Otra vez la misma canción, la misma sala de museo.
Para este momento, cada uno ha invertido al menos unas 350 horas de su vida en pulsar sin parar estos mismos acordes.
A lo largo de cuatro meses, durante siete horas al día, tomando turnos de tres o cuatro días a la semana, 20 guitarristas han interpretado una única canción, rodeados de envases de cerveza y una escenografía de alfombras antiguas, divanes y sillones llevados del Mercado de la Lagunilla al Museo Tamayo de Arte Contemporáneo. Los turistas les miran con ternura o desdén, les toman fotos, algunos pocos se sientan en el suelo para escucharlos con pasmo meditativo.
Un leve bullicio llena hoy la Sala 3 del museo. El rasgueo melancólico de las guitarras y el pulsar melodioso de las cuerdas envuelve los cuchicheos y las risitas. Todavía no son las seis de la tarde. Corre el primer domingo de marzo de 2024 y son casi las seis de la tarde: la seguridad del museo intenta evacuar a los visitantes. Pero unas 30 personas se niegan a irse. Madres jóvenes que empujan las carreolas de sus crías, alguien que pasea con su golden retriever por la sala, jóvenes que graban con sus celulares o descansan su espalda contra el muro: esperan.
Es la clausura de la exposición “Las cosas que ves al momento de caer el telón” del artista islandés Ragnar Kjartansson, en el Museo Tamayo. El público sabe que estos son también los últimos minutos de la pieza Take Me Here by the Dishwasher: Memorial for a Marriage –Tómame en el lavaplatos: Memorial para un matrimonio–, para la cual Kjartansson contrató a 20 guitarristas de la Ciudad de México para interpretar, en vivo y durante los cuatro meses que la muestra ha estado abierta al público, una canción compuesta por el también islandés Kjartan Sveinsson, tecladista de la banda Sigur Rós.
Desde el 9 de noviembre hasta hoy, esa canción ha sido interpretada en el Tamayo más de 12 mil veces, sin tregua.
–Ha sido una tortura –confiesa Ian Sour, que comenzó a suplir a otro guitarrista que decidió huir al segundo mes–. Yo estoy hasta la madre y eso que entré mucho después.
Faltan un par de minutos para que Take me here by the dishwasher, traducida como Tómame en el Lavaplatos, suene por última vez en el Museo Tamayo. Los 20 guitarristas han recibido un sueldo durante 15 semanas con la encomienda de repetir una canción que no les pertenece, dentro de una exposición cuyo autor se encuentra al otro lado del mundo. La mayoría de ellos soportaron la desesperación y cumplieron con su compromiso. Algunos han desarrollado callos tan duros como rocas en sus dedos, otros no ven la hora de descansar y sienten que algo se atrofió en su mente para siempre, otros dicen haberse iluminado.

Entre un compás y otro, todos han tenido tiempo suficiente para odiarse a sí mismos y a sus colegas, también para reconciliarse y para reflexionar sobre la naturaleza de su oficio, el sonido de la Ciudad de México, la fragilidad de la amistad, el aire acondicionado de los museos, el mercado del arte y las condiciones precarias de quienes intentan hacer de la música una forma de vida en esta región del mundo.
–Ha sido como un reality show pero sin cámaras –resume Andrés Acosta, otro de los guitarristas–: un experimento social y un entrenamiento samurái al mismo tiempo.
El telón está a punto de caer: la vida empieza.
Lo hice por John Cale
Cuando Andrés Lupone supo lo que se proponía hacer Ragnar Kjartansson en la Ciudad de México quiso participar de inmediato. Pensó en John Cale, el músico y productor británico que fundó la Velvet Underground junto a Lou Reed. En 1963, Cale y otros 13 pianistas se reunieron en el Pocket Theatre de Nueva York para interpretar Vexations, una breve partitura del compositor Erik Satie concebida para repetirse 840 veces al piano “en la más intensa inmovilidad”.
El concierto duró más de 18 horas y poco importó que las butacas se vaciaran salvo por algunos críticos que habían caído rendidos por el sueño.
