bosque. Juguetean, caminan y describen lo que ya no existe, incluida la escuela a la que asistían. Sin clases, porque no hay más salones ni maestros, gastan sus días sin plan de ninguna especie, aunque a veces se dedican a pescar.    

Su escuela, la “Joaquín Dámaso Casasús”, ya no existe. Un día, a principios del año pasado, las olas se colaron por todas partes y expulsaron del salón a los alumnos y sus maestros. Ahora pasan los días persiguiendo iguanas o, a veces, pescando. Algunos de sus compañeros de salón estudian ahora en Frontera porque aquí se han acabado las clases regulares.

* * *

–Como en la pandemia –dice Javier Reyes. Tiene 13 años, un cuerpo espigado y el cabello decolorado por el sol–. Antes estaba lejos todo esto, hasta alláááá. Nos poníamos a jugar aquí, a correr y nos caíamos, pero estaba lejísimos el mar.

A esta hora, la gente suele sacar sus sillas para tomar el fresco del atardecer. Hay quien sirve un café para evitar dormirse, alguien más pone música para olvidar las circunstancias y animar a los vecinos.

El duelo colectivo por todo lo perdido se mezcla con la vida cotidiana. No sólo quienes habitan en El Bosque experimentan la pérdida. Este era un destino recreativo para mucha gente de Centla y de otros municipios. El muelle del río, los atardeceres dorados, el faro como un caramelo a la distancia, hacían de El Bosque un lugar perfecto para quienes deseaban zambullirse en agua dulce o sortear las olas del mar.

Javier menciona los lugares que ya no están: la casa de sus abuelos, el árbol de tamarindo, la tienda…

A Javier Reyes le gustaba eso de su pueblo. Ahora apunta con su dedo hacia las olas y menciona los lugares que ya no están: la casa de sus abuelos, el árbol de tamarindo, la tienda, los pinos que sembraron sus vecinos cuando terminó el milenio.

–Aquí era más bonito –dice Yahir Mayoral, de 12 años, mientras camina al lado de Javier–. Las familias perdieron sus casas, se tuvieron que ir.

–¿Qué quieren que pase ahora?
–Que nos reubiquen –responde Yahir–, que nos den otro hogar igual que éste.

–¿Y si no tiene mar?
–Sí vamos a extrañar bastante…. aunque hizo un desastre, pero lo vamos a extrañar.

–¿Qué les gusta más del mar?
–Todo lo que hay en el mar –dice Yahir–, toda la vista, la vista hermosa. Cuando van a pescar y hay pescado.

–¿No les da miedo el mar?
–No, a nosotros no, porque nos bañamos ahí, nos abrazamos, brincamos como los delfines. Ahorita ya no: hay muchos chuzos (punta afilada de una varilla). Ahorita ya no, pero vieras cómo brincaban las mojinas (tortugas) antes.

Niños juegan en la playa. Cientos de desplazados por el cambio climático regresan todavía a sus pueblos de origen.
Muchas de las niñas y niños de los pueblos costeros de Tabasco afectados por el cambio climático han quedado sin espacios de recreo, sin escuela y en una comunidad fragmentada por el desplazamiento.
Niños juegan en la playa. Cientos de desplazados por el cambio climático regresan todavía a sus pueblos de origen.

Desplazados por el cambio climático
Miguel Pérez se apoya en la base de lo que fue el segundo faro de Barra de Tupilco.

Barra de Tupilco: los gigantes de luz caídos

La acción transcurre a mediados de 2023 en las playas de Barra de Tupilco. Un hombre más o menos corpulento, con el cabello ondulado y camiseta a rayas gruesas amarillas y blancas, camina con facilidad sobre la arena. No cualquiera puede hacerlo. Los pies se hunden, pesan, batallan para avanzar. Él lo hace con rapidez. Se trata de Miguel Pérez, un pescador de cepa, con sus 50 años vividos en Barra de Tupilco.

Miguel guía a los periodistas por la comunidad. Hace una parada en un trozo enorme de concreto que parece irrumpir desde el fondo de la tierra. Se trata de los restos del primer faro del antiguo pueblo. Y aunque él no recuerda haberlo visto iluminar las noches profundas, igual le causa pena ver a un gigante derrumbado.

