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De paseo por La Habana, Cuba
Foto: Adolfo Vladimir
Publicado el 20 de septiembre 2024
  • Internacional

De paseo por La Habana, Cuba

La capital de Cuba es un lugar en el que el tiempo parece no transcurrir y en donde los monumentos no hacen justicia a su vida cotidiana.


Las ruedas del avión tocan la pista de La Habana y la gente, al sentir ese brusco movimiento, aplaude. Han vuelto a casa.

Quiero decirles que el momento de más riesgo en un avión no es volar, sino cuando el avión se desliza por la pista y los pilotos hacen la maniobra para frenar. No me molesta que aplaudan, me molesta que lo hagan cuando en estos instantes cualquier cosa puede salir mal, como que el avión se desvíe hacia los lados o que los frenos fallen y nos dirijamos a más de 200 kilómetros por hora hacia la columna de árboles del trópico que delimitan los terrenos del aeropuerto. No me atrevo a decirles que esperen a que se detenga totalmente, la gente que ha aplaudido está emocionada: han regresado a su hogar.

 Han regresado a Cuba.

Aterrizar en el aeropuerto internacional José Martí, en La Habana, es tal como lo imaginaba. Está rodeado por un paraíso arbóreo que debe dar los frutos más jugosos y maderas capaces de resistir huracanes. Parece sacado de una película sobre generales en repúblicas bananeras gobernando desde sus palacios, amenazados por ejércitos de Rambos que cruzan las selvas rifle en mano. La línea de árboles de plátano al fondo es de un verde capaz de cegar con su intensidad.

La fila de espera es larga. La gente aquí sabe aguantar a que sea su turno para que su ingreso al país sea revisado y aprobado. Muchos llevan maletas de mano cargadas de cosas que traen desde México, cosas que casi no hay en la isla, desde ropa hasta celulares. Debemos pasar por un control para entrar oficialmente a Cuba.

–¿Le enseño mi visa cubana? –le pregunto a la mujer que atiende.
–Sí –responde con hastío, pero tiene un acento dulce, cálido. Se la entrego junto con el pasaporte.

Mi nuca se siente fría. ¿Qué pasará cuando la mujer vea en mi pasaporte que estuve en Estados Unidos? Ella revisa, sus ojos pasan páginas. Toma el sello y lo plasma sobre una de las hojas.

La tinta rosa dice: República de Cuba, José Martí, 27 de Junio, 2019.

En el aeropuerto habanero hay dos salidas, con sus respectivas cintas transportadoras de equipaje, en lugares extremos. A los de mi vuelo nos toca la de la derecha. Las maletas pasan sin que aparezca mi mochila. Espero a que salga y pienso que tal vez descubrieron que traía ropa y biberones, encargo de un amigo para llevarle a su familia en Madruga. La humedad del trópico traspasa mi ropa y los minutos se deslizan como el sudor en mi cuerpo, sin que aparezca mi mochila. La gente se acerca a la cinta transportadora y se preguntan lo mismo que yo. Primero, si es la cinta correcta y, al confirmarlo, si las maletas llegaron.

Maykel me lo dijo en Estados Unidos. Los demás aeropuertos internacionales de Cuba tienen instalaciones más modernas y rápidas para la atención de turistas que el de La Habana, que recibe a cinco millones de personas anualmente.

La maleta por fin aparece, intacta.

A la salida del aeropuerto gente de todos colores grita a los recién llegados la mejor oferta para hospedarse, los mejores tours por la isla. Busco una máquina que me permita cambiar algunos dólares que me sobran por la moneda nacional casi equivalente a la gringa. Un Peso Cubano Convertible (cé-u-cé o cuc) en el aeropuerto es .87 dólares de Estados Unidos. A Cuba le entrego a Ulysses S. Grant, Andrew Jackson y varios Abraham Lincoln. Por el cambio recibo al Che Guevara y los monumentos a Camilo Cienfuegos y Máximo Gómez. Un intercambio político de dos países que no se hablan.