–Tocar en un museo es muy curioso –observa–. Aquí la mayoría de la gente se queda un minuto y se va. Aunque sí hay quienes se quedan, no sé, 40 minutos, una hora, muy clavados, pero en realidad a casi nadie le importa mucho. Ha sido un ejercicio de humildad: aquí mi nombre no importa, apenas soy una pieza más de este pedo.
Lupone es bajista en Diles que no me maten, una banda chilanga que juega con la improvisación, el post-rock y la poesía. A estas alturas, ha tocado la canción del Lavaplatos unas 5 mil 500 veces. Se sincera: el segmento que él interpreta le conmueve, le recuerda su adolescencia, cuando le mamaba Sigur Rós y los mp3 eran su refugio contra la tristeza.
–Es muy nostálgica –cuenta–. Al mismo tiempo la letra es muy explícita en términos sexuales. Es como si Ragnar Kjartansson quisiera jugar con nuestras cabezas. Las palabras invocan, a veces más que la música.
Muéstrame qué harás
qué me harás.
Desnúdame
y tómame aquí
en el lavaplatos
Ragnar Kjartansson: el arte de la repetición
Dice la ficha técnica del Museo Tamayo que la obra de Ragnar Kjartansson recurre al juego teatral y sus paradojas para explorar conceptos como la identidad, la impostura o las “políticas de representación”. Repetir situaciones hasta el cansancio es una técnica teatral que usa para cuestionar la noción de espectáculo y borrar un poco la línea que divide la realidad de la ficción, el autor de su personaje, la vida del arte.
Nacido en 1976, en Reikiavik, capital de Islandia, Ragnar Kjartansson creció detrás de bastidores. Hijo de Kjartan Ragnarsson y de Guðrún Ásmundsdóttir –él un director de teatro, ella una actriz famosa–, la leyenda familiar narra que fue concebido después de que ambos representaran una escena de sexo para una película erótica de bajo presupuesto. Esa secuencia cinematográfica se proyecta en bucle sobre uno de los muros de la Sala 3 del Museo Tamayo, donde los músicos deambulan.
Los versos de la canción compuesta por Sveinsson –el otro islandés, tecladista de Sigur Rós– no son sino los diálogos de la película (José Luis Blondet, curador de la muestra en México, fue el responsable de traducirlos al español).
–Prueba a repetir 100 veces la misma palabra sin parar y ve lo que te pasa. Imagina eso ahora durante meses –ríe Nicolás Sotomayor, un músico chileno que suele trabajar como músico de sesión–. El nivel de locura nos rebota la cabeza, mal.
En las últimas semanas, Sotomayor ha intercalado este trabajo con shows en el Auditorio Nacional. Ha tocado la guitarra y el bajo para el show de la argentina Daniella Spalla, del colombiano Esteman y del mexicano Caloncho, frente a miles de personas. Quizá por eso no ha dejado de preguntarse algo: ¿a quién carajo le importa este performance?, ¿quién realmente conoce a Ragnar Kjartansson y sabe lo que quiere decir? ¿cuál es el público del arte contemporáneo?
–Me he cuestionado un montón de veces de qué se trata esto, ¿cachai? –dice–. ¿Quién realmente va a ver o a escuchar a 10 personas que están tocando la misma rola durante ocho horas? Nadie.
A veces literalmente. Entre semana, el museo puede permanecer vacío durante largos periodos. Están ellos solos junto a las guardias de seguridad que esperan el fin de turno junto a los extintores. El tedio lo llenan como los presos: caminando en círculos o lanzándose almohadas entre sí, alguien cambia ligeramente la melodía para variar, otro más improvisa cualquier cosa. Tarde o temprano asoma un nuevo visitante a la media luz de la sala, entonces el rasgueo y las voces deben volver a su cauce original.
–Los espectadores somos nosotros –afirma Sotomayor, nervioso–. El verdadero espectáculo, la pieza, no es lo que se ve en el museo, sino lo que sucede en nuestras cabezas mientras estamos aquí, lo que sucede en nuestro cuerpo y en nuestra relación, ¿cachai?