* * *

–En esta parte que ustedes observan aquí –señala con el brazo una porción de agua y vuelve a contar la historia que conocen muy bien en estos rumbos–, aquí había habitantes, casas. Lo que es la mar estaba lejos de las casas, súper lejos.

Súper lejos. Desde hace medio siglo el mar se ha ido tragando la playa, pero nunca se había puesto atención a las batallas de la comunidad por atajar a la naturaleza. 

Es una historia antigua que se repite décadas después: hace 40 años el mar destruyó el pueblo. La gente se mudó costa adentro y construyó nuevas escuelas, otras iglesias, casas. El pueblo levantó un segundo faro. Pero el empuje del agua no paró y ese segundo faro también cayó. Ahora sólo queda su base, levantada sobre la arena. Los estudiantes han garabateado sobre ella un pulpo cuyos tentáculos no alcanzan a abrazar por completo el faro roto.

Ciertas luces no deben apagarse nunca, explica Miguel. Por eso un tercer faro alumbra ya las noches de los navegantes.

–La Barra no se puede quedar sin faro: es el punto donde las embarcaciones tienen su marca –alecciona Miguel–. Lo podrán mover un poco, pero no se puede quedar sin faro. Cuando yo llegaba a pescar de noche, nos marcábamos por el faro. Sirve como señalamiento, sirve como dirección.

Miguel habla del faro como si hablara de sí mismo o del pueblo. No importa si lo mueven un poco. Eso se arregla. Pero hay quienes no se pueden quedar sin faro, sin pueblo, sin historia, sin algo que amarre la existencia y puedan encontrar el rumbo en medio de la oscuridad o del mar abierto.

Un faro roto. Los desplazados por el cambio climático ven las ruinas de sus antiguos pueblos.
Las entrañas de un faro caído.

La ciencia más reciente

La reportera aparece en un cuarto, es de noche. Lee con atención uno de los más recientes trabajos académicos que se han producido sobre el impacto del aumento en el nivel del mar. La autora principal es Lilia Gama, la científica con la que ha platicado antes. El reporte se publicó en enero de 2023, así que la información es actual. Toma notas y revisa algunos fragmentos de la plática con ella. No hay duda, a juzgar por las conclusiones: miles y miles de habitantes de la costa de Tabasco ya están afectados. Y habrá miles más en el futuro cercano.

* * *

El reporte de 2018 del Panel Intergubernamental para el Cambio Climático señala que la tendencia de calentamiento del mar está aumentando las tasas de deshielo de las masas polares, con potencial para tener veranos sin hielo marino en el Ártico al menos una vez por década.

Es incierto aún cómo se reflejará esto en las zonas costeras. Sin embargo, se asocia al aumento de la erosión costera y pérdida de playas, a una mayor exposición del frente de costa durante los temporales y a la salinización de los acuíferos dulces.

Según información del Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático, seis municipios de Tabasco tienen un alto índice de vulnerabilidad al cambio climático. Además de Cárdenas, Paraíso y Centla, municipios costeros, otros tres –Jonuta, Comalcalco y Huimanguillo– integran la zona crítica ante el aumento del nivel del mar.

En la zona crítica se ubican 76 localidades situadas entre cero y un metro sobre el nivel del mar. En ellas viven poco más de 35 mil habitantes. La vulnerabilidad se agrava por las condiciones socioeconómicas: 63 de esas 76 comunidades están clasificadas como de nivel medio y alto de marginación.

Las conclusiones no son muy alentadoras. Reafirman con bases científicas lo que se ha reporteado en el recorrido por El Bosque, El Alacrán y Barra de Tupilco.

Los primeros impactos del cambio climático ya se aprecian en Tabasco: pérdida de infraestructura, avance de la cuña salina, que afecta el uso del suelo y el manto freático, así como pérdida de territorio en algunos sectores del litoral.

Los pobladores de localidades costeras se han movido tierra adentro al perder sus casas, debido a que la infraestructura de protección usada, como los geotubos, no ha funcionado. De hecho, parte de esta infraestructura, como los espigones, ha potenciado el incremento de la erosión costera.

Las  dunas,  que  actúan  como  barreras  naturales,  están  sujetas  a  una fuerte presión generada por la actividad humana, en particular con la construcción de carreteras o viviendas, lo que provoca que se rompa la dinámica natural y que los procesos erosivos se vuelvan irreversibles.

