Lilia, Marconi, Rocío, Lourdes, Anselmo, entre más de 70 mujeres y hombres, la mayoría de la tercera edad, fueron desalojados ilegal y violentamente de sus departamentos y negocios ubicados en el edificio de Cuba 11, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
Treinta días desde que fueron lanzados a la calle y les destrozaron sus muebles, libros, recuerdos, ropa, maquinaria, colchones y sueños. Un mes desde que sus vidas fueron desterradas a la banqueta.
Forzados a montar, vivir y vigilar un campamento en la vía pública, los vecinos han ganado una conciencia de comunidad y se han dado cuenta de que la única forma de regresar a sus casas es permanecer juntos hasta el final.
Con la solidaridad y ayuda de vecinos, la comida y la empatía de algunos restaurantes y cafés de la zona, el cuidado y la participación de los integrantes del Frente por la Vivienda Joven, han hecho del asfalto un lugar en que los lazos afectivos se forjan con naturalidad.
Treinta días en que se come en comunidad, se hace trabajo en equipo y se organiza una fiesta callejera por la Independencia de México. Entre la pirotecnia del Zócalo y los “vivas” a los héroes patrios, Diana, Diego, Lourdes, Cresencio, Blanca y las demás están creando, cada minuto y cada día, su propia patria: el barrio, los amigos, la familia, las calles que hacemos nuestras. Bienvenidos a República de Cuba número 11. Bienvenidas a la República de la Resistencia. Pásenle a conocerla.
Hoy es 15 de septiembre, Día de la Independencia, y los vecinos siguen aquí, en la calle y a la intemperie. Pero la calle ha cambiado. El papel picado cuelga de las carpas, las trenzas tricolores ondean sobre las tiendas de campaña. Los platos de pozole se sirven rebosantes y no falta nadie en la mesa.
A veces, la comunidad se fortalece con el desastre. Fue necesario el destierro, que un pelotón de cargadores y policías los arrancara de sus camas y los echara a la calle con gritos y empujones, para que esto, al fin, sucediera.
Han pasado casi tres semanas desde la madrugada del 27 de agosto, cuando desalojaron los 19 departamentos y ocho locales del número 11 de la calle República de Cuba, en el Centro Histórico. Más de 70 personas, la mayoría de la tercera edad, fueron desterradas a la banqueta.
Allá está Marconi, con unos bigotes postizos y un diminuto sombrero de paja, haciendo reír a todos. Por aquí, doña Rocío y doña Lourdes sirven cucharadas generosas de caldo humeante. Están también Diego y Blanca, doña Diana, Lilia. La fiesta se desborda y atrae las miradas de curiosos que se preguntan por el origen de esta celebración callejera insurgente.
—Qué curiosa es la vida, cómo es de canija, ¿verdad? —dice don Jorge mientras sirve un vaso de tequila con refresco de toronja—. Teníamos años intentando reunirnos todos para una comida. Y mira: sólo así lo logramos.
Del caos inicial, de las ruinas astilladas y el paisaje desastroso de los primeros días, queda poco. El campamento luce limpio y ordenado. Atrincherados tras una barricada armada con los esqueletos de sus propios roperos y sus bases de cama, los vecinos han reordenado el espacio.
Existe una cocina y una amplia mesa para comer. Un rincón para preparar café. Casas de campaña, algunas camas, un baño seco. Incluso hay libreros y estantes cubiertos con plástico para proteger los alimentos de la lluvia.
En estas semanas, en este pedazo de calle reconquistado, los vecinos han aprendido un par de cosas. Que el asfalto puede ser un espacio de organización importantísimo, por ejemplo. Y que la única forma de regresar a sus casas es permanecer juntos hasta el final.
Hace unos días, don Manuel, de 62 años, fue invitado junto con don Jorge y doña Rocío a la Colonia Juárez. De complexión grande, apoyado en un bastón para sobrellevar la diabetes, don Manuel subió al templete donde un grupo de ciudadanos daría un Grito de Independencia alternativo en la Plaza Giordano Bruno.
–Yo grito por los desplazados –dijo al micrófono–. Yo grito por mi comunidad que era el edificio de Cuba 11. Grito porque lo que nos hicieron se lo han hecho a muchos otros. Grito contra los ultra ricos que de manera irregular nos despojaron, nos robaron, nos expulsaron. Yo grito contra toda esta impotencia y por el coraje que traemos a flor de piel.
Con el bastón clavado en el suelo y la otra mano en alto, gritó: ¡Viva México!

Un grupo de vecinos que habitaban el edificio de Cuba 11 han encontrado una manera distinta de afrontar la vida: la organización y la creación de una comunidad que vea por ellos mismos.

Celebración de la “Noche Mexicana” del 16 de septiembre en la acera de Cuba, frente al número 11.