Piezas de museo o cuerpos de trabajo
La cuerda comenzó a tensarse alrededor de la semana número ocho. Para ese momento la canción del lavaplatos se había interpretado ya cerca de 7 mil veces. Era todavía enero, los frentes fríos helaban la ciudad y los guitarristas descubrieron las nulas capacidades térmicas de las salas de museo.
El guitarrista Julio Cann González había renunciado para viajar a Japón en otro proyecto que involucraba menos tortura y tal vez mejor paga. Los 19 guitarristas restantes, todos varones, se quedaron enseñándose los dientes, enredados en discusiones cada vez más absurdas.
Cualquier liderazgo generaba sospechas, de pronto alguien cuestionaba la manera en que su colega tocaba su instrumento, demasiado fuerte, demasiado bajo, fuera de tiempo; o aquel se exasperaba porque el otro llegaba todos los días tarde o crudo, o ese cabrón ya está otra vez incomodando a los curadores con sus constantes quejas: no, a mí tampoco me han pagado, ya van dos días de retraso pero seguro no tarda.
–Yo quiero imprimir un par de playeras que digan “PIEZA DE MUSEO NO ASEGURADA” para trabajar así en el museo –dice Alejandro Albarrán–. Porque este trabajo implica un desgaste del cuerpo que pocos contemplamos al momento de firmar contrato.
Tiene 38 años. Estudió Creación Literaria y Música en la Universidad Veracruzana, en Xalapa. Toca la guitarra, el clarinete y sus poemas han sido traducidos al polaco, al portugués y al sueco. Ha logrado sobrevivir como poeta gracias a becas y proyectos que reciben apoyo gubernamental. Pero la austeridad en el sector cultural, la burocracia que retrasa los pagos o las becas que han desaparecido le complican cada vez más la vida.

–Yo estoy aquí por varo –explica–. Nos pagan $1,250 al día y estamos aquí tres o cuatro días a la semana. Eso para mí representa un montón, sobre todo en los últimos meses del año. Pero está cabrón pensar en el estado de precariedad al que estamos sujetos.
Al fondo de la sala, se exhibe un retrato al óleo que representa a un aristócrata en colores chillones. Un diplomático ruso posa como el príncipe Igor fue una pintura comisionada por la Ópera Metropolitana de Nueva York para promover una de sus producciones. El cuadro mismo es otra suerte de performance para el que Ragnar Kjartansson pidió a la embajada de Rusia que le enviaran un diplomático para posar como príncipe eslavo.
–¿Tú crees que esa pieza no está asegurada? –pregunta Albarrán–. ¿Somos piezas de museo o somos sólo trabajadores explotados y sin prestaciones? ¿Qué pasa si pescamos alguna influenza de esas locas o si me da una tendinitis por este pedo? Un médico especialista no me va a cobrar mil pesos.
A veces Albarrán hace números. La canción del lavaplatos dura tres minutos. A estas alturas, la ha tocado ya más de cuatro mil veces. Le pagan ocho pesos con 90 centavos por cada vuelta, menos impuestos.
“Que me perdonen Pero desde que el autor ni siquiera está aquí presente, ésta es una chaqueta mental”.
Lo que más le desespera es la frivolidad que, asegura, envuelve la exposición de Kjartansson. Recuerda la muestra que Helio Oiticica presentó en el mismo Museo Tamayo en 2017: una de las piezas implicaba quitarse los zapatos y los calcetines, entrar a un cuarto oscurísimo lleno de arena o harina e invadido por un agrio olor penetrante; sólo al salir del cuarto se le informaba al público que se trataba de una representación de un campo de concentración. Piensa, también, en la obra de otro brasileño: Cildo Meireles, el artista que desafió la dictadura militar al intervenir billetes con el nombre de periodistas asesinados por el régimen o botellas de Coca-Cola con instructivos para transformarlas en bombas molotov y que él volvía a poner en circulación.
