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Eme Malafe
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Eme Malafe

Música para redimir al barrio

Publicado el 18 de abril 2024
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Eme Mala fe canta a los barrios bravos a ritmo de reggaetón, trap, salsa o banda sinaloense. Lo suyo, dice, no es nada más música. Aunque muchos lo señalen por sus letras violentas, él prefiere pensar que la música puede ser un escape para todos aquellos que piensan que no hay más alternativas.


Una parte de él todavía no entiende por qué se le concedió sobrevivir ni cómo hizo para no estar hoy dentro de un ataúd bajo tierra, como muchos de sus valedores. Eme Malafe al menos debería estar compartiendo celda con sus camaradas que cayeron en cana hace tiempo. Quién decidió que no le tocaba, que tenía derecho a pasar al siguiente nivel y conquistar a miles a punta de puro himno bravo, no lo sabe.

De veras que no.

A Martín Aldana Cervantes lo conocen más por su nombre escénico: Eme Malafe. Faltan un par de días antes de su presentación en el festival Tecate Pa’l Norte y él llega puntual a la cita al sur de la Ciudad de México. Es el último ensayo con su crew. Porta una gorra negra y una playera donde resalta el rostro de Joaquín El Chapo Guzmán y otros jefes criminales sobre una leyenda en letras góticas: Narcos with attitude.

Para su espectáculo requiere de unas 20 personas sobre el escenario: músicos, bailarines y coreógrafos. Tiene un mes preparando este show. Por lo regular, él y su equipo deben prepararse con tres meses de anticipación. Así fue cuando lo invitaron al festival Ceremonia del 2022, por ejemplo.

–Ya fluimos más recio, carnal –celebra.

El tiempo le ha dado solidez a su equipo. En la tarima, seis músicos uniformados tañen guitarras, soplan trompetas y tubas. Los bailarines calientan, estiran músculos. El coreógrafo dicta las últimas indicaciones.

A unos pasos del escenario, Martín espera la señal para entrar y darlo todo. Recarga un brazo en la pierna, levanta el mentón. Una sonrisota le cruza la cara debajo del flequillo que sobresale de su casquete corto. Hace 15 años su destino parecía el de cualquiera de los adolescentes con quienes creció: la criminalidad fugaz con destino trágico. Eso, o conformarse con la miseria a secas. Había pocos lugares más donde mirar o eso le parecía entonces.

Las preguntas vuelven a su cabeza. Hoy tiene 30 años recién cumplidos y ha logrado labrar esta pequeña parcela de gloria. Si alguna vez Martín se sintió menospreciado por su origen de clase baja, hoy Eme Malafe es aclamado por una jauría de chavos banda, aspirantes a raperos o simples admiradores que corean sus palabras con fervor.

No puede creer que en algún momento él estuviera de simple chalán en un puesto de tacos. O tirado en el piso mientras la policía lo golpeaba. Recuerda a sus amigos muertos y vuelve a preguntarse qué lo salvó a él del ataúd, qué lo llevó a estar aquí ahora, a punto de dar un show para más de 50 mil personas.

Eme Malafe: un chico de barrio

“Mi vida no es nada de lo que era antes”, dice justo antes de que su coreógrafo le haga una seña para indicarle que ha llegado su turno. “Estoy agradecido: vivo el pedo día a día”, dice y así, tendido, tendo, se trepa al templete a cantar que la vida puede ser dura, ojete, sí, pero también es fiesta, risas, un desmadre.

De eso trata, en gran parte, su música. Esa mezcla de rap con trap, reggaetón, corrido tumbado o lo que se le antoje machacar en cada nuevo sencillo. El maleanteo, le dice él.

Porque sí: él también fue un malandro, alguien que llegó a delinquir con tal de hacerse unos billetes.

Eso no lo va a negar nunca. Pero tampoco está bien presumir eso.

A veces siente que todo esto también es un engaño. Que él es como uno de esos gurús que se pusieron de moda: un coach motivacional o una pendejada así. Un vendehumos. A él, que creció rodeado de gente que se partía la madre de sol a sol, de repente le parece imposible que puedan pagarle tanto dinero sólo por escribir unos versos en un cuaderno y luego cantarlos. Las matemáticas no le alcanzan para explicarlo. Debe ser una especie de milagro, una estafa piramidal, una cosa de malandros.