Una “delegación” de los vecinos de Cuba 11 acudió al “Grito de la Dignidad” con habitantes de la colonia Juárez.
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No hace falta gasolina. Basta un poco de papel y un encendedor para incendiar un colchón. Es fácil, luego, alimentar el fuego con la madera de una silla, los cojines de una sala, un par de libreros.
Son las dos de la tarde del 27 de agosto y en Eje Central, a unos pasos del Palacio de Bellas Artes, unas 20 personas se plantan detrás de la enorme hoguera y se toman de las manos. Quieren denunciar el atropello. Lo que les hicieron, dicen, es una indecencia, una chingadera.
A lo lejos los granaderos descienden de su enorme camión. Son los mismos elementos de la Secretaría de Seguridad Pública que hace unas horas, en plena madrugada, se apersonaron en el número 11 de República de Cuba para permitir el desalojo forzado de 19 departamentos y ocho locales comerciales.
Algunas autoridades de la Ciudad de México intentarán minimizar más tarde lo ocurrido. El secretario de gobierno César Cravioto dirá, por ejemplo, que sólo 24 policías participaron en el operativo, y nada más con el fin de “resguardar al actuario” que dio fe del desalojo.
Pero doña Lilia, Sonia, doña Consuelo, Mundo, Héctor, doña Rocío y otra docena de vecinos, que ahora plantan cara a los automovilistas y a los granaderos, vivieron algo distinto: más de 100 elementos policiacos bloquearon el acceso a toda la cuadra con el objetivo de escoltar y cuidar a por lo menos otros 50 fulanos sin identificar –cargadores, golpeadores, lanzadores– que usaron barretas para romper, primero, las puertas del edificio y, luego, las cortinas de los locales y las puertas de los departamentos.
Lo que más las indignó fue el robo. Que ante los ojos de la policía los cargadores llenaran sus mochilas con cualquier cosa de valor que encontraran. Que hasta tuvieran listo un camión de mudanza para cargar los mejores muebles, las estufas, las lavadoras. Todo esto en nombre de una orden judicial que a los vecinos jamás les permitieron leer y de la que no fueron nunca notificados.
Con los días, nadie recordará exactamente quién fue el primero que dijo “vamos a manifestarnos”, “órale, a dónde”, “a Eje Central porque aquí nadie hace caso, vamos a bloquear el Eje”.
Doña Diana, quien llevaba sus 63 años viviendo en el tercer piso de Cuba 11, recuerda que la jefa de gobierno Clara Brugada prometió hace poco establecer una serie de normativas para frenar los desalojos forzados y la gentrificación. “Que venga ella ahora, dice, como cuando vino a pedir nuestro voto”.
–Les va a costar apagar este desmadre, ¿eh? –grita Diego, un vecino treintañero, de los más jóvenes, a un par de policías que se acercan con extintores; él lanza a la hoguera su propio colchón, el mismo sobre el que dormía plácidamente hace apenas unas horas–. ¡La única forma de apagar este desmadre va a ser que nos atienda el gobierno central!
“¡Gobierno central! ¡Gobierno central!”, corean los vecinos tomado de las manos. Que los funcionarios tengan al menos la decencia de venir aquí, exigen.
“No, nosotros no somos invasores, ni somos del crimen organizado, ni somos paracaidistas. Aquí vivió mi abuelo y aquí nació también mi padre; aquí nació mi hija y aquí nació mi nieto. Somos cinco generaciones y, escúchelo bien, ¿eh? Nosotros nunca adeudamos una sola renta”.

Lourdes, vecina de Cuba 11, en el Centro Histórico.

Rocío, vecina de Cuba 11, Centro Histórico de la CDMX

Diana, vecina de Cuba 11, en el Centro Histórico.