–Supongo que en Islandia no hay problemas como en Latinoamérica –se exaspera Albarrán–. Que me perdonen si sueno a un pinche viejito quejándose de todo. Pero desde que el güey ni siquiera está presente, ésta es una chaqueta mental. A ver, ¿qué representa esta pieza en la que participamos? Es él mismo, Ragnar, en su casa, borracho, tocando sus rolas con el video porno de su mamá y su papá de fondo, triste porque se divorciaron. ¿Cuántos años tienes, güey? ¿50? ¿En serio sigues hablando de tus papás?
La encrucijada de Ragnar Kjartansson
Una de las instrucciones era que los músicos se presentaran en pijama para su jornada en el museo. Sólo Andrés Acosta cumplió con ese requisito. Es una figura larguirucha que en su vida cotidiana no tiene empacho en pasear por la ciudad en bata de baño o envuelto en una túnica fosforescente, siempre guitarra en mano.
–Me chingué un LSD para pasarla bien hoy –confiesa sin pudor–. Me ayuda a entrar, ya sabes, al trance.
Sus colegas lo conocen como Andy Mountains. Tiene 36 años, estudió sociología y ha grabado un puñado de discos en los que juega con el folk, la psicodelia, el rock & roll. En algún momento de su lejana juventud, una de sus canciones fue usada para un comercial. Recibió miles de pesos por los derechos. Pensó que sería millonario pronto. Pero había sido sólo un golpe de suerte: en realidad, ser un hippie juglar urbano es apostar la vida en un volado y vivir al día. Hace tiempo que intenta no darle importancia: otros temas ocupan su cabeza.
–Antes de inaugurar –susurra desde su viaje psicotrópico–, nos reunimos durante tres días con Ragnar y Kjartan para montar la canción. Yo le pregunté a Ragnar, le puse mi dedo índice en su pecho, y le dije: “¿Qué pedo con este pedo?, o sea, ¿qué intentas hacer o qué?”. Él me miró a los ojos y me dijo “It’s about The Cross Road”. Crossroad: la encrucijada. Esa es la canción de Robert Johnson sobre el lugar en donde según le vendió el alma al diablo.

Un turista japonés
Estamos en un trozo del Bosque de Chapultepec, a espaldas del Tamayo. Cada cierto tiempo, los guitarristas vienen aquí para tomar un respiro, hacer una llamada, airear la claustrofobia con un cigarro o un toque.
–Yo veía que mis compañeros pues sí pistean durante la chamba y a mí me parecía una pendejada –me dice Luis Sarayo, un ingeniero de audio sonorense–. Independientemente de que a mí no me gusta mucho estar intoxicado, nuestro trabajo era cantar. Cantar y tomar cerveza fría me iba a chingar la garganta.
Hace una semana, el mejor amigo de Luis murió. El dolor casi lo obliga a desertar del Lavaplatos. No sabe por qué decidió seguir. Quizá pensó que trabajar lo ayudaría a distraerse. El problema es que a veces los lugares cerrados le provocan ansiedad y repetir la misma canción una y otra vez lo hizo sentirse dentro de un doble encierro. Fue cuando un turista japonés se acercó a tomarle fotos, con el celular a pocos centímetros de su cara, que se imaginó como un animal en un zoológico. Tuvo que abrir una botella de cerveza para pasar el mal trago. Entendió que necesitaría alcoholizarse para lograr llegar al final del día.
Hace un par de noches soñó con el museo. Soñó que ahí estaban los muchachos, otra vez, rasgando sus guitarras y tocando esa canción tan celestial, tan bonita.
Por lo regular los museos son lugares silenciosos. En los años que lleva trabajando como guardia de seguridad en varios museos de la Ciudad de México nunca le había tocado escuchar música en vivo. Tiene pocos meses que la enviaron aquí al Museo Tamayo. Cuenta que de tanto escuchar esa misma melodía le cuesta sacársela de la cabeza cuando camina hacia el metro rumbo a su casa. Pero no le molesta. Para nada. Ojalá trabajar fuera siempre así, dice. Y mire a los muchachos, ahí siguen, parece que no se cansan. Pero yo los he visto llegar muy desvelados, por la vida bohemia de los músicos. Sí se les cansa la voz, cómo no, a veces ya andan bien roncos, o afónicos. A mí me parece admirable, admirable lo que están haciendo.