Eme Malafe toma el micrófono como quien toma un arma. Y dispara.

De pandillas y centavos

Nací en el callejón San Pancho, en la colonia Paulino Navarro, cerquita del Centro Histórico. Mi familia y yo vivíamos en una casita de lámina y cartón, de esas que llamaban Los Jacales. Mi papá luego se compró un terrenito en la misma zona y construyó.

A los 14 años tuve unos pedos y me fui con unos familiares a la calle Mineros, en la Morelos. Ahí conocí a un chingo de banda: me armé de una pandilla. Ahora sé que sí influye mucho dónde naces, el ambiente, la carencia y precariedad en la que vives, la banda con la que te desarrollas, los corajes.

Un día me dije “Yo también quiero vivir chido”. Hice cosas que no estuvieron bien, carnal: delinquir con mis valedores. La neta, no quiero hablar mucho de eso. Fueron días difíciles. Pero sé que en ese momento me sentí abrumado por pasar de no traer ni un centavo en la bolsa a cargar 3 mil pesos de golpe.

Y luego fue más.


Mensajes cruzados

Eme Malafe canta con vigor, como si estuviera frente a miles y no en un ensayo sin público. Camina con la cara pegada al micrófono mientras su banda le hace segunda y los bailarines acompañan cada uno de sus gestos.

En sus canciones suena algo de Bocafloja, de Aczino o de esos raperos que no temen denunciar en sus barras y rimas la marginación, el racismo u otras injusticias. Pero su estilo recuerda más a los actuales exponentes del corrido tumbado como Natanael Cano y Junior H.

No sólo por el ocasional contenido delincuencial de sus canciones, también por el coraje que imprime en cada palabra, el preciso uso del autotune como un pleno recurso musical –ya no sólo no como una muleta para afinar la voz– y la necesidad de contar historias como si las canciones fueran también películas.

Todo en él es una combinación afortunada. En su música se nota la retroalimentación de raperos ya emblemáticos como Violadores del Verso, C-Kan o Santa Fe Klan, pero también el gusto del ritmo guarachero por Celia Cruz.

Un día se le puede ver colaborar con Alberto Pedraza, leyenda de la cumbia sonidera del norte de la ciudad, al otro aparece tirando flow con Uzuelito Mix y otros reggaetoneros. Lo mismo exalta la sensualidad y la moda tepiteña con perreo duro, que rinde homenaje a Rubén Blades con un rap mafioso, o invita al tepiteño Jorge Carmona para tirarse juntos una salsa de altos vuelos.

–Este es un pedo más de artista de calle, pero al género que me pongan le aviento huevotes –sostiene Eme Malafe en entrevista–. Si hice un corrido o una salsa y no queda tan verga, lo voy a intentar de nuevo hasta llegar a un nivel cabrón. Lo mismo con el rap. Porque en México somos los más verga haciendo rap. Nada de “a ver cómo nos sale”. Si lo vamos a hacer, lo hacemos bien. A medias nada. El pedo de ser mexicano es ser aferrado. Y si a otras cosas le aventé huevos y no me daban pa’ vivir feliz, aquí con mayor razón.

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influye mucho dónde naces, el ambiente, la carencia y precariedad en la que vives, la banda con la que te desarrollas, los corajes. un día me dije: “yo también quiero vivir chido”. hice cosas que no estuvieron bien.

Eme Malafe

Ya lo dijo: Eme Malafe creció en los barrios céntricos capitalinos. La Morelos, la Guerrero, la Peralvillo, Tepito. Allí donde hoy es rutinario que cientos de morros sean enganchados a una célula criminal anexa al cártel en turno. Suelen ser los más pequeños los encargados del narcomenudeo, del halconeo o de la extorsión. Él lo sabe. También son quienes terminan atados más frecuentemente al consumo de sustancias y quienes son ejecutados y arrojados al pavimento antes del amanecer.