Lourdes, vecina de Cuba 11, en el Centro Histórico.
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Es mediodía. El café pasa de mano en mano. Anoche hubo tormenta y el asfalto continúa húmedo. Hace frío.
Los vecinos han anotado la distribución de tareas en cartulinas blancas pegadas en una de las carpas. Por ejemplo: el equipo 1 –Anselmo del restaurante de antojitos, Angélica del departamento 14, don Manuel del 15, Cecilia del 11 y Margarito del 13– es responsable de cuidar el campamento las noches del 16 y el 19 de septiembre. Pueden hacerlo en persona o que se incorpore a la guardia alguien de confianza en su representación.
–Esta noche nos toca a mí y a la señora Blanca, mi jefa y mi suegra –dice Coral, empleada del pequeño negocio dedicado a la fabricación de sellos oficiales, en el primer piso–. Generalmente, no permitimos que las personas mayores hagan guardia, pero así lo decidió ella hoy.
A estas alturas, al gobierno capitalino no le ha quedado de otra que admitir que el desalojo fue irregular, que se llevó a cabo una compra-venta del edificio entre un grupo de testaferros que nunca acreditaron debidamente ser propietarios, que armaron un juicio a espaldas de los inquilinos con el propósito de arrebatarles sus casas.
–Estamos evaluando la posibilidad de expropiar el edificio en favor de los vecinos –anunciará Inti Muñoz, el secretario de Vivienda capitalino, en distintos medios de comunicación–. Queremos que regresen.
Mientras se cumple o no tal promesa, el gobierno de la Ciudad de México ha ofrecido a los damnificados del desalojo un apoyo temporal para renta –4 mil pesos mensuales, durante medio año– y pagar el hospedaje a quienes lo necesiten en el Hotel Dos Naciones, a unas cuantas calles del campamento. A pesar de las promesas públicas, los vecinos cuentan ya dos reuniones en que las autoridades capitalinas los dejan plantados.
De entre las carpas se esparce una intensa rechifla. Diego, el joven que quemó sus colchones en el bloqueo de Eje Central, lleva más de cinco minutos trabado en un intenso beso con Brenda, una chica de cabello rubio que presume un cuchillo tatuado en la mejilla.
–¡Échenles agua! –grita alguien–. ¡Las gorditas de chicharrón no son para atragantarse! ¡Váyanse al hotel que para eso nos lo está pagando el gobierno!
Todos ríen y se agradece. Organizarse no es sencillo. Las opiniones siempre varían, los esfuerzos invertidos son desiguales y estar en la calle es cada día más cansado.
–Infla más los cachetes –dice Marconi cuando el enésimo reportero aparezca por ahí para tomarles un retrato–.
–Ponte aunque sea salsa catsup en la cara que estás muy paliducha, manita –bromea don Jorge.
–¿A poco si cabemos todos? –pregunta la señora Diana.
–Claro: mira nada más el lente tan grandototote que trae el amigo… –responde la señora Lilia mientras le guiña un ojo al fotógrafo–. Nos puede abarcar a tooodas.
Esta cábula socarrona y cotidiana es ya uno de los principales distintivos de la comunidad. Es su última trinchera y lo que los mantiene unidos. Les ayuda a forjar carácter, aguantarlo todo: la mala saña de los borrachos que irrumpen en el campamento en la noche, el odio anónimo que les escupe en las redes sociales, la indiferencia de funcionarios.
Hace unos años todavía los bautizos y los quince años se celebraban en el patio del edificio. Ahora a ellos, al par de enamorados que se besan con pasión, les gustaría casarse aquí, en la calle.
–¿A poco no estaría suave? –le pregunta Diego a Blanca.
Sería la primera boda de dos desalojados.

Brenda y Diego “coquetean” con la idea de casarse en la calle. Sería la primera boda de un par de desalojados de Cuba 11.

Anselmo, quien solía atender un puesto de comida en uno de los locales de Cuba 11.

Crescencio, vecino de Cuba 11, en el Centro Histórico de la CDMX

Marconi e Isabel, vecinos de Cuba 11
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El sobresalto no la suelta. “No puedo dormir, me despierto a cada rato”. Tiene 37 años. Trabaja en una organización feminista dedicada a apoyar redes y organizaciones de mujeres, jóvenes y personas LGBT+. Muchas veces ha sido ella quien ha acudido a visitar personas en situación de calle –migrantes, personas desalojadas– que atraviesan una emergencia como esta.
Aún no pierde la esperanza de recuperar trozos de su vida. Los cargadores le robaron una alcancía donde guardaba unos 5 mil pesos, una televisión y quién sabe qué más. En medio del pánico, logró meter algunas pertenencias –zapatos, trastes, libros– en bolsas negras que después almacenó en una bodega.
Hasta ahora no había pensado cómo es que la vida cotidiana, el día a día, se sostiene tanto en esos pequeños, minúsculos objetos: el cepillo para el cabello que no encuentra en ningún lado, los lentes de sol, los anillos que usaba a diario.
Mientras habla por teléfono, mira hacia la ventana del departamento 14, en el tercer piso del edificio de Cuba 11. Ese edificio de 1929, con sus azulejos de talavera y sus detalles art decó. Hay un nicho vacío en la esquina: algunos vecinos recuerdan el año en que el gobierno priista en turno quiso colocar allí el busto del cacique sindical Fidel Velázquez. “Los mandamos a chingar a su madre”, se jacta Marconi.
Don Manuel, el padre de Angélica, vivió allí desde los 12 años, cuando migró desde Hidalgo para estudiar la secundaria, ya hace más de medio siglo. Una tía le dio hospedaje y con el tiempo él heredó el contrato de alquiler. Ella nació allí, casi literalmente. Hasta antes del desalojo, ella y su padre vivían en departamentos contiguos.
–Desde siempre fue un edificio de vivienda popular. Eran departamentos amplios, de techos muy altos: algunos vecinos habían construido incluso algunos tapancos.
La propiedad quedó intestada cuando fallecieron los dueños originales. No hubo herederos y durante años, los vecinos pagaron a una empresa inmobiliaria que nunca se presentó ante ellos. En el 2016 dejaron de recibirles la renta y ellos se organizaron en una asociación civil para pagar el predial, el agua, la luz y el mantenimiento del edificio.
Cuando nos sacaron nos dieron cinco minutos para tomar “lo que tuviera mayor valor”. Yo agarré a mi perra y a mi gata, mi laptop, mis agendas, poco más, cuenta Angélica.
Eso es lo que no la deja dormir. No solo el robo sino la intromisión a su intimidad. Los diarios, las libretas con relatos personales, las fotos de cuando trabajó como modelo de arte. También se extravió un disco duro que contenía información sensible: sus archivos y contraseñas del SAT.
–¿Quién les da derecho a hacer eso? –dice con un escalofrío.