Habana, Cuba
Habana, Cuba. / Foto: Adolfo Vladmir, Cuartoscuro

Afuera hay varios taxis, coches de hace 60 años que parecen indestructibles, con una tarifa fija de 25 CUCs hacia La Habana. Los automóviles actuales, que corren sobre las vías terrestres de cualquier otra ciudad del mundo, me parecen desabridos, sin personalidad. Antes, hasta los años ochenta, tenían un carácter imponente: su tamaño y sus materiales los hacían parecer tanques de guerra tronando sus motores a través de ciudades y carreteras. Ahora, los vehículos son cada vez más precavidos y silenciosos. Máscaras Eco-friendlies en un mundo que quema combustible sin parar.

El camino a la capital parece sacado de un apocalipsis caribeño. Es un desierto de asfalto con palmeras y los pocos vehículos con los que cruzamos son como éste o los LADA soviéticos que importaron desde el otro lado del mundo durante la Guerra Fría.

Tras media hora de camino entramos a La Habana. La ciudad tiene un magnetismo extraño, un aire antiguo, pero aquí habitan colores no se comparan con los de ningún otro lugar en el mundo, gracias al potente sol antillano que todo lo ilumina. Tal belleza contrasta con el deterioro: los 60 años de Revolución caen por encima de la ciudad.

Ernesto Guevara y Camilo Cienfuegos miran fijamente hacia el coche en el que estoy. Ambos están plasmados metálicamente sobre dos edificios al fondo de la Plaza de la Revolución. A mi derecha veo la Biblioteca Nacional José Martí, la más importante de Cuba.

La ausencia de vehículos hace que el viaje hacia la casa de Olga y Elier, quienes me van a recibir y decir dónde hospedarme, sea rápido: apenas pasamos por la Universidad de La Habana, en una vuelta estamos en el hogar de quienes serán mis anfitriones por unas horas.

A Cuba llegué por una historia, buscando fantasmas. Sigo los rastros de los mayas que fueron vendidos a la isla durante la Guerra de Castas, hace 170 años, mediados del siglo XIX. Fueron objetos en el comercio de los hacendados blancos yucatecos y los finqueros cubanos, cuando los mayas se sublevaron debido a la esclavitud causada por años de explotación.

 Hace dos años fue cuando supe que todavía existe un lugar, perdido en el campo cubano, donde viven los descendientes de los mayas traficados y otras emigraciones peninsulares. Se llama la Loma del Grillo, está a una hora de La Habana, cerca del pueblo de Madruga, en la provincia de Mayabeque.

Mi primer acercamiento con la isla fue un año antes, en 2016, cuando me tocó cubrir la visita de Estado del presidente Raúl Castro a Mérida, en una reunión su homólogo Enrique Peña Nieto. A ambos los tuve enfrente, a una distancia de unos 20 metros. Unos meses después, una noche de noviembre abrí Twitter y me enteré de la noticia:

Ha muerto Fidel Castro

La misma frase en varias portadas de medios internacionales. Estuve a punto de comprar un boleto a Cuba para cubrir los funerales del líder de la Revolución Cubana, pero no me atreví. También salí con una cubana, quien prefirió las frías montañas de Chiapas a la humedad calurosa de Mérida, tan parecida a su Habana.

Luego, me encontré con la historia de los mayas cubanos. Tenía mi justificación para cruzar el Canal de Yucatán.

Por serendipia di con quien podía conocer a los “yucatecos” de Cuba. Por apoyar a un amigo con su proyecto de establecer una barbería en Mérida, me fui a cortar el cabello ahí y quien me atendió fue un cubano, Dani, quien hablaba con otro cubano. A lo largo de su conversación escuché que se repetía el mismo nombre.

“Cuando estaba en Madruga…”, “mi primo de Madruga…”, “si, en Madruga yo…” No necesitaba una mejor señal que esa. Platiqué con Dani y me dijo que sí conocía a los yucatecos, que su primo Yunier es periodista, vive en Madruga y que cuando quisiera nos ponía en contacto. La suerte del reportero. Lo tenía todo: la historia, el contacto, el vuelo.

Olga me recibe con gratitud, pero malas noticias. Un familiar está enfermo, adquirió un virus tropical que compartimos Cuba y la península de Yucatán, el dengue, y urge ir a verlo a las afueras de La Habana, un viaje que toma al menos dos horas. Ante el desabasto de medicamentos en la isla y una epidemia transmitida por los mosquitos que vuelan en los lugares donde el agua se acumula. Su esposo Elier ya está ahí, mientras ella me da la bienvenida. Me invita a almorzar frijoles con arroz, acompañados de aguacate y un licuado de yogurt con mango.