Él no sufrió esa suerte, pero se siente cercano a quienes hoy la viven. Si algún día, siendo adolescente, él delinquió junto a los valedores de su barrio es porque aquello era algo completamente normal en su contexto. Así lo explica. Esa parecía la vía más rápida para destrozar la precariedad en su casa. Estaba encabronado porque nada le pertenecía, porque otros presumían una opulencia sin méritos que a los suyos les tocaba nada más mirar de lejos.

No quiere dar más información de esos años. Algunos detalles se encuentran en su música, en todo caso. Pero tampoco. Porque las canciones, y es cansado tener que explicarlo todo el tiempo, también son entretenimiento, ficción. Como Caracortada, como El Padrino. ¿Qué historias quieren que cuenten los que crecieron en la Morelos, en la Peralvillo o en la Buenos Aires?

Entiende, sin embargo, que no todos escuchan así las canciones de Eme Malafe. Hay días en que morritos le escriben para confesarle que lo escuchan todos los días camino a la escuela. O que ya se tatuaron uno de sus versos. O que lo escuchan siempre justo antes de hacer un jale, una diligencia: alguna maldad. “Verga, yo no quería que eso pasara”, piensa él y comprende que no todos cachan el juego.

“Tú pienses que la violencia excesiva es normal y a veces hasta lo ves chido, carnal. ‘Ay se balacearon, qué chido’, dicen los morritos. Te acostumbras a eso –le dijo en 2023 a Julio Orozco en una entrevista–. Ahora que mi vida está cambiando tanto, te das cuenta que no es nada normal. Al contrario: no estuvo bien. Hemos normalizado bien cabrón la violencia. Cuando estás morrillo, son cosas que te afectan”.

Por eso ahora intenta siempre dejar algún mensaje cruzado. Si en el videoclip Ni bueno ni malo, por ejemplo, cantaba sobre morirse guerreando con tal de generar dinero, rodeado de una pandilla motorizada que exhibía armas con descaro ante la cámara, en Rosarios y balas, junto al rapero Hadrián, habla del reclutamiento de niños por parte del crimen organizado, la vida en prisión y las familias fragmentadas por la violencia.


Con frecuencia Eme Malafe piensa en su padre. Recuerda esas tardes cuando los llevaba a él y a sus hermanos a jugar a los parques de la colonia Condesa y después prefería llevarlos a la nevería de otra colonia porque las nieves de ese barrio adinerado, de 50 pesos cada una, no estaban sabrosas. Ahora entiende por qué su mamá se dedicaba a limpiar casas pero nadie limpiaba la suya. Hoy comprende por qué su papá, su jefe, Martín como él, se quedó callado cuando el director de la Secundaria Técnica 13, cercana al metro Chabacano, lo reprendió porque su hijo fue acusado de mal comportamiento.

Pasaban las 10 de la mañana y, como todos los días, su padre tenía demasiado trabajo. Le urgía llevar en el triciclo tortillas y guisados al metro Centro Médico, donde Carmen, su esposa, servía tamales y atole desde el amanecer. Era casi la hora de comenzar a vender pero ahí estaba otra vez perdiendo el tiempo por las imprudencias del chamaco. Ambos, padre y madre, se despertaban a las tres de la mañana a chambear. Alimentar a seis hijos —Martín hijo, el quinto de ellos— los obligaba repetir la misma jornada cada día.

Eme Malafe recuerda la mano empuñada de su padre y su silencio cuando el director insistía en que debía reprender a su hijo mientras miraba con desprecio las manchas de aceite en su ropa.

–Me daba chingo de coraje cuando llegaban los policías o los funcionarios en sus camionetas para llevarse el puesto de mis jefes –cuenta–. Mis jefes hasta les hablaban bonito, pero en el fondo estaban desesperados. O cuando mi papá regresaba a casa golpeado y con el triciclo abollado porque un hijo de la chingada le aventó el carro y los tamales terminaban en el suelo.

Hoy entiende por qué sus padres preferían no alzar demasiado la voz y que su modo de ser, orgulloso y bravo, definitivamente no le viene de familia. Fue en algún momento de la adolescencia, ahí por los 14 años, cuando tomó la decisión de dejar atrás la timidez y abrazar el coraje. Nada bueno le dejó la delincuencia, insiste, excepto el orgullo.