Angélica, vecina desalojada de Cuba 11 e integrante de una asociación civil que apoya a redes y organizaciones de mujeres, jóvenes y personas LGBT+.

A Angélica los cargadore y golpeadores que los desalojaron de Cuba 11 le robaron información personal sensible.
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A Eva le sorprende que todos los días alguien envíe comida al campamento de Cuba. No es su nombre real, pero elige ser llamado así. Es por seguridad, explica. Así que le llamaremos Eva.
Él no es parte de los inquilinos que fueron desalojados, sino un integrante del Frente por la Vivienda Joven, uno de los varios colectivos que surgieron tras la protesta contra la gentrificación celebrada el 2 de junio en la colonia Condesa. Menores de 30 años en su mayoría, muchos de ellos han sufrido desalojos o no encuentran trabajos con sueldos que les alcancen para pagar las rentas cada vez más elevadas. Varios de ellos participan también en las protesta pro-Palestina o en las marchas de #YoPorLas4OHoras.
En su caso, primero intentó apoyar a la gente desalojada de la calle de Tonalá, en la colonia Roma, pero el campamento duró apenas unos días y la solidaridad era escasa.
En el Centro Histórico, en cambio, el barrio se desborda. Cada dos días, un carrito de tamales llega al campamento a regalar de mole, verde y dulce a los desalojados. Varios restaurantes de la zona envían gratis chilaquiles, huevos, sopas.
–Eso está bien chingón –dice Eva, reflexivo–. La gente ha donado parrillas para cocinar, tanques de gas, extensiones, casas de campaña y hasta camas para los perritos. Me hace recordar por qué estoy aquí.
Durante los primeros días, las autoridades intentaron disuadir a los vecinos de forjar alianzas. Llegaron incluso a condicionar los apoyos prometidos. Algunos funcionarios, como Laura Ivette Pérez Muñoz, subdirectora de Alto Riesgo del Instituto de Vivienda, aconsejaron a los vecinos desmarcarse del Frente de Vivienda Joven.
–Luego les va a costar separarse de ellos. Nosotros les estamos apoyando a ustedes y no les conviene tenerlos a ellos aquí –les dijo en una reunión entre las carpas, en la que también intentó convencerles de que retiraran el campamento–. ¿Por qué se quieren quedar aquí? Es muy riesgoso, es un foco de infección y si ellos se quedan no podemos garantizar que la policía no intervenga.
El día en que se les sugirió deslindarse de otros colectivos y abandonar el campamento fue el 1 de septiembre. Una noche antes, batallones de policías habían cercado todo el primer cuadro del Centro Histórico. Los vecinos habían olvidado que se celebraría el Primer Informe de Gobierno de Claudia Sheinbaum en el Zócalo, a unas cuadras. Temieron lo peor: que la policía viniera otra vez por ellos.
Sin que nadie les pidiera nada, los chavos se organizaron para formar una valla humana alrededor del campamento. No hubiera sido la primera vez que el Frente por la Vivienda Joven enfrentara granaderos: unas semanas antes, estos mismos jóvenes intentaban marchar del Hemiciclo a Juárez hacia la embajada de Israel para protestar por el genocidio en Palestina; los escuadrones policiacos ni siquiera los dejaron comenzar.
Ahora son un presencia constante en el campamento. Algunos de ellos han perdido también su hogar, pero su razón de estar aquí es otra: no permitir que nadie toque de nuevo a los vecinos de Cuba 11, a esos abuelos y abuelas pícaras que fueron sacados casi a patadas de su casa, ante los ojos permisivos de la policía.

Integrantes del Frente por la Vivienda Joven han estado constantemente cerca de los vecinos desalojados del edificio de Cuba 11.