Después de comer me acompaña a casa de doña Gisela, a dos cuadras de su hogar, junto a la calle Infanta, una avenida principal en el barrio del Vedado. Doña Gisela es una mujer en sus cincuenta años que tiene el permiso del Estado cubano para rentar un cuarto de su casa a los visitantes. Fuera de su casa tiene una estampa de un ancla azul: ese es el permiso de arrendamiento a turistas. La noche me sale en 20 CUCs. Su esposo y una hija viven con ella, y un bebé, su nieto, de menos de un año, está con ellos la mayor parte del tiempo. Olga se despide de mí, con el corazón hecho un puño.

La sala es calurosa y húmeda, más que la calle. El aire caliente se concentra en el encierro. Sentado en un sillón, espero a que Gisela termine de preparar el cuarto para dejar mis cosas. En la tele hay una película de arte europeo y el bebé está frente a mí, mirándome fijamente con sus grandes ojos cafés. Le hago muecas y él se ríe. La sonrisa de un bebé es uno de los gestos más empáticos que se puede percibir, y logran que hasta el ser más huraño se alegre. Gisela baja.

–Ya está listo tu cuarto –me dice, con su acento marcado, redondo. Los primeros dos escalones son más altos que los otros, la mochila sobre mi espalda pesa durante los tres pisos de la casa. El cuarto está apartado de las habitaciones del último piso y afuera está la terraza que sirve para colgar la ropa mojada.

Mi cuarto está a oscuras, un color sangre viene de las ventanas cubiertas por un polarizado rojo. El cuarto es más simple que las habitaciones de hotel en las que he dormido las últimas tres semanas en Estados Unidos, la cama tiene resortes que sobresalen al acostarse, el aire acondicionado y la televisión tendrán unos 25 años.

En el cuarto hay dos habitaciones, una cocina y un baño con tina. Desde un balcón se puede ver a los habaneros en su día a día. En realidad, pienso, podría vivir cómodamente en un lugar como este. Me echo a descansar un rato hasta que el sol que irradia sobre las calles de La Habana baje su intensidad.

El reloj del celular me dice que hace cinco minutos dieron las cuatro de la tarde. El ruidoso aire acondicionado y el ventilador al máximo me mantuvieron a salvo de la transpiración provocada por la humedad del trópico. El cuarto se ve sombrío; al abrir la ventana y la puerta del balcón entran luz y viento.

Jueves es un día absurdo. Gabriel García Márquez no creía que el jueves sirviera para morir siquiera y se murió en jueves, Santo para ser el colmo, tal como ocurrió con Úrsula Iguarán, la matriarca centenaria de la familia Buendía en su novela Cien Años de Soledad. En La Habana el jueves es absurdo como morirse en jueves.

Las calles están vacías, arden por el sol que sigue en lo alto en la primera semana del verano. Frente a un gran edificio de piedras sucias color esmeralda circula un Dastun rojo con el escudo del Real Madrid pegado a la puerta del conductor. A una cuadra del malecón, un grupo de hombres miran atentamente el juego de ajedrez entre dos de ellos. El mayor, un hombre lleno de arrugas que come un tamal, del cual una migaja blanca del tamaño de una pasa se sostiene sobre uno de sus cachetes, tiene una victoria sencilla.

La heladería Bim Bom tiene una fila larga, que se extiende hasta la calle, de familias que esperan bajo el sol la oportunidad para comprar un helado que enfríe su tarde.

A lo largo del malecón varios pescadores lanzan sus cañas. Me acerco a uno de ellos y me dice que no ha tenido suerte, ya hay pocos pescados en esta costa de rocas sin playa que bordea el malecón de La Habana. Que antes había más, pero ya casi no quedan.

Las rocas con las que choca el mar en el malecón están llenas de basura. Cartones de cervezas Heineken, latas vacías, botellas de ron y cajetillas de cigarros se mojan con las olas que rompen contra las piedras.

No es un lugar limpio, ni porque el mismo Fidel Castro dio un discurso en 1992 sobre la crisis ambiental mundial que hoy, a casi 30 años de que nos advirtió, se presenta con gravedad y nada hacemos para evitarlo.