–Yo pensaba: si mi jefe no pudo, a mí no me va a pasar igual. Fue un asunto de defensa, de sobrevivencia.

Se prometió nunca más bajar la cabeza.

De madrizas y prejuicios

La neta, en ese tiempo no me daba cuenta de los esfuerzos de mis jefes. Las madrizas que se daban. Lo dieron todo para que mis carnales y yo estudiáramos. Yo entré a la Preparatoria 7 de la UNAM, en La Merced, pero no dejaba de hacer lo que no estaba bien: robar.

No conectaba con la escuela, no creaba vínculos amistosos profundos. Estaba clavado en el barrio porque en la prepa, con todo y el dinero malandro que conseguía, siempre me sentí inferior por mi origen. En la escuela, la mayoría hablaban diferente. El acento de barrio no se manejaba ya, por ejemplo.

Cuando nos presentamos, todo presumían que sus papás eran médicos, abogados o se dedicaban a alguna profesión. Mi papá y mi mamá vendían tacos. Nadie más dijo que sus familiares eran comerciantes.


Algunos veintes que cayeron

El deseo de encajar con el resto: se dejó llevar por ese sentimiento, sobre todo en la prepa. Hasta ahora se da cuenta de que no era el único en sentirse excluido: muchos se inventaban una historia para que nadie los juzgara, para pasar inadvertidos.

Vivía cegado y hoy reconoce que era un poco ridículo rechazar las invitaciones a ir al antro sólo por vergüenza. A su novia no la invitó al cine hasta la universidad, aunque llevaban años saliendo. Le daba terror entrar a una plaza porque pensaba que quienes estaban ahí derrochaban dinero. Había heredado esos miedos de sus padres. Mejor no voy, pensaba, mejor no me arriesgo.

Así fue toda la prepa hasta que un día él y su pandilla se enfrascaron en una batalla contra los cabrones de otra banda. Intentó escapar cuando llegaron las patrullas, pero un Chevy lo atropelló en la huida. Todavía le duelen las patadas de los policías. Lo llevaron al Ministerio Público a él y a sus valedores. Allí se enteró que alguien había salido picado y estaba muriendo en el hospital.

Eme Malafe: sesión con Ely BJ

Cuando el agente del MP escuchó su nombre completo, Martín Aldana Cervantes, lo miró por unos segundos. “¿Tienes un hermano en FES Acatlán?”, le preguntó. “Sí”. Le soltó un cachetadón, sin importarle que ya estaba golpeado. “Tu hermano es de mis mejores alumnos, si no es que el mejor que tengo en la facultad. Tienes cinco minutos para que te comuniques con tu familia”.

Sus padres pagaron la fianza. No durmió nada. Al otro día su padre lo mandó a la escuela sin contemplaciones. Sentado en su butaca, mientras respondía las preguntas de un examen de geografía política, no dejaba de pensar que sus compañeros se chingarían por tentativa de homicidio. Él debería estar con ellos.

Le cayó el 20. Por fin.

Siempre fue bueno para los madrazos. En parte gracias a su padre, un fanático del box que le heredó el gusto. Pero también gracias a su jefe es que siempre fue bueno para el estudio. “Así eres tú”, solía decirle su jefe cada que él se metía en problemas. “Pero no dejes la escuela: échale huevos”. Lo escuchó tantas veces que el mensaje caló: “La escuela te va a sacar de esto”.

mi papá también fue un hijo de la verga. Yo creo que se veía reflejado en mi hermano y luego en mí. No quería perder un segundo hijo. Él, que no concluyó la primaria, me insistía: “no dejes la escuela, échale huevos”.

Eme Malafe

Quería ser médico cirujano por los documentales que veía en Discovery Channel. El pase directo de la UNAM lo mandó a licenciatura en veterinaria, en la Facultad de Estudio Superiores en Cuautitlán Izcalli. Pero nunca logró acoplarse a la carrera. Volvió a las calles. Empezó a consumir más alcohol, marihuana.