Integrantes del Frente por la Vivienda Joven han estado constantemente cerca de los vecinos desalojados del edificio de Cuba 11.
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–En el callejón Marconi, Ignacio López Tarso filmó la película El Profeta Mimí. Todos los vecinos lo conocimos y convivimos con él porque aquí hicieron todo, antes de que el callejón se lo quedaran los senadores
María de Lourdes llegó a República de Cuba 11 a los 15 años, hace seis décadas. Días después del desalojo encontró entre los tiliches y muebles apilados un relicario con la foto de su madre. Es difícil quitarse la tristeza por los álbumes familiares perdidos durante el despojo: “Nosotros somos de esos viejitos a los que les gusta poner fotos familiares en la sala”, dice.
Le pasa lo mismo a la señora Blanca. A sus 72 años, el desalojo le quebrantó la salud. Durante una semana tuvo que ausentarse del campamento por los mareos y ganas de vomitar que la asaltaban a cada rato. Se le subió la presión y empezó a sentir ataques de ansiedad. El síntoma más perturbador es el que llama “El borrón”: la mente se le nubla y olvida dónde está, no reconoce las calles que ha recorrido toda la vida. Tiene que detenerse dos, tres minutos hasta que el mundo vuelve a encajar en su sitio.
–Me dicen que debo llorar, pero no me dejo –confiesa.
Dice que extraña su trabajo. Durante 35 años, Blanca se ha dedicado a la fabricación de sellos oficiales para dependencias de gobierno, un oficio que requiera la precisión y la confidencialidad que aprendió de su padre. Sus clientes incluyen a oficinas de la Secretaría de Hacienda en Palacio Nacional y la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
Cada sello requiere contar con un documento firmado y sellado que autorice su elaboración –papeles que ella debe custodiar por ley hasta por siete años–, pues el riesgo de falsificación es constante.
A pesar del caos que se desató con la expulsión del 27 de agosto, logró recuperar buena parte de aquellos documentos, pero aún debe realizar una serie de trámites para evitar que hagan mal uso de los que perdió. “A esta edad, sentirnos útiles es lo que nos sostiene. Quitarnos nuestra fuente de trabajo es empujarnos hacia la muerte”.
El desalojo dejó daños emocionales y físicos a una buena parte de los inquilinos. Doña Rocío tiene tres costillas fisuradas: quiso impedir que los cargadores se llevaran sus cosas y entre los empujones y las carreras algo pasó. Ahora le cuesta estar de pie y a veces le duele respirar.
A doña Diana, de 63 años, se le elevó la presión sanguínea, lo que le provocó la oclusión de una arteria de la retina izquierda: sufrió un “infarto de ojo” y perdió 50 por ciento de visión. Hoy choca todo el tiempo con los objetos a su alrededor y tropieza con sus vecinos.
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Nubes negras se aprietan en el cielo. Ya hay plásticos cubriendo las pertenencias, los refrigeradores y sillones que lograron salvarse del pillaje para que no terminen de arruinarse con el agua. Será inútil: más de una noche los vecinos tendrán que aguantar los diluvios nocturnos, las tormentas eléctricas.
En uno de los muros hay todavía una ficha de búsqueda que el agua no ha logrado borrar. “Adrián Montoya. 1.75 de estatura, 62 años. Vestía playera color verde, pantalón de mezclilla. Tatuaje en la espalda con forma de un águila, cicatriz en el labio superior”.
Dueño del taller de reparación de impresoras y multifuncionales ubicado justo en la esquina, los vecinos recuerdan haberlo visto apilar debajo de un árbol sus máquinas de escribir, sus impresoras y toda su vida laboral hecha añicos contra el asfalto. Durante varios días su ausencia despertó un mal presagio.
Algunos vecinos decían que lo vieron ahogado de tristeza esa noche, junto a la montaña de plástico roto, scanners y multifuncionales amontonados en la esquina. El 30 de agosto, Julio Montoya recibió la notificación oficial: su padre había sido encontrado sin vida. En unos días se confirmaría: un infarto le causaría la muerte. “Fue la tristeza. A mi padre lo mató la tristeza de ver todo su patrimonio tirado en la calle”.
Aquella montaña de impresoras y scanners apilados en la esquina de Cuba con Héroes del 57 permanecerá intacta hasta la fecha. Acomodar aquel montón de máquinas de oficina fue lo último que Adrián Montoya hizo en vida. Mantener tal cual sus máquinas es, de algún modo, un homenaje. Un recordatorio: que no se olvide que los desalojos matan.