Lilia Gama ha hecho énfasis eso: la acción del ser humano –el crecimiento urbano no planificado, la deforestación, la desecación de humedales, el cambio de uso de suelo para ganadería o monocultivos– ha potenciado la crisis: si hubiera naturaleza en la costa y no se hubiese trastocado, habría posibilidad de atenuar al menos los impactos.

  • El estudio revisado es el siguiente: Gama Campillo, L. M., Díaz López, H. M., Collado Torres, R., Macías Valadez Treviño, M. E., Mata Zayas, E. E., y Figueroa MahEng, J. M. “Implicaciones de la potencial elevación del nivel del mar para la población costera de Tabasco, México”, en Estudios Demográficos y Urbanos, enero-abril de 2023.

Cristina Isabel Pacheco es una más de los cientos de desplazados por el cambio climático en El Bosque, Tabasco. Se detiene en el hueco que ocupó la puerta de lo que antes esra su casa, antes de que el avance del mar la devorara
Cristina Isabel Pacheco en el marco de la puerta que tantas veces cruzó para entrar a su hogar.

El Bosque: una casa en mitad del mar

Es mayo de 2023 y la acción ocurre en lo que antes era tierra firme. El mar ha avanzado. De la superficie del agua, aún sobresalen restos de la construcción. Sólo una pared se mantiene en pie. Era la casa de Cristina Isabel, quien ha regresado a El Bosque, como lo ha hecho tantas veces, y mira, con nostalgia, el atardecer que su yerno pintó hace años en el muro que se resiste a caer. Cerca de ahí, aún vive su hermana Guadalupe, quien se ha convertido en una de las voces más potentes de los “desplazados por el cambio climático”, de los despojados climáticos.   

* * *

–Esta es mi imagen favorita –dice Cristina Isabel a la orilla de la playa–. La puesta de sol es lo más hermoso que puede haber. Cuando íbamos de pesca al muelle y caía el sol en esa parte, yo decía: “Dios mío, qué maravillas, qué grandes son tus obras”.

La gente que ha perdido su casa regresa cada ciertas semanas, a veces sólo para pasar aquí la tarde, platicar con vecinos y familiares, instalarse frente al río Grijalva y, como si fueran turistas en su propio pueblo, encender bocinas para escuchar música mientras las niñas se meten al agua o trepan las palmeras.

A veces, se les puede ver parados en la orilla de la costa, cual estacas en la arena, mirando en silencio cómo el mar continúa deshaciendo, en cada vaivén, su antiguo hogar.  

El peor escenario está ya aquí. Llegó desde hace un tiempo. La única alternativa de los pobladores ha sido escapar tierra adentro, renunciar a su historia, abandonar patios, animales, paisajes; dejar de ser pescadores, buscar algún lugar dónde vivir y emplearse en una plataforma petrolera, en alguna oficina de gobierno o en donde sea.

Justo en la orilla de la playa, en la fachada de lo que antes solían ser las instalaciones de una cooperativa pesquera, puede leerse: “Nuestras raíces son la comunidad”.

–Mira, eso somos –dice Cristina al leerla–. Somos raíces entrelazadas. Estamos entrelazados y no quisiéramos ser arrancados. Aunque aquí está una parte del pueblo, yo ya estoy en Frontera. Pero quisiera estar acá.

Han pasado seis meses desde que Cristina Isabel Pacheco se mudó a Frontera. En la casa prestada que ahora habitan entre ocho y 10 personas, no tiene cuarto propio y a veces duerme en una salita o en una hamaca. Su mamá, que vivía sola en El Bosque, ahora comparte todos los espacios con Cristina, su esposo e hijos.

La familia ha tenido que cambiar su alimentación: ahí no hay fogón y, si antes podían comer pescados y jaibas, ahora cuentan con una estufa de gas en la que sólo pueden cocinar pollo, frijoles, arroz, huevos. La emergencia climática también les arrebató el fuego.

–Hacíamos comidas grandes –recuerda Cristina–. También teníamos un horno de pan; en temporada de “norte” hacíamos pan para vender. Sabemos hacer pan, sabemos hacer dulce de coco. Yo hice mucho cuando mi hija estaba en la universidad, para que ella vendiera en la universidad y nos ayudáramos económicamente.