Y fue su padre otra vez quien se la cantó derecho: “Si sigues de cabrón, te van a matar o vas a caer en la cárcel”. Lo impulsó a hacer el examen para la licenciatura de derecho. Su hermano ya estudiaba eso. Comenzó a hacer ejercicio, regresó al box y se metió a nadar. Poco a poco se hizo de la disciplina que tanto le hacía falta. Varios de sus valedores ya estaban consumiendo coca, cristal, piedra; otros cumplían condenas en la cárcel, un par ya habían caído muertos.

Le volvió a caer el 20.

Su padre le pagó un curso para hacer su examen de admisión a la universidad. Aprobó el examen del Politécnico, de la Universidad del Valle de México y de la UNAM, donde finalmente decidió quedarse.


De ovejas negras

Mi papá me salvó. Hay una conexión recia con él. En mi familia, yo fui la oveja negra. Nadie de mis carnales anduvo de cabrón como yo, con excepción de mi hermano. Él era el malo de la casa. El que se peleaba, el que robaba. Me enseñaba a tirar con una pistola con la condición de que no le dijera nada a mis papás. Yo lo admiraba mucho, lo quería mucho. Yo amaba a mi hermano. Cuando lo asesinaron me dolió tanto, me sentí tan desgraciado, que quizá para no derrumbarme agarré su papel. Hasta la fecha es un dolor inmenso.

Por lo que nos cuenta, mi papá también fue un hijo de la verga. Yo creo que se veía reflejado en mi hermano y luego en mí. No quería perder un segundo hijo. Él nunca quitó el dedo del renglón. Él, que no concluyó la primaria. Él, siempre el mejor ejemplo.

Por eso ahora que en esta chamba me toca desvelarme o darme unas buenas madrizas cuando me toca ir de un lado a otro, no me rajo. Porque las madrizas que se daban mis jefes no se comparan. A ellos les robaron, los maltrataron pero al otro día se levantaban como si nada hubiera pasado.

Un solo barrio

Eme Malafe es capaz de colapsar la ciudad si se lo propone. Así lo hizo la noche del domingo 16 de julio cuando se presentó en el techo de un centro comercial ubicado en la esquina del Eje Central Lázaro Cárdenas y el Eje 3, tras convocar a más de 120 mil personas, la mayoría de ellas a bordo de motonetas o motos de pista convocados bajo la frase Todos somos un solo barrio.

Ya entonces se le acusaba de hacer apología de la violencia con sus canciones y a sus seguidores los señalaron como chavos imprudentes que circulaban sin casco, en sentido contrario o desobedeciendo los semáforos. Más de uno terminó accidentado.

No era la primera vez. El 5 de marzo de 2021, más de 200 personas fueron detenidas en Tepito en una rodada convocada por él a la que acudieron más de 20 mil motociclistas. Algunos medios de comunicación reportaron que varios de los presentes tiraron bala; hubo acusados de robo, de portación de armas y posesión de drogas, además de ataques a las vías de comunicación, entre otros delitos.

Los familiares de los detenidos, muchos de los cuales permanecieron incomunicados por varios días, llegaron a interrumpir algunos mítines de la precampaña de Claudia Sheinbaum para denunciar detenciones arbitrarias, criminalización e irregularidades en el proceso.

Meses después, Eme Malafe lanzaría el video Quién, con imágenes de aquella noche y usando las palabras de los presentadores de noticias que lo condenaron. Siempre le gustó el desmadre de las motos. Pasar inadvertido en cualquier lado, sortear el tráfico a todos lados y sumarse a las rodadas multitudinarias de la capital.

Que la gente se asuste de lo que él canta le tiene, más o menos, sin cuidado. Sus canciones abordan el maltrato y la violencia, pero también la satisfacción de sobrevivir al horror y salir de él. Con la barbilla en alto por el país, pero sobre todo por el barrio, por la familia, por la pandilla. 

“Representas a todos los morros que venimos de barrios pobres”, le escriben sus fans en los comentarios de sus videos. “Al escuchar tus canciones me acuerdo de esas noches de frío y los días con hambre, por todos esos momentos es que siempre le meto para adelante”, “a veces hay bajas y altas y tú eres un gran ejemplo de que si te caes, te tienes que levantar, con tu música nos identificamos muchos”.