“No más transferencias al Tercer Mundo de estilos de vida y hábitos de consumo que arruinan el medio ambiente”, dijo Castro en la conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo en Río de Janeiro. Sin embargo, en Cuba se repiten los patrones consumistas y que atentan contra la ecología que en los países más derrochadores existen. El malecón con la basura lo evidencia.

Hacia cualquier lugar al que volteo veo a La Habana misma festejándose su cumpleaños. Un número 500 cortado, los dos 0s son arcos y el de en medio coronado. Cada una de las A’s de La Habana se pinta de verde, azul, amarillo, rojo, en ese orden. Esa misma imagen que cubre la ciudad recuerda un día de noviembre, un 16, en que se celebró una misa en la bahía y los pobladores se reunieron junto a una ceiba y al primer cabildo con lo que se fundó la villa de La Habana. Está a punto de cumplirse medio milenio.

En el parque donde se erige el monumento al general Antonio Maceo hay varios jóvenes, de entre 12 y 20 años, en patinetas. Se realiza un concurso a la mejor pirueta en la estatua del general que lideró a Cuba hacia su libertad.

Traen consigo vasos y botellas de ron, preparan Cubas libres con el refresco de cola local, TuKola, la competencia para la Coca Cola que, en teoría, no debería estar en el país, debido al embargo, pero que se vende en varios paladares. No le dan importancia a quien toma ron. No veo que los más chicos lo hagan, pero los adolescentes se sirven un trago de vez en cuando.

Desde el monumento los patinadores saltan uno tras otro, para realizar un truco en el aire. Muchos fracasan en sus intentos. Otros caen al piso.

Un niño de unos 11 años obtiene el segundo lugar. Le dan una patineta más larga que las normales. La revisa cuidadosamente, la compara con las demás, se queja.

–Yo quiero esa –le dice al organizador.
–¿Seguro? La que tienes es más nueva, te va a durar más.

–Yo quiero esa –repite el niño, casi en regaño– está mejor, mírala.

Habana, Cuba
Habana, Cuba / Foto: Adolfo Vladimir, Cuartoscuro

Los habaneros conviven en este parque, sin más problemas que ese niño que reclama la patineta. Finalmente, las quejas del niño se imponen y logra que le cambien la tabla. La presume con sus amigos.

Regreso por el mismo camino del malecón, para admirar el atardecer.

El hotel Nacional se erige sobre un risco y debajo de él hay una fuente, en la que varios habaneros pasan la tarde y usan la red de Internet que hay ahí. El hotel Nacional fue usado por los mafiosos estadunidenses en 1946 para realizar la reunión en la que se dividieron el pastel del mercado gringo del crimen organizado: apuestas y drogas. Ese hotel en 1959 fue expropiado por los rebeldes para que Fidel Castro lo hiciera su centro de operaciones durante el resto de la Revolución.

Me meto por callejones oscuros que en cualquier otra ciudad del mundo me parecerían peligrosos, pero que aquí todo pasa desapercibido. Del cielo caen ligeras gotas, me apresuro a llegar a casa.

Hasta que se seque el malecón

La gente espera. La gente espera que vuelvan. La gente espera que los vuelvan a ver. Se han ido sus familiares, que son parte del éxodo, de la diáspora: Miami, Kentucky, Montreal. No esperan que caiga el Estado, que triunfe el capitalismo o que el comunismo se perpetúe, no les importa eso. La gente espera reencontrase con ellos, con sus familiares, con sus amigos. Hijos, padres, hermanos, parejas que hace meses o años se fueron del país a Estados Unidos, México. No piensan en sistemas políticos, económicos, sociales, sino en ellos.

Y viajar. En Estados Unidos viajé todo el tiempo, la mitad del país. Aquí la gente no sabe lo que es viajar. La esperanza de ir a México, de conocer México, estar con sus familiares, o viajar para comprar cosas. Pero no saben lo que es viajar, no saben lo que es ser turista.

Los cubanos esperan hasta que se seque el malecón.

Caro del Real, un artista gráfico cubano, usa esa frase para nombrar un collage suyo que está en el Taller Experimental de Gráfica Cubano, en el corazón de La Habana Vieja. La tomó del título de una canción de reggaetón cubano. Dice que no le gusta ese género musical pero la frase sí, así que se inspiró en ella para representar la añoranza de los exiliados y la nostalgia que tienen los habitantes de la isla por esos que se fueron.