Nadie se baña dos veces en la misma rola
Existe una cualidad en la repetición que nos conecta con algo no humano. Que el mundo vuelva en sí es lo que nos permite conocerlo: los ciclos de los astros, el día que se convierte en noche que se convierte en día. La naturaleza rítmica de la música imitando el bombeo de nuestra sangre y el golpe de nuestro músculo cardiaco. Pero nada se repite idéntico: por más que intentemos encapsular la música, la atención con la cual la escuchamos será siempre distinta.
–Lo interesante de esta canción es que está llena de acordes suspendidos, lo cual genera un ambiente ambiguo –explica Juan Osvaldo Vidal, quien estudia la carrera de composición cuando no está con su guitarra en el Museo Tamayo–. El sonido es lindo, suave, pero también desesperante: genera un sentimiento de no resolución, de incertidumbre.
Además de una prueba de resistencia y disciplina, cada repetición de Tómame en el Lavaplatos es una exploración. Es inevitable que la canción se convierta en un mantra y que los dedos o la voz de los intérpretes comiencen a operar en automático mientras su mente flota, les juega travesuras o les regala pequeños instantes de iluminación. Pero también se esfuerzan, voluntariosamente, en capturar los detalles del sonido, los matices que consiguen sus dedos.
La misma exposición de Ragnar Kjartansson incluye una pieza audiovisual en la que se ve a la banda estadunidense The National interpretando el tema Sorrow durante seis horas sobre un escenario. En comparación con los casi cuatro meses que se pretenden acumular con los guitarristas del Tamayo, seis horas de música con amplificadores y micrófonos que disminuyen el esfuerzo, parece poco.
–El trabajo de músico siempre es difícil –dice Ernesto Tovar–. Uno se desanima: hay que pagar la renta, la chamba está mal pagada o de plano no hay, se agota la inspiración para avanzar con tu proyecto, lo que sea.

A Ernesto lo conocen como Kasko. Es baterista del colectivo de afrobeat Punta Diamante y de la banda de garage Los Explosivos. Faltan dos semanas para que acabe todo.
–Somos músicos –advierte–. Y si eres músico tu labor es tocar como si de eso dependiera todo. No es un ejercicio físico, es un ejercicio espiritual. No importa que duela o que no funcione, puedes llorar si quieres, te va a doler hasta sangrar, sí, sí, sí, pero si eres músico no puedes dejar de tocar. Ese es el mensaje: no importa qué suceda, no importa que se esté acabando el mundo: no puedes, no puedes dejar de tocar.
Vidrios rotos
En algún momento del tedio interminable, alguien comienza a apilar las botellas de cerveza hasta formar una pirámide, otro más lanza corcholatas entre una vuelta y otra para intentar derribarla. El estruendo de vidrios rotos es inútil pero al menos los distrae. Alguien más ha cambiado la letra de la canción.
Muéstrame qué mearas
¿qué mearas?
desnúcame
en el lavaplatos
A veces no pueden aguantar la risa frente a la gente.
Un refrigerador que es un mapa
En una esquina de la sala hay un refrigerador encendido. Es parte de la escenografía: un refrigerador viejo lleno de botellas de cervezas –algunas sólo contienen agua–. Quienes visitan el museo suelen detenerse y mirarlo con el mismo interés con el que observan una escultura.
“GRACIAS por sus mil horas cantando”, se lee en un post-it pegado a la puerta. “Thank you guys (…) frankly moved to tears, and so deeply grateful”, dice otro trozo de papel sujetado con un imán. En el refri están también adheridos los logotipos o dibujos que promocionan los proyectos personales de los músicos involucrados: Diles que no me maten, Don.Peon, Juan Pi Jazz, Violent Magick, Oro Negro / Buda Verde, Omar Bega, Emi AF, Pablo Urrusti… un breve e incompleto mapa de los sonidos de la capital.
