Galerías callejeras: la vanguardia gráfica en los tianguis de la capital
Artistas gráficos han comenzado a instalar galerías callejeras en tianguis y mercados. Algunos de ellos quieren ir más allá: reconocer estos espacio no sólo como punto de venta sino como lugares de encuentro y creación comunitaria. Tienen ideas radicales: alcanzar por estos medios el bienestar personal y colectivo.
Caguama en mano Momoteo Arango se jacta de haber exhibido aquí –a ras de banqueta– obras de más de 110 artistas de distintas partes de la Ciudad de México y otros estados. Grabados, óleos, collage, linografías, esculturas únicas conviven con el comercio informal y la industria de las Kittychelas. Estamos en el Tianguis de La Lagunilla en donde, cada domingo, se izan las carpas de Galería La Callejera justo al tope del tianguis, frente al monumento a Cuitláhuac.
–Este es un proyecto comunitario –dice Momoteo luego de explicar la obra a los paseantes, saludar a los personajes que suelen revolotear por la galería, pagar la cuota a la maña y reír a lado de sus colegas El Negro y Gala de Agua, quienes no dejan de invitar a comprar una pieza de arte gráfico callejero.
Su presencia aquí no es anecdótica. Desde hace años, un tramo entero del tianguis de La Lagunilla has ido tomado por artistas o mercaderes de piezas de arte de todo tipo: desde los ya clásicos ex-votos hasta serigrafías, impresiones risográficas, esculturas, pinturas al óleo, arte decorativo o de cualquier tipo se vende aquí cada domingo entre chiflidos de comerciantes y la ebriedad hedonista, kitty-chelas de pago con tarjeta o turistas gringos sedientos de una “experiencia auténtica”.
En medio de toda esa oferta, destacan espacios como el de Momo y otros artistas similares quienes ha optado por alejarse de los espacios culturales convencionales, los museos y las galerías higiénicas, para refugiarse en la la autogestión y el ambiente chocarrero de la calle y sus tianguis como una alternativa no sólo de venta, sino de construcción de comunidad, vínculos y afectos.
–Me cagan la forma en que se mueven las galerías comerciales –se queja–. Te cobran un chingo, pagas y si vendes se quedan con una buena parte.
Momo concibe este espacio desde la “pedagogía de la ternura”: una corriente de pensamiento que pedagogos y sacerdotes usaron para contrarrestar las atrocidades de la guerra sucia de los años setenta en Perú. La pedagogía de la ternura hoy sirve, dice, para procurar un acompañamiento afectivo en el aprendizaje, cuyo fin es salvar a la condición humana de sus momentos más oscuros.




Galeristas callejeras, galerías rupestres
El cuadro muestra un automóvil vandalizado por un personaje con el rostro pixelado. El autor es Pablo Woodspunk pero no del todo: cada lado del marco rojo que sostiene la obra ha sido intervenido –en ociosa complicidad– por las pintas y tags de los colegas que mantienen Galería Banqueta.
Galería Banqueta es otro de esos espacios que han sido expropiados a punta de costumbre su pedazo de asfalto en La Lagunilla para instalar un punto de exhibición y venta de arte que se nutre del imaginario anti-institucional.
Cada domingo, la acera del callejón Jaime Nuno, colonia Morelos, aglomera a una bandada de galeristas rupestres: Willie Santos, Don Gojiraz, Dark Glove, Pablo Woodspunk, Ketzart, Gyor Venegas y Lalo Memis quien se entretienen interviniendo las prendas, cuadros, máscaras y arte de consumo psicodélico que ofrecen y mercan a los marchantes.
–La banqueta no me pertenece, solamente me pertenece mi tiempo y mis vivencias –dice Don Gojiraz, receloso de la idea de propiedad que sostiene su vendimia y con la obsesión de trabajar todos los días debajo de una carpa, de un tianguis a otro, de lunes a domingo.

“Banquetero” es un adjetivo que puede abarcar la totalidad de la urbe. El objetivo, explica, no es adueñarse de un espacio sino liberarlo para el encuentro lúdico: una chela banquetera, al igual que montar una galería banquetera, por ejemplo, suele ser el primer paso para materializar y colectivizar proyectos nacidos en la fraternidad con el prójimo alcoholizado.