Hace apenas unas semanas estrenó el video Leyenda junto al rapero Lefty SM:

Cuántos me hicieron menos cuando estaba bien chamaco
Cuántos putos maldijeron, cuántos negaron el taco
Balaceras, los atracos, aún así me metí al barco
Saben que soy bien arre, a los vergazos no le saco
Loco como Miclo, abusado como Paco
La colombiana dice: “el Malafe anda bien berraco”
Si no pega el disco, total, vuelvo a robar bancos…

En septiembre de 2023, Lefty SM fue asesinado y se sumó a la lista de amigos muertos que Eme Malafe cuenta en la memoria. De nuevo, no se explica por qué Lefty no sobrevivió a las balas. Y por qué él, Eme Malafe, salió vivo del otro ataque que él  sufrió en carne propia el 5 mayo de 2022. No entiende cómo los tres disparos cuyas cicatrices hoy marcan su espalda no lo arrojaron fuera de la existencia.

“Fue una pendejada” llegó a declarar tras jurar que él no tenía vínculos con organizaciones criminales. En un video para agradecer el apoyo de sus seguidores decidió insistir en su mensaje:

“Neta es bien difícil salir de un lugar del cual todos piensan que es un pinche bote de basura, que no vale la pena. Pero, ¿saben qué? Hay deportistas, doctores, escritores, pintores, que son los número uno y han salido de estos pinches basureros. Ese es mi sueño: ser la voz de esas personas, de todos esos desechos, de todas esas basuras, de todos los que queremos salir de esta pinche bolsa negra”. 

A veces aprovecha para mostrar los tatuajes que le recubren la piel, los ángeles y santos cubren buena parte de su cuerpo.

Lo protegen, dice. Lo cuidan.

Algunos de los tatuajes de Eme Malafe. Fotos: Elyzabet BJ.

De culos, de champán, de dinero

Yo no hago apología de la violencia. La violencia ya existe. No estamos en una pinche sociedad en la que se pueda no estar peleando. Aquí te tienes que defender. Así es esta sociedad: no vamos a combatir con un cartel que diga “paz”. Hay una frase muy de la calle: “Prefiero verte con un ojo morado a saber que no te defendiste”.

Cuando a mí me empiezan a matar a todos mis amigos, yo me doy cuenta que, sí, un arma te empodera. Pero también te trae muchas pérdidas. A veces todavía saco el celular y le quiero llamar a alguien que ya no está.

Muchos no entienden por qué hago canciones y videos violentos. ¿Sabes quién sí entiende por qué? Los que han vivido eso. Por eso lo más verga es mí público que sí entienden lo que estoy diciendo. Cuando yo digo “el día que me vaya, me voy a ir tirando vergazos”, ellos saben lo que quiere decir. Que hasta el último día que mis pies toquen la tierra voy a aventar todos los huevos por mi familia. Y que así me tiren mil veces, yo me voy a levantar.

Yo les canto a los morritos y a la gente de barrio porque son quienes más necesitan ese mensaje. Es motivación y hace falta alguien que se los diga. Nadie va a entender la pinche frustración que se siente que un hijo de puta en una camioneta blanca, de una autoridad de gobierno, pase a quitarte el puesto de tacos a tu familia. Nadie va a entender ni viéndolo en un video. Pero el que lo ha vivido lo va a entender 100 por 100. Si tú pones esa emoción en una canción, se convierte en algo poderoso.

Sí, hay quienes quieren música que hable de culos, de champán, de dinero. Y habrá quienes digan: “No entiendo por qué cantas lo que cantas”. Yo a eso les digo: qué chido. De veras, carnal, qué chido que no lo entiendes. Qué chingón que no viviste eso.


Jugarse el resto

A la fecha, la producción más ambiciosa de Eme Malafe es La Danza del Diablo: una trilogía de canciones embonadas en un video de casi nueve minutos en la que canta y rapea a través de un popurrí enloquecido que arranca a ritmo de trap, luego da un volantazo hacia al tumbado y termina en un estruendo de banda sinaloense.