Su ilustración es una deconstrucción de la etiqueta de una botella de ron Habana Club, acompañada por imágenes de pescados de la costa y gente. Con ella expresa la “cubanidad”, dice.

Es para la diáspora en el extranjero, para aquellos que se han ido a otros países –Estados Unidos, Canadá, México– para trabajar. O también es para el turista, para el viajero, para que les recuerde a Cuba.

Otros grabados de Caro del Leal se inspiran en las calacas del artista mexicano del siglo XIX y principios del XX José Guadalupe Posadas. Varios huesos se retuercen para concebir posiciones sexuales: es el esqueletosutra.

Habana, Cuba
Habana, Cuba. / Foto: Adolfo Valtierra, Cuartoscuro

Lo peor de Cuba ha sido el exilio. Los cubanos fuera, en especial los que viven cruzando el pequeño charco que separa la costa norte de la isla con los Cayos del sur de la Florida, han desarrollado un resentimiento hacia el gobierno cubano.

En Louisville, Kentucky, vive una gran comunidad de cubanos exiliados. Me tocó conocer a uno que defendió ciegamente al gobierno de Estados Unidos, al de Donald Trump, cuando se habló de la migración centroamericana a ese país, mediante caravanas.

El resentimiento ha causado que los cubanos nacidos en la Cuba comunista, pero exiliados en el Estados Unidos capitalista, se conviertan en personajes de la derecha que critican a los migrantes que, como ellos hicieron, llegaron en busca de una mejor vida, con mejores oportunidades.

“Eso fue la salvación de la Revolución. Han ido subiendo los impuestos y muchos han dejado la isla, porque ya no les da”, me dijo alguien en Cuba.

En La Habana me han advertido que por todos lados hay policías secretos, encubiertos como civiles y que cualquier palabra contra el Estado puede ser considerada subversiva.

Sin embargo, no los distingo. Su capacidad de infiltrarse es perfecta o un experimento: cinco monos, una escalera y un plátano en lo alto. Cada vez que un mono intenta tomar el plátano, agua fría cae sobre los otros cuatro. Después de un tiempo, los monos ya no quieren agarrar la fruta. Uno de los cinco monos es sustituido por uno nuevo: cuando éste intenta tomarla, los otros cuatro lo evitan, temerosos que cuando suba les vuelva a caer agua fría. El proceso se repite y los cinco monos originales han sido sustituidos por cinco nuevos que desconocen qué ocurrirá si intentan tomar la fruta pero, debido al acondicionamiento, no se atreven a subir por la escalera para agarrar el plátano. Los monos han sido acondicionados a temer a algo que desconocen.

La policía encubierta como civil en Cuba: o cumplen con su función de secrecía a la perfección o los monos han sido sustituidos.

(La segunda opción ofrece la ventaja del ahorro del presupuesto destinado a seguridad).

La Habana Vieja tiene el encanto de una tienda de antigüedades. El Capitolio se encuentra en una sempiterna restauración, con vigas que rodean la cúpula protegida por un solideo papal. Frente al Capitolio está La China, acaso la mujer más fotografiada de La Habana. La China es una anciana con cuentas sobre su cuello, un arreglo de flores en la cabeza y un puro en la mano. Me pide unos CUCs por tomarle una foto. Difícilmente conversa.

En julio, contrario a lo que se podría pensar, es la temporada baja para el turismo que visita Cuba. El sol del verano aleja a los viajeros que viven por encima del paralelo 35 norte, quienes prefieren huir al Trópico del Cáncer antes que soportar las nevadas que el invierno lleva a sus hogares.

Los pocos turistas que caminan durante el verano eligen esconderse entre las sombras de los edificios de La Habana Vieja antes que recorrer la explanada y las escaleras del Capitolio, donde la ausencia de nubes y rascacielos dejan a la casa legislativa como el único ícono que resplandece al mediodía entre calles sin árboles frondosos.

Fuera de La Bodeguita del Medio, icónico lugar gracias a Ernest Hemingway, una pareja es invitada a tomarse una foto con un cubano que viste un traje gris, boina negra y barba blanca que llega hasta su pecho. En su mano tiene un puro. Después de la foto el cubano les pide una propina por la misma.

El habanero en la Vieja encuentra en el turista su forma de vida.