El rótulo que nombra la Galería Banqueta, destaca Don Gojiraz, fue diseñado por el artista Disturbio Funeral. Imita las rutas anunciadas en los microbuses de Pantitlán paradero, y anuncia la marcha de una maquinaria destartalada de exhibición de arte que se renueva cada domingo con las experiencias que adquieren y pierden día con día sus pasajeros.
–Mi compa lo plasmó todo –explica Don Gojiraz–. Dice “Galería” con letras bonitas porque tenemos la técnica, la hemos aprendido por nuestros propios medios y la compartimos; “Banqueta” se ve roto porque estamos podridos siempre.
Arte para transeúntes

Alfonso Alatorre expuso su obra en La Callejera años después de conocer a Momoteo Arango en el laboratorio gratuito de formación gráfica y artística La Imagen del Rinoceronte, (TIR Lab), en Tlalpan, Cdmx.
Así comenta su experiencia como expositor en la galería del tianguis:
–A Momo le gusta ser muy acompañado. Entendiendo acompañado como una cuestión retributiva: si yo jalo también jalan otros, para que crezcamos juntos.
Con una considerable trayectoria en bienales y espacios culturales tradicionales por varios estados del país, Alfonso Alatorre montó en la carpa de Galería La Callejera 15 piezas, retratos y paisajes en diferentes formatos. Sus piezas buscan reflejar aspectos extremos de la condición humana y que inevitablemente reflejan al espectador… por ejemplo aquel que se acerca quizá sólo para fumar mota de incógnito en uno de los puestos desocupados; o a ese otro marchante que se ha perdido entre el desorden de puestos de antigüedades, ropa y gomichelas, y que sólo busca cómo regresar desesperadamente a la zona de comida gourmet que se ha instalado en el corazón del mercado.
–Lo importante de todo esto es lo vivencial de la exposición –dice Alonso como señalando una nota al margen–. Tienes que estar en el tianguis para entender el proyecto. Si uno lo trata de entender como una cuestión teórica, no se alcanza a dimensionar la amplitud de lo que se quiere alcanzar. La Galería La Callejera es un punto de encuentro entre artistas, clientes especializados que saben a lo que van y quienes van ocasionalmente.
El buen gusto depende de una buena salsa
No sólo en La Lagunilla los artistas gráficos han aceptado su condición callejera. En Nezahualcóyotl, Estado de México, el puesto “Los Superlocos” –a las faldas del tianguis de los domingos en la calle Cielito Lindo–, ha sido casa de decenas de muestras de arte procedentes de distintos puntos de la megalópolis.
Jorge Ochoa El Tío, taquero redefinido como curador, despacha durante la realización de un mural decenas de tacos de pastor, suadero y campechanos junto a su respectivo refresco. Con tal acto sublime, la Galería Taquera desata de sus nudos abstractos el concepto de “buen gusto”: salsa roja y un limón, por favor.
–Una galería es un espacio de convivencia que tiene a la obra como una excusa para detonar acciones –dice Livo Malo.
Livo fundó este espacio junto a Soy Eugenia, Adrián Coss y Román Barco. Buscaban que su quehacer artístico tuviera una lógica de la proximidad contra el exotismo urbanístico de la palabra “periferia”: un concepto hoy usado por cierto sector poblacional que consideran que la cultura sólo existe como tal en aquellas zonas de la capital tanto inofensivas como serviles.
–Como morro del oriente tú ya sabes que los espacios culturales están cimentados por ciertas personas –dice Livo, originario de Iztapalapa–. Pero ni siquiera sabes en realidad qué significa eso. Cuando empecé yo no sabía quién era Gabriel Orozco. Sólo sabía que los güeros tienen las galerías.
Livo es un otaku autodidacta que busca redefinir y revolver los mexicanismos del imaginario colectivo en sus ilustraciones. Su obra puede ser una impresión serigráfica de Shinji Ikari, un personaje del anime Evangelion, llorando sobre un calendario azteca. O morros en motoneta esquivando microbuses lisérgicos en una Tenochtitlan post-apocalíptica al estilo Akira. Usa la supuesta baja cultura para retratar el sentimiento nacional de angustia que vive el individuo arrojado a la máquina, ya sea un EVA –aquellas biomáquinas asesinas del famoso anime– o a las líneas del STC Metro.
Tras cinco años en el proyecto de la Galería Taquera, Livo define así la dinámica de cualquier inauguración de una muestra de arte: “Destapen chelas y todos júntense como si fuera un cumpleaños y el cumpleañero es el artista”.
