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Manual para moldear la ropa <br>y los zapatos de los desaparecidos
Foto: Isabel González | MUSA
Sociedad

Manual para moldear la ropa
y los zapatos de los desaparecidos

Ceguera voluntaria: un antídoto contra quienes eligen no ver

Publicado el 7 de octubre 2025
  • Derechos Humanos
  • Sociedad

Cuando Claudia Rodríguez, escultora y activista de Jalisco, vio las escenas del Rancho Izaguirre en Techiutlán quedó impactada: zapatos, playeras, mochilas, objetos personales. Huellas pequeñas, íntimas, de quienes han sido desaparecidos. Las fiscalías pronto “limpiaron” todo y en ese lugar sólo quedó el vacío.

“Otra vez desaparecieron a los desaparecidos”, pensó e ideó una manera de crear un antídoto contra la ceguera voluntaria de quienes no desean ver lo que ocurre en el país. Decidió que, junto con los asistentes al Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara, moldearía prendas hechas de barro, yeso y cemento. No para sustituir lo hallado en Teuchitlán, sino para devolver cuerpo a lo que falta y memoria a lo que se intenta callar.


Los zapatos estaban ahí. La ropa también. Había mochilas abiertas. Colchones usados. Papeles en el suelo. Fotografías e identificaciones. Listas escritas a mano con nombres y apodos. Un ejemplar del libro El arte de la guerra.

Y la carta de un joven de 21 años: “Si algún día ya no regreso, solo te pido que recuerdes lo mucho que te amo”.

El Rancho Izaguirre hablaba con las voces de los ausentes. El hallazgo ocurrió el 5 de marzo de 2025. A una hora de Guadalajara, el colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco encontró en una finca del municipio de Teuchitlán lo que parecía un catálogo de ausencias: restos óseos y cientos de objetos personales, cosas pequeñas, íntimas, huellas que pertenecían a alguien que ya no está.

Las imágenes recorrieron los noticieros y mostraron lo que las familias llevan años denunciando: que las desapariciones de personas en México no son casos aislados ni un rumor ni una percepción: son el resultado de una maquinaria de violencia. El rancho fue identificado como un centro de reclutamiento y exterminio del Cártel Jalisco Nueva Generación.

Pocos días después, la Fiscalía del Estado de Jalisco retiró todo. Zapatos, camisetas, pantalones, papeles, blusas. El rancho quedó vacío, como si nada hubiera pasado.

Ese vacío alcanzó a Claudia Rodríguez, escultora y activista. De ahí nació Ceguera voluntaria: representaciones de prendas hechas de barro, yeso y cemento. No para sustituir lo hallado en Teuchitlán, sino para devolver cuerpo a lo que falta y memoria a lo que se intenta callar.

“Todos vimos el rancho, vimos lo que pasaba ahí, pero a los tres días ya se hablaba de otra cosa. ¿Por qué decidimos no ver? ¿Por qué voltear hacia otro lado?”, se pregunta la artista. Y pasa eso, dice, no sólo con el Rancho Izaguirre, sino con todo lo que nos lastima como sociedad: feminicidios, violencia, fosas clandestinas.

La ceguera voluntaria es una elección. Se observa sin ver. Se acostumbra la mirada al horror. Se decide no mirar, cerrar los ojos, voltearse para otro lado. Y eso es lo que Claudia busca evitar. “Hay que obligarnos a ver, a ser no sólo espectadores, sino creadores”. Es lo que les ocurre a quienes ingresan a las salas del Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara.


1. Elegir el molde

  • Foto: Alexsandra Hoyos | MUSA
  • Foto: Alo Ibarra | MUSA
  • Foto: Alo Ibarra | MUSA
  • Foto: Alo Ibarra | MUSA

Claudia Rodríguez no buscó montar una exposición a partir de los días negros de Teuchitlán. La realidad se le impuso un día de marzo, cuando las noticias mostraban el hallazgo del Rancho Izaguirre. En la pantalla: zapatos formados, ropa extendida en el piso, mochilas, marcas de vida en un sitio tosco y árido.

“Estaba viendo las noticias” en casa de su madre, recuerda la escultora. “Me impresionó muchísimo ver todos los zapatos y la ropa que habían encontrado; decían que era un lugar de exterminio. Mi primer pensamiento fue: ‘ya sé a dónde van todos los desaparecidos. Ya lo sabemos’”.

Para Claudia, Teuchitlán significaba otra cosa. Asociaba el nombre con la zona arqueológica de Guachimontones y la piedra obsidiana que aún se trabaja en pequeños talleres locales.

Lo que más la impactó no fue la primera imagen del rancho, sino lo que vino después. Los días pasaron y, poco a poco, las autoridades comenzaron a retirar del lugar todo lo encontrado para clasificarlo.