Dueño del taller de reparación de impresoras y multifuncionales ubicado justo en la esquina del edificio de Cuba 11, los vecinos recuerdan haber visto a Adrián Montoya apilar debajo de un árbol sus máquinas de escribir, sus impresoras y toda su vida laboral hecha añicos contra el asfalto. Adrián murió días después a causa de un infarto. Foto: Graciela López | Cuartoscuro

“Fue la tristeza. A mi padre lo mató la tristeza de ver todo su patrimonio tirado en la calle”, dice el hijo de Adrtián Montoya, dueños de la tienda en que se reparaban computadoras y multifuncionales. Foto: Graciela López | Cuartoscuro
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–No puedo dejar de pensar en el terremoto del 85: el trauma es idéntico –comenta don Manuel, un hombre grande, de cabello cano y mirada ceñuda.
Hace 40 años, Manuel era todavía maestro de química en una escuela de la Narvarte. Su hija mayor iba en el kínder, la otra estaba por cumplir dos años. Tras el terremoto lo dejó todo para intentar regresar de inmediato al Centro Histórico.
Recuerda el asfalto reventado que impedía avanzar a las combis por Eje Central, una ciudad sin electricidad, sumergida en un silencio solo roto por los gritos y el llanto que surgía por doquier. Talleres de costura derrumbados, llamaradas rojas saliendo de los tanques de gas que giraban vueltos locos, las empleadas de la panadería La Ideal abrazadas en un círculo, rezando… Manuel recuperó el aliento sólo cuando vio que el edificio de Cuba número 11 seguía en pie. Abrazó a su familia, llorando con una fuerza animal.
Ahora es otra vez septiembre y la vida vuelve a ser una ruina. Debe ser el estrés postraumático. Memorioso y un coleccionista, don Manuel había convertido su casa en un gabinete de curiosidades: revistas Life con portadas emblemáticas, timbres postales de primera emisión que adquiría en el Palacio Postal, los libros que compraba en Donceles. Todo lo perdió en los saqueos del mes pasado.
Su rabia más grande no surge del despojo material sino de lo que considera una traición política. En 1968 vio a su hermano participar en las protestas estudiantiles y supo lo del bazucazo en la Prepa 3 de San Ildefonso. Desde entonces, se considera de izquierda, un “guevarista” por la influencia de la vida del Che Guevara.
–Nunca me interesaron las armas: soy muy miedoso para eso –confiesa–. Pero sí creo en la solidaridad: eso me enseñó el Che. Quizá fuimos muy tarugos por haber votado por este gobierno, por haber confiado en esta “izquierda”. Esto es exactamente igual que en el 85, pero en chiquito.
“Quienes están comprometidos con nosotros son los muchachos, los vecinos, la gente. Son ellos quienes nos traen comida, los que consiguen carpas, medicamentos. El gobierno se ha visto obligado a reaccionar porque saben que lo que nos pasó a nosotros ya es el colmo”.
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Cerca de la entrada del edificio los vecinos han instalado un pequeño altar: flores, un par de veladoras, papel picado y un collage de fotos familiares y recortes de artículos de prensa. Al centro colocaron una virgen de cerámica, sencilla y sin rostro, del tamaño de una botella. Es Santa Mari La Juaricua, la Virgen de los Desalojados
El campamento ha conectado a los vecinos con otros movimientos por la vivienda en la Ciudad de México. El Frente Contra la Gentrificación y el Frente por la Vivienda Joven, por ejemplo, constantemente informan sobre los enseres que hacen falta en el campamento –el agua nunca sobra y cada tanto las tormentas rompen las carpas–.
A través de su abogado Arturo Aparicio, los vecinos también se enlazan con las luchas de los pueblos originarios que se han enfrentado a proyectos como Mítikha.
El Café La Resistencia, ubicado en la misma calle, pero un par de cuadras más adelante, se ha solidarizado de distintas maneras con ellos. Hace unos días también recibieron la visita de Guillermo Marzioni, vicepresidente de la Coalición Internacional por el Hábitat en Latinoamérica, y de Luke Yates, un académico inglés que se ha dedicado a estudiar cómo Airbnb organiza lobbys “ciudadanos” para frenar las leyes que buscan detener la gentrificación en distintas ciudades del mundo. Es difícil pensar en un grupo más acompañado.
Hace unos días, Sergio González, vecino de la colonia Juárez y quien fue desplazado en 2020 de un edificio en la calle Liverpool, que hoy es un hotel entregado a Airbnb, les hizo la invitación de recibir a Santa Mary la Juáricua, la Virgen de los Desalojados. Esta pequeña escultura –a la vez un proyecto artístico y herramienta de denuncia– se aparece esporádicamente en edificios que corren el riesgo de sufrir una expulsión.
“Santa Bendita
Tú que cuidas y acuerpas
a los desplazados, desalojados y despojados de sus hogares,
haz que tu infinita piedad acompañe a las y los vecinos de Cuba 11…”
–Aquí yo fui monaguillo –explica don Jorge, electricista y vecino de Cuba 11–. Siempre fuimos muy católicos. Íbamos a la Iglesia de la Conchita, en Belisario Domínguez, donde está la Virgen de la Medalla Milagrosa.
Tiene 60 años y nació en este lugar. Sus padres festejaron su boda en este edificio y él creció al amparo de estas calles. Hoy, que República de Cuba se ha convertido en un corredor de alcohol y droga, La Purísima, El Marrakech, Soberbia, El Pecado y más de 15 discotecas, han hecho de esta calle un imán para la fiesta LGBT+.
De vez en cuando, no falta quien intenta continuar el baile entre los sillones destrozados de los vecinos o vomitar en sus cubetas. Más de un vecino piensa que los desalojos tienen mucho que ver con la codicia que despierta la fiesta nocturna: quieren más bares, más discotecas y convertir los edificios de vivienda en hoteles de paso. La Unión de Tepito domina los puntos de venta y los asesinatos se han vuelto comunes.
–Muchos de nosotros somos muy guadalupanos –sigue don Jorge–. Crecimos con eso. En el edificio construimos un altar para una Virgen de Guadalupe. Apenas ayer me di cuenta que se quedaron las luces del altar prendidas. Qué curioso, ¿no? A ella no la desalojaron: se quedó adentro a cuidar el edificio.