Él, en cambio, así define su trinchera:
–Mis proyectos culturales están enfocados a un público que cree que no le gusta la cultura, pero sí le gusta. Vivimos con el yugo de creer que a lo que nosotros nos gusta de cultura está mal, que es bajo. Si los cómics que tenía tu tío eran El libro vaquero, entonces tiene a grandes dibujantes en sus manos. Si eres un otaku que creció viendo anime, probablemente estas viendo a los mejores artistas del manga japonés. Si a ti no te invitan a exponer a ningún lado y tú haces tu propio espacio para mostrar tu obra, lo que estás haciendo es un espacio para otro tipo de obra.
Una nueva forma de apreciación
Lo inevitable para un galerista no tradicional –o un anticurador, como a veces se denominan– es involucrarse afectivamente con el proyecto artístico en desarrollo. De esta manera, el arte en un entorno incontrolable aporta otro tipo de significados a las piezas y al mismo quehacer artístico.
En estos años todavía de principios del siglo XXI en el Valle de México, la vanguardia cada vez más escasa –o por completo ajena a los ojos populares– se esboza con desenfado en los tianguis, las esquinas, las banquetas, los muros y las taquerías. Toda una generación de artistas gráficos transita por allí buscando reflejar también la crisis, la deuda, la precariedad laboral, la frágil salud mental, los nuevos debates en torno a la identidad de género, la virtualidad, la violencia local y global.
Tienen ideas radicales: alcanzar por estos medios el bienestar personal y colectivo, por ejemplo.
–Un proyecto como este tiene diferentes impactos –advierte Livo–: uno es en el espacio físico y otro es en la comunidad a la que va dirigido. A lo mejor, a los jóvenes artistas les llega el mensaje de que unos pendejos están logrando algo con poco: estamos descubriendo cómo hacer del oficio del arte algo más rentable.

En el ejercicio de tomar la calle periódicamente, las colaboraciones se vuelven un proceso natural. La Galería Taquera por ejemplo ha generado alianzas en más de una ocasión con la Sociedad Anónima Reproducción Autogestiva (S.A.R.A), para imprimir rizografías de los artistas que se han presentado en calle Paloma Negra #148, Ciudad Nezahualcóyotl.
–La curaduría es una rama del arte que margina –dice Momoteo Arango desde la Lagunilla–. Lo que hacemos en La Callejera es una anticuraduría: confrontamos discursos dispares para ver los contrastes que provoca.
“Todos caben en Galería La Callejera” dice y luego explica que el criterio para exponer es sólo ser un conocido –o un conocido de un conocido– bajo la única condición de que el autor sepa que, en La Callejera, su obra será sometida a una experiencia en donde vender es sólo una de los tantos fenómenos posibles.
Para Lucía –Bebe Tatuajes–, grafitera y tatuadora de oficio, exhibir sus piezas en La Callejera fue una oportunidad para reafirmarse como artista. Hasta entonces su gráfica aparecía fragmentada en muros y estudios de tatuaje en Ciudad de México y Oaxaca –“en un ambiente de puros hombres”, precisa–. La Callejera le brindó una oportunidad de apreciar toda su obra junta, antes de “institucionalizar” su trabajo ingresando este año a la Escuela de Artesanías del INBA.
Hoy experimenta con el grabado, la litografía, la serigrafía y el impulso antipedagógico del cute agression: la incorporación de imágenes tiernas, infantiles y suaves en el feroz y a veces demoniaco imaginario callejero combinando los diferentes estilos de tatuaje –japonés, chicano, tradicional– con los trazos del grafiti.
–La calle es una verdadera galería –dice–. Los grafiteros nos expresamos en ella y cada esquina dice algo: si sabes mirar sabes también quién pasó por ahí y hasta cuándo pasó.
Ya sea por el clima o por el desorden de quienes consumen la informalidad de los espacios, por los marchantes que se atreven a preguntar precios o que se detienen a intentar adivinar el sentido y significado de las piezas expuestas, que preguntan y estrechan la mano del autor o la autora de una linografía o de un grabado, tal vez sin llevarse nada, el acercamiento a las galerías callejeras constituye una experiencia fenomenológica: nuevas formas de arte están creando nuevos espacios para también encontrar otro tipo de espectadores y consumidores de aquello que todavía, en estos tiempos post-apocalípticos, nos atrevemos a llamar arte.