En La Bodeguita del Medio hay una estatua del escritor y periodista gringo, que hizo de Cuba su hogar y lo plasmó a través del Viejo y la Mar, acaso la obra más notable de Hemingway. El Nobel de Literatura se basó en una historia que le contaron en las costas de este país, sobre la lucha entre el viejo y un pez espada. Esa historia la escribe él mismo en la crónica Las Aguas Azules, publicada en Esquire, en abril de 1936, y que aparece en el libro Un corresponsal llamado Hemingway, que encontré en una librería de viejo de La Habana Vieja.

El párrafo dice: “un anciano pescador capturó un enorme aguja, transcurrido un par de días, unos pescadores recogieron al anciano; la cabeza y parte delantera del animal estaban sujetas al costado de la embarcación”.

La historia que cuenta en esa crónica es la misma que Hemingway plasmó en su famoso libro 15 años después, en 1951. Se nota que esa historia, esa batalla entre aquel viejo desconocido y ese pez aguja destrozado por tiburones, se clavó como un anzuelo en la memoria del escritor. Durante tantos años, Hemingway luchó como si se tratase del mismo viejo por capturar cada palabra y cada sensación de aquella historia que le contaron, tal vez, quizás, en La Bodeguita del Medio.

En la Plaza de Armas una estatua se mueve. Cobra vida. Unas hermanas de seis y ocho años se aterran al verla y huyen. Ahora espera a que un niño se acerque, deposite una moneda en una caja que tiene en el piso. Pero el niño, unos 5 años, no se atreve a acercarse, a pesar de que su padre le insiste en que ponga la moneda. La estatua se impacienta pero se queda estática hasta que el niño se va. La estatua se cansa de esperar y recorre la calle, jalando la cadena de su cañón, que lo sigue como si fuera su mascota.

Una pareja de unos sesenta años toma un licor en una banca del parque en la Plaza de Armas. Se ríen, platican y cuando se agota la cantimplora, la rellenan con la botella de ron que él tiene en su mochila. Más allá, un trío toca música cubana. Al acercarme quieren que les diga una canción para que toquen, una de Yucatán. Les pregunto si conocen a Armando Manzanero, un compositor que la mitad del tiempo se la vive en Cuba, así que comienzan a tocar  “Somos novios”.

Aquí, en cada esquina, en cada parque, hay una historia que contar.

En el parque Céspedes La Maestranza, junto al Canal de Entrada que separa La Habana Vieja del Morro, dos decenas de autos clásicos rosas, rojos, verdes, azules, amarillos se encuentran estacionados. Sus dueños esperan a los turistas para ofrecerles un viaje por la capital o a Viñales.

Vladimir platica con los otros conductores junto a su Buick rojo del ’55. Cuando me ve, abandona su conversación y me ofrece la oportunidad de conocer La Habana por 30 CUCs, llevándome hacia El Morro. Yo nada más le chuleo el auto.

Es domingo y uno de los dos días en que trabaja con el coche. El otro fue ayer, sábado. Los otros cinco los trabaja un empleado de él.

–Es sofocador, no se puede trabajar todos los días: el sol, el calor, la espera. Si hubiera turistas… pero no hay –lamenta.

El Museo de la Revolución, creía, sería un edificio ultramoderno, el más moderno en toda Cuba, por ser el espacio donde se guardan los recuerdos de la lucha que impuso al régimen que hoy, a 60 años de su triunfo, continúa vigente.

Pero, al igual que el resto de la ciudad, del país, se quedó estancado en otra época.

Está lleno de objetos de Fidel Castro o del Ché Guevara que no logran ser tan imponentes cuando se exponen en vitrinas grisáceas. La curaduría es austera, falta información sobre la revolución, sobre sus héroes, sobre cómo derrocaron al dictador Batista, quien vendió el país a la mafia italoamericana, sobre los primeros proyectos como país revolucionario bajo el gobierno de Castro.

Lo más interesante es lo que hay en el patio trasero: tanques de guerra, aviones y un barco, el Granma, con el que los revolucionarios zarparon de Tuxpan, Veracruz.

El Museo de la Revolución es seco. Reseco.

Algo nos pesa, algo nos pesa, dice un señor que pasa junto al malecón, boina para atrás, Havana Club en su mano, cigarro en la otra, algo nos pesa y me dice que no es el dinero. Le digo que no, que no es el dinero.

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Por: Paul Antoine Matos

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