El performance de Kjartansson puede leerse también como una ventana a la muy diversa y casi siempre subterránea escena musical de la Ciudad de México. Músicos como Juan Pineda, un acrobático guitarrista de jazz que también canta boleros, o Sebastian Betancourt, quien toca en una orquesta de más de 15 guitarristas de la Escuela Superior de Música, se dan cita cada semana en el Lavaplatos. Allí está también Emilio Páez, un guitarrista no mayor de 20 años que no cabe en su entusiasmo por la suerte de participar.
O Álvaro Rodríguez, mejor conocido como Apache O’Raspi.

Justificaciones
–Yo ahora puedo ver la pieza desde afuera y pues puedo decir ya que me vale un kilo de verga.
Apache O’Raspi es un músico y productor coahuilense que, además de mantener su proyecto solista, está al frente de un programa en Radio UNAM dedicado a promover los sonido locales. También toca el bajo en Belafonte Sensacional y en otros proyectos.
–Es muy fácil, güey. Si tú pones a 19 güeyes a hacer lo mismo durante siete horas durante varios meses a huevo que va a haber choques –dice–. Eso lo sabíamos. Lo que me sorprendió fue descubrir que incluso los músicos tienen a su pinche policía interno. Se supone que esto era una pieza de arte, no una escuela militar.
Hace unos días, varios de los participantes del Lavaplatos exigieron que se le expulsara del proyecto. Les molestaba que no se tomara su trabajo en serio. Que la gente prefiriera tomarle fotos a él: un guitarrista con resaca que desistía de su instrumento para envolverse en una cobija e intentar dormir. “Me niego a aceptar el estereotipo de que los músicos somos unos huevones”, dijo alguien. “A huevo, que nos paguen por dormir. Esto sí es arte”, refunfuñó él. En febrero le informaron que su papel se limitaría simplemente a suplir cualquier ausencia, llegado el caso.
–Lo que me da risa es que la justificación para correrme fuera “el respeto a la pieza”. El problema fue la lana: algunos querían tocar más días para embolsarse un par de billetes más. Y está bien. La gente ve por su chuleta, ¿no? Pero que no mamen.
A estas alturas la canción ha sido interpretada más de 10 mil veces en total. Y no son pocos quienes piensan que la intención de Ragnar Kjartansson es jugar con la salud mental de los participantes. Varios de los guitarristas tienen las venas de los ojos reventadas de cansancio.
Entre los envases de cerveza que se amontonan sobre las mesas, hay también un tablero de ajedrez con una partida siempre incompleta, lámparas y libretas en donde los músicos exhiben la letra de la canción, dibujos o códigos QR que llevan a su propia música en un intento desesperado por ganar escuchas. Todos los participantes con los que hablo se quejan, tarde o temprano, de las malas condiciones económicas de los músicos.
–A mí todo esto me hizo reflexionar sobre la naturaleza del trabajo: las malas condiciones en las que chambeamos. Diciembre y enero hizo un frío de la chingada: todos nos enfermamos y apenas ahora acaban de instalar unos calentadores. Pero también creo que a los músicos nos encanta quejarnos. Las únicas que nos han escuchado todos los días y de principio a fin son las guardias de seguridad. Ellas ganan mucho menos que nosotros y ahí están también, las mismas horas que nosotros, sin poder sentarse. Dime tú: ¿ya se aprobó la ley silla?
El último día, a capella
Roberto Borre Soto considera que existe mucho trabajo en torno a la música en la Ciudad de México. Pero el pastel, dice, se lo reparten pocos. Él suele trabajar como músico de sesión para una banda llamada Wiplash que ha ganado cierta atención de la prensa musical. Presume también haber colaborado con Julian André Toussaint, hijo de Cecilia Toussaint y el baterista de Caifanes. Sabe lo que significa tocar “por amor al arte” pero está convencido que el dinero implica un compromiso: horarios, acuerdos claros, respeto a ciertas formas.