Se trata, también, de una confesión de parte:

Siento que cuando escribo les estoy haciendo daño
a los chamaquitos bien emocionados.
Los temas de los que hablo, la película, el descaro.
Y es que, yo no sé, yo nunca dije ser un santo
Qué fácil, ¿no? Estar atrás nomás hablando:
“Mira, lo balacearon, seguro que andaba en algo”...

Fue, también, una manera de tragarse todo el estrés post-traumático que le dejaron las balas. La crudeza de sus palabras, las amenazas y el explícito deseo de venganza hizo dudar a varios de sus colaboradores. A él ya no le importaba ser aplaudido, ni que los números de escuchas no alcanzaran para recuperar lo invertido. Esto era otra cosa. Por primera vez Eme Malafe se atrevió a decir que lo suyo era arte. La Danza del Diablo era su obra de arte: lo más ambicioso, dolido y honesto que ha hecho hasta el momento. Ahí, en esas rolas, se jugó su resto.

Somos perros

El ensayo termina. Martín y su equipo están listos para Tecate Pa’l Norte. Antes ya estuvieron en el Ceremonia, en el Festival Arre, en el Coca-Cola Flow Fest, en el Dale Mix y en Bahidorá. En este último colaboró con la organización Africa Express: uno de los más ambiciosos proyectos del británico Damon Albarn quien, junto a músicos como el nigeriano Fela Kuti, construye una plataforma en donde músicos de todos los continentes puedan colaborar.

–Desde la secundaria me gustaba escribir –cuenta–. Recuerdo que un profesor dejó hacer un texto para enseñarnos Word. Fue la primera vez que escribí algo, a los 14: una historia de una morra que tenía pedos en su casa, eso la llevaba a las drogas, un vato la contagiaba de sida. Era un cuento feo y triste. Se moría al final. Hasta me mandaron con la psicóloga.

Se ríe. Resulta curioso, por lo menos, que el rapero que hoy le canta al lumpen delincuencial de los barrios chilangos se haya aferrado a la licenciatura en derecho. Se enfocó en lo penal porque es el área que atiende los delitos que más se cometen en el entorno donde creció. Logró titularse hace cuatro años cuando ya estaba dentro de la industria de la música.

–Seguí escribiendo en mis cuadernos. Estaba en la clase y yo escribía alguna historia callejera. No dejé de hacerlo. Ahora puedo decir que el poder de la palabra es grandísimo. Saber dialogar, comunicarte, expresarte. Debatir. Es algo que te hace fuerte: te da poder.

Conocer las leyes le ayudó a entender la industria del espectáculo y sus trampas. A veces, sugiere, es mejor que los artistas ignoren toda la injusticia que existe en torno a los contratos y las regalías, los abusos que se cometen a sus espaldas. A él le han cerrado puertas por abrir la boca y reclamar, por hacerla de pedo. Las disqueras nunca pierden, dice, pero le alegra que exista una nueva generación de artistas que han decidido tomar el negocio en sus manos y ponerse al tú por tú con disqueras, productores y promotores. Se incluye entre ellos, entre quienes intentan cambiar el juego.

Las redes sociales facilitan el contacto con la gente. Para no extinguirse como músico, cuenta, hoy uno debe convertirse en showrunner: hay que escribir la música, producirla, dirigir el video, promocionarlo, gestionar espacios para tocar en vivo, revisar los términos legales de contratos para presentaciones en vivo o para colaboraciones. Es una chinga, sí. Pero así debe ser: es responsabilidad de los artistas saber exactamente cuánto dinero generan.

“Somos perros para defender lo que estamos produciendo”, dice y asegura que defender lo económico es defender lo artístico: si él invirtió dos años en canciones y meses para concretar videos, lo correcto es que las ganancias se repartan entre todas las personas involucradas, sean 50 pesos o 100. Todos merecen un buen pedazo de esa lana, no sólo las disqueras.

Eme Malafe: del barrio para el barrio

Por eso no se puede quebrar. No puede fallarle a esos chavos que lo siguen. Ni a la gente que le escribió desde todo México el día que lo balearon. Ahí hay algo más grande que él y no sabe si fue Dios o si fue el Diablo quien le dio otra oportunidad.