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–Este comprobante está a nombre de mi padre, quien murió hace apenas unos meses –dice Diego con el recibo en una mano–. Qué bueno que a mi papá no le tocó ver lo que está pasando.
Es difícil entender la maraña legal con la que se ejecutó el desalojo. Según el abogado Arturo Aparicio, se trata de un “despojo disfrazado de legalidad”, “un despojo disfrazado de desalojo”. El corazón de este disfraz es un juicio fantasma: la orden de desalojo se dictó contra Fernando Tovar Pérez de León, el antiguo dueño, un hombre que lleva décadas muerto. Sobre este cadáver jurídico se erigió el andamiaje del fraude.
La madeja de corrupción continuó con ventas sucesivas del inmueble nunca notificadas a los inquilinos, una sentencia que Estela Morales Rodríguez, titular del Juzgado 54 Civil de la Ciudad de México, modificó arbitrariamente para ordenar el desalojo total, borrando de un plumazo el “derecho de tanto” que por ley concedía a los inquilinos la primera opción de compra.
La firma que avaló parte de esta farsa fue la del notario Octavio Eduardo Soto Hernández, de la Notaría 6 de Tizayuca, Hidalgo. Un hombre que, según lo que han indagado los vecinos, habría obtenido su título profesional y elaborado las escrituras del inmueble en el mismo año, como si la ley –que exige cinco años de ejercicio previo– fuera solo una sugerencia. Ese mismo notario fue detenido en 2024 por fraude procesal y sobre él pesa otra acusación de usurpación de funciones.
La trama revela un modus operandi perfecto para la gentrificación: un cártel inmobiliario que actúa mediante juicios prefabricados entre testaferros que difícilmente pueden acreditarse como propietarios legítimos, maniobrando a espaldas de los inquilinos con la complicidad de jueces, notarios, actuarios, secretarios de acuerdos.
El aparato del Estado, según el abogado de los vecinos, no fue un espectador, sino un cómplice activo: la Secretaría de Seguridad Ciudadana desplegó a más de 100 policías para ejecutar una orden que solo debía resolver una disputa de propiedad entre particulares, mientras funcionarios como Orlando Reyes Gómez, director de Concertación Política, criminalizaban a las víctimas al insinuar que “en inmuebles del centro hay gente de bajos recursos que forma parte del crimen organizado”.
Frente a la epidemia de desalojos forzado que se vive en la capital, los vecinos quieren ir más allá de su propio caso. Hace una semana comenzaron a trabajar en una iniciativa ciudadana de ley para presentarla en el Congreso de la Ciudad de México.
–Por el bien de la ciudad, porque este tipo de robos no se pueden permitir de ninguna forma –explica don Mario–. Si hubiera una ley, una protección, no estaríamos en este proceso. No la hay. Y los cárteles están con sus garras de tigre, afilándolas.
Esta claridad legal, sumado a la resistencia pacífica ejecutada por los vecinos, además de la visibilidad del caso que atrae a medios de comunicación en todo momento, le valdrá a República de Cuba 11 el respeto de funcionarios y autoridades, después de varias tensiones iniciales.
“El gobierno de la Ciudad de México y el INVI sí han mostrado apoyo, la verdad”. Han hecho esfuerzos, grandes, para poder revisar la situación del inmueble y poder verificar si puede ser adquirido o expropiado en beneficio de los vecinos. Hacemos un exhorto a que ese compromiso se mantenga.
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La perspectiva ayuda a mirar mejor. Desde aquí arriba, el campamento de la calle aparece como un islote de calma. Entre las lonas amarradas con mecate se ve a don Manuel agitar un folder mientras habla con don Jorge: doña Diana le grita a su hija que está al otro lado de la calle; Diego y Blanca comen en el puesto de tacos que ha improvisado Anselmo.
Estamos en el tercer piso del edificio marcado con el número 24, calle Héroes del 57, justo frente a Cuba 11, dentro de una alcoba que desborda espacio. Aquí vive Isabel, una de las muchas vecinas que, desde el 27 de agosto, ha apoyado a los desalojados en lo que ha podido. “Hemos crecido juntos –cuenta–, los conocemos a todos”.