Cristina recuerda la graduación de su hija Arlene, hace tres años. Se acuerda del fiestón, que comenzó en el patio y terminó cerrando la calle entera. Rentaron sillas, mesas, comieron barbacoa de res y espagueti.

Hubo cantidades de baile, música, risas, hasta la madrugada.

–Hubo cheve también –dice Cristina, con alegría–. Invité a todos en la colonia. Estuvo bonito, estuvo bonito. Nos divertíamos juntos; fuera fin de año, un cumpleaños, todos convivíamos.

Santiago Chable

Desplazados por cambio climático

Guadalupe Cobos

Cristina sigue contando sobre los diferentes festejos en El Bosque. Por ejemplo, los XV años de su hija Arlene, cuando el mar aún estaba muy lejos.

–Lo celebramos en El Bosque, en la cancha que está frente a la escuela –dice y habla en presente, como si todos esos lugares todavía existieran.

Ya no existen. Y tampoco hay demasiado ánimo de festejar. La gente de El Bosque, sobre todo las mujeres, han asumido, eso sí, un activismo comunitario. Hacen todo tipo de trámites y participan en mesas de trabajo con cuanta autoridad se les presente.

Procuran asistir con puntualidad a las asambleas para tomar acuerdos respecto al posible futuro del pueblo, hablan sobre los padrones de desplazados que levantó el gobierno federal y los trámites para la prometida reubicación; cuando no pueden venir, hacen videollamadas en el celular para estar al tanto.

El suyo es un camino marcado por la tenacidad. La comunidad de El Bosque, hoy en día, es la primera en ser reconocida oficialmente como desplazada climática en México. También logró ser escuchada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en una audiencia inédita, en la que compartieron su testimonio junto a otros pueblos desplazados por el cambio climático en América Latina.

Han aprendido que, además de lamentar las pérdidas, deben actuar y organizarse. Les tomó un tiempo darse cuenta, pero hoy se asumen como lo que son.

–Nosotros somos “desplazados climáticos” –afirma Guadalupe, hermana de Cristina–. No lo quería yo creer, pero a partir de muchos talleres que hemos tomado, hoy me queda claro que el cambio climático está ahí, ya. Es un hecho.

Guadalupe es una de las personas que aún habita en El Bosque. Su casa es el punto de reunión del pueblo. Platican, comen o toman café.

La emergencia climática orilló a Guadalupe dar decenas de entrevistas, exponer su situación en la capital del país y ante organizaciones internacionales. No para. Se informa, asiste a talleres, atiende llamadas, gestionó ante la Comisión Nacional de Vivienda (Conavi) que a los desplazados por el cambio climático los adhieran al Programa de Vivienda Social 2023. Y se resiste a simplemente levantar sus cosas e irse.

Hace poco que empezó a escuchar algo de lo que ni una mínima idea tenía: “justicia climática”. Y sabe que se las deben porque ni ella ni la gente desplazada de las demás comunidades contribuyeron a crear este desastre.

La hija de Guadalupe, que trabaja en Ciudad del Carmen, le insiste en que se dé por vencida. Pero ella no quiere. “Me dice: ‘ma, ya salte, vamos a buscar algo para que te vayas’, pero yo le digo ‘es que aquí está mi vida’. Vamos a ver si se nos da esa reubicación, que seamos todos. El mar nos lo ha dado todo: casa, comida. Pero está tan lastimado que dice ‘ya no’”.

Guadalupe, como tantas personas que viven junto a él, le habla al mar. “Yo le digo: `Te han lastimado tanto que hoy estás pasando la factura, pero, oye, a nosotros no nos la pases. No tenemos para pagarla’”.

Por eso, y por tanta vida atrás, por eso no se va.

Un pescador de la costa de Tabasco lanza sus redes al mar. Los pescadores también han sido desplazados por el cambio climático.
Aún hay redes que se extienden en El Bosque.

Coordinación general: Ignacio Rodríguez Reyna
Coordinación editorial: Carlos Acuña
Investigación: Alondra Reséndiz
Fotografías y videos: Iván Sánchez de la Cruz

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Por Alondra Reséndiz | Foto y videos: Iván Sánchez de la Cruz

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