En otro encuentro que tenemos antes del festival, Eme Malafe dice que se siente orgulloso de su vida pero que, también, le hubiera gustado no haberla vivido así. Es uno de los lemas que suele repetir siempre: “si volviera a nacer, sería en el barrio”. Lo dice por su cultura, por el apapacho de la gente y por el gigantesco respaldo que le pueden dar. No por las carencias, menos por la violencia. No cree en eso de romantizar tener amigos que son asesinados o vivir la desesperación familiar.

A veces imagina lo que hubiera sido nacer en Lomas de Chapultepec. Voltear hacia abajo y decir: “Allá están los pobres”. Vivir en la ignorancia porque no te falta nada.

Por eso, subir a las redes en 2017 esa primera serie de canciones que integran el álbum, El Mala, le cambió la vida. Allí canta las peripecias de las calles, lo bueno y lo malo. Allí le reza a los jóvenes anónimos, los que delinquen, los que son asesinados o asesinan, los que roban y están presos, los que pelean todos los días. Quería que se sintieran escuchados. Que alguien volteaba a verlos.

Luego vinieron más discos, más videos, un concierto tras otro. En sus canciones intenta hablar de sus miedos profundos, pero también de lo que da esperanza. Y para hacerlo debe hablar también de todo lo que no le gustó vivir: los disparos, las amenazas, la rabia. “La calle es la escuela más cabrona del mundo, pero el barrio también te come”.

–He visto a morritas sufrirla bien culero. He visto a valecitas que se convirtieron en scorts porque no había de otra carnal –apunta–. Era lo mismo para nosotros, los chavitos, que teníamos que salir a robar.

No es un fenómeno aislado. En Estados Unidos el gangsta-rap fue un género que comenzó retratando la cultura y los negocios criminales. Y aunque varios de sus principales exponentes murieron asesinados, pronto se convirtió en una industria alternativa a la violencia, una fuga de ese mundo crudo a través de las palabras. ¿Para qué dispararle a alguien cuando podías destrozarlo en un par de rimas?  Lo mismo pasó con el reggaetón en Puerto Rico. “En mi barrio todos querían ser narcos, hoy todos quieren ser cantantes”, suele contar Daddy Yankee.

A Eme Malafe hoy los morros le escriben a cada rato para decirle que aspiran a ser como él. A él le alegra saber que es más fuerte el deseo de estar arriba de un escenario tirando netas que tirando placa arriba de una camionetota de narco. Qué bueno que los chavos entiendan que sus historias valen y que además de rabia y coraje, también tienen talento. Para esos sirve la música. Ahora muchos lo saben.

No se puede quebrar. No puede fallarle a esos chavos que lo siguen. Ni a toda la gente que le escribió desde todo México el día que lo balearon. La banda que se ofreció a mandar una lana para pagar los gastos médicos. Toda la raza que dijo aquí estamos para lo que usted disponga, carnal. Ahí hay algo más grande que él y no sabe si fue Dios o si fue el Diablo quien le dio otra oportunidad. Pero quiere estar a la altura de ese gran barrio que ha decidido convertirlo en su gallo.

–Si mañana todo se acaba, me voy feliz porque estoy viviendo un sueño –clama.

Un sueño, repite. Y pone un ejemplo: en varios de los videos de Eme Malafe aparecen morrillos, niños. Muchos son hijos de gente del barrio. Que ellos graben un video le hace pensar que puede llevar su música todavía más allá. Quiere crear una agencia de actores que provengan de esas colonias y zonas olvidadas.

A esa bandita, insiste, le pasa lo que le ocurrió a él durante años: no descubren otros horizontes porque nadie se los muestra. Porque ni siquiera hay a dónde voltear. Cuando esos chavitos aparecen en el video, su panorama cambia. Y eso puede crecer, crecer y crecer.

Lo suyo es una forma de redimir al barrio: de perdonarlo y ponerlo en alto al mismo tiempo. Sin vergüenza por lo que alguna vez vivió, sin intentar hacerse pasar por otra persona. Quiere que el orgullo se instale allí donde más es necesario. Es un movimiento, dice. Su movimiento.

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