En la pantalla de su teléfono, José Luis muestra el mapa de Airbnb con los precios de las habitaciones de la zona: 600, 700, mil 800, dos mil 200 pesos por noche. En un radio de 300 metros se cuentan por lo menos cinco edificios completos de vivienda que se han cedido por completo a Airbnb.
–No es la primera vez que pasa: en los últimos años ha habido un montón de desalojos aquí. La diferencia es que ahora se hizo de manera masiva: echaron a todos para afuera en un día. Hasta ahora desalojaban a la gente una a una. Pero era lo mismo: personas de la tercera edad o con alguna discapacidad que terminaban en la calle.
De acuerdo con el abogado Aparicio, el patrón es el mismo: empresarios que hacen todo lo posible en juzgados y notarias para acreditar de manera ilegítima la propiedad de predios e inmuebles.
Un edificio vecino fue desalojado gracias a resoluciones firmadas por la misma jueza y en el mismo juzgado que ordenó los desalojos de Cuba 11. Y a pocas calles de aquí, los inquilinos de Puente de Peredo número 14 recibieron hace apenas una semana la notificación de que sus contratos iban a ser rescindidos: el edificio fue vendido y les dieron 15 días para irse. A otros les notificaron que deberían pagar un incremento de 50 por ciento en la renta.
Una de las vecinas de Peredo se acercó a República de Cuba 11 para conocer la situación de los desalojados. Se sorprendió de encontrar a Angélica, vieja amiga de la universidad. “Teníamos mucho tiempo sin coincidir”, cuenta sorprendida de que sea el desastre lo que las empuje a encontrarse de nuevo.
Alguien les ha donado una pantalla de televisión. Ahora, entre las botellas de refresco y las ollas del pozole, aparecen videos de Juan Gabriel y de Héctor Lavoe.
Es, todavía, 15 de septiembre. Una pareja baila.
Diana está preocupada por su hija, Estefani. No sabe dónde está. “Seguro se fue a ver a la Banda Limón al Zócalo”, dice alguien. “O a los Caifanes en la Venustiano Carranza”, agrega otra voz.
–Aquí todos somos familia –confía don Jorge y advierte que lo dice literalmente–. Por ejemplo, eran cuatro hermanos los que vivían en el departamento 11. Ellos son sobrinos de Lilia, que vivía en el departamento 6. El que vive en el departamento 7 también es sobrino de Lilia, igual que Diego. Yo me convertí en tío de Diana, aunque tenemos casi la misma edad, porque me casé con una prima suya. Es un desmadre. El chiste es que aquí estamos.
Marconi coincide. Lleva todavía su bigote postizo, su sombrero diminuto. No es su nombre real sino un apodo que adoptó debido a que su local –donde vendía comida y donde también a veces pernoctaba– se encuentra justo a un costado del antiguo Callejón de Marconi, hoy convertido en estacionamiento para senadores.
–Es una cuestión de dignidad, carajo –me dijo hace unos días–. El otro día un funcionario se extrañó de que yo estuviera bañado y bien vestido. “¿Cómo puede decir que usted es desalojado?”. ¡Ah, carajo! ¿Entonces uno tiene que estar todo mugroso y apestoso para tener derechos? No, señor. Se resiste con el ejemplo. A mí me enseñaron a bañarme y estar presentable como una cortesía con la gente que me acompaña. Y a mí me enseñaron también a no agacharme. Dejar que cualquier millonetas venga a quitarnos nuestras casas porque cree que su negocio vale más que nuestra vida y nuestra historia es, para mí, ser indigno.
Cada tanto, entre los albures y las bromas, los vecinos de Cuba expresan las razones y convicciones que los mantienen aquí, resistiendo las tormentas, el frío, la incertidumbre, la intemperie. Les gusta extraer lecciones de su experiencia.
Esta noche, entre el sonido lejano de la pirotecnia del Zócalo, los “vivas” a quienes alentaron la Independencia, y la sobremesa, pareciera que los vecinos están fundando un país, su propio país. Es inevitable pensar en el nacionalismo como una entelequia inasible.
Quizás la verdadera patria sea esta. El barrio, los amigos, la familia, las calles que hacemos nuestras.
Bienvenidos a Cuba número 11. Bienvenidas a la República de la Resistencia.