Por eso a él nunca le pareció bien lo que sucedía en el Museo Tamayo y no dudó en expresarlo. Él fue quien se comprometió a asistir más días al museo para que todo saliera bien. Pero él también fue el primero en negarse, por ejemplo, a que les redujeran el tiempo para comer a 30 minutos. ¿Quién come en media hora? ¿Que clase de condiciones estamos dispuestos a tolerar? Él fue también quien impulsó la salida de Apache O’ Raspi. Y claro que fue personal: no puedes tocar cuatro meses la misma canción durante siete horas sin que un asunto así se vuelva personal.
Hasta hace unos días, su prioridad había sido este proyecto. En las últimas semanas, sin embargo, exigió que se le respetaran los días de trabajo que él había pactado. ¿Cómo que no le iban a dar esos días?, preguntó. Pero si él ya contaba con ese dinero. Ya sé que no está en el contrato: fue un pacto de palabra. ¿Para qué quieres que hable con la directora del museo? ¿Me estás diciendo que se sienten incómodos trabajando conmigo? ¿Que decidieron que este es mi último día en el proyecto? ¿Es en serio?
El Borre fue despedido un par de días antes de que terminara la exposición. Aquel domingo 3 de marzo, poco antes de que dieran las seis de la tarde, apareció por la sala del museo a saludar a sus compañeros y a cantar con ellos, por última vez y a capella, la vieja canción del lavaplatos, esa rola que habla de dos actores islandeses que se enamoran durante la grabación de una película erótica y conciben, esa misma tarde, al artista que, por alguna misteriosa razón, medio siglo después ha reunido a 20 guitarristas aquí, en este museo, en esta encrucijada.

Un nuevo ímpetu
Lena Solano fue la asistente curatorial de la exposición. Responde desde España y se toma las cosas con calma. Dice que en todo momento se previeron las necesidades de los guitarristas, sus horarios, límites y compromisos. Al final de cuentas, el Museo Tamayo de Arte Contemporáneo invirtió 75 mil pesos a la semana para mantener esa pieza viva en la exposición de Ragnar Kjartansson, sin contar los gastos del mobiliario, las cervezas y algunos otros detalles.
–Activar un performance de siete horas diarias es algo que evidentemente puso al equipo del Museo en jaque. Lo cual también está interesante.
–¿Qué esperaban que sucediera con 20 guitarristas tocando la misma pieza durante meses?
–Ragnar Kjartansson ya hizo este proyecto en Nueva York, en Londres y en Reykjavik. Lo que él nos compartió es que se creaban vínculos muy interesantes entre los músicos. Comenzaban a crear de otra forma, a generar proyectos paralelos, bandas, mientras la pieza sucedía en el museo. Es posible que los efectos de la pieza en realidad apenas comiencen.
Pienso en eso mientras recuerdo lo que ocurrió una semana antes de la clausura de “Las cosas que ves al momento de caer el telón”. En la Galería Cromática de la colonia Condesa, algunos de los músicos del Tamayo se dieron cita esa noche para presentar Raza y Azar: un puñado de canciones de Alejandro Albarrán compuestas con base en versos palíndromos –que pueden leerse al derecho y al revés–.
Unos días antes rentaron un cuarto de ensayos y en apenas un par de tardes lograron ensamblar una pequeña colección de canciones en ritmos caribeños y sudamericanos. Fue bello verlos tocar bajo la luz roja de la galería. Juan Osvaldo en el bajo, Kasko en la batería, Andy Mountains en las percusiones, Apache O’Raspi en los teclados, Ian Sour en los coros, Juan Pi en primera fila, cerveza en mano, todos despreocupados por completo del público multitudinario que les rodeaba, tocando sin tregua a pesar de todos los problemas técnicos, más felices de lo que nunca estuvieron en el museo.
En medio de la fiesta alguien preguntó cómo se llamaba ese grupo de vatos que estaba tocando.
–Les dicen los Mártires del Lavaplatos –respondió alguien.