La fiscalía estatal habilitó una página web con mil 308 fotografías de objetos, prendas y artículos personales para que las familias intentaran reconocerlos, pero en el predio ya no quedaba nada. La escena fue deshaciéndose frente a todos. Unos 15 días más tarde, el rancho estaba vacío, convertido en un terreno mudo.

Claudia lo sintetiza en una frase: “Otra vez desaparecieron a los desaparecidos”.

No es la primera vez que Claudia se vincula con la lucha de las familias buscadoras. La artista visual es también fundadora de Colectiva Hilos, un proyecto de tejidos rojos que simbolizan la sangre derramada y tiene como propósito visibilizar los feminicidios y las desapariciones desde 2018.

Esa idea de trabajar con símbolos, de dar cuerpo a la memoria, no se le despegó y se enlazó con algo que había montado años atrás: una exposición hecha con esculturas de zapatos y camisas, pensada como una crítica a la sociedad de consumo. “Una amiga me dijo: ‘Oye, la imagen del rancho me recordó muchísimo a tus zapatos’”.

Eureka. Las piezas que servían para cuestionar el consumo, ahora se transformaban en algo más: la memoria de cuerpos ausentes. El hallazgo en Teuchitlán le dio un nuevo sentido a aquella obra y se volvió una imagen fija, un molde imposible de soltar.

Cuando el Museo de las Artes (Musa) de la Universidad de Guadalajara la invitó al programa Artista en residencia, supo que no podía hacer otra cosa. Una de las salas se transformaría en taller para dar forma a Ceguera voluntaria. Ya no sería únicamente ella quien daría forma a las piezas, sino que sería un trabajo compartido, muchas manos metidas en el barro, el yeso y el cemento para reproducir zapatos, pantalones, camisetas, blusas, cinturones y ropa interior. Piezas como las que se encontraron en el Rancho Izaguirre, rehechas una y otra vez para guardar la memoria de quienes las vistieron.


2. Preparar la mezcla

  • Foto: Alexsandra Hoyos | MUSA
  • Foto: Alexsandra Hoyos | MUSA
  • Foto: Alexsandra Hoyos | MUSA
  • Foto: Alexsandra Hoyos | MUSA
  • Foto: Alo Ibarra | MUSA

Antes de empezar cualquier pieza, hay que decidir qué forma se quiere repetir: un zapato, una camisa, un cinturón. El molde es la primera elección, la que define desde dónde se va a mirar. Luego viene la mezcla.

Mezclar parece un acto sencillo: polvo y agua en un recipiente, una cuchara que revuelve y un cambio lento en la textura. Al principio es puro líquido, poco a poco se espesa y se vuelve sustancia. La medida exacta no existe: hay que tantear, corregir, probar hasta que se sienta lo justo. Ni muy aguada ni muy seca. Una materia que promete sostener una forma.

En Ceguera voluntaria ese gesto es también una metáfora, una mezcla de imágenes, voces, recuerdos que con el tiempo se hacen densos. No se empieza con una obra terminada, se empieza con lo blando, lo que parece que se va a deshacer.

“El barro es muy simbólico, es la tierra donde los encuentran. El yeso es porque somos gente de ciudad y la ciudad provoca estas cosas, estas tragedias. ¿El cemento? Cubren todo de cemento para que vean que no pasó nada”, explica Claudia Rodríguez en entrevista con Fábrica de Periodismo.

Mezclar es elegir. ¿Se quiere recordar desde la tierra húmeda de una fosa clandestina? ¿Desde la dureza blanca de la ciudad que normaliza la violencia? ¿Desde el cemento que oculta? No hay mezcla inocente, cada material tiene una carga.

La sala del Musa ya no parece sala. El piso está cubierto de costales abiertos, charolas manchadas, recipientes con mezcla. Las manos de los visitantes se manchan de blanco, de tierra o de gris. Aquí nadie se queda contemplando desde lejos, todos participan, se inclinan sobre el molde.

Cuando los asistentes entran a la sala-taller no reciben un discurso académico ni un catálogo de piezas, les entregan un poco de polvo, agua y la invitación a mezclar. Lo que ocurre en ese instante es simple y, a la vez, brutal: la memoria toma forma. Una mujer puede pensar en su hijo mientras revuelve, un joven recordar a un amigo que desapareció, alguien más recrear el estremecimiento de haber visto en televisión las prendas en el Rancho Izaguirre. En cada recipiente, la mezcla es distinta. Cada mano trae su propio peso.


3. Vaciar

  • Foto: Alexsandra Hoyos | MUSA
  • Foto: Alo Ibarra | MUSA
  • Foto: Andrea Báez | MUSA
  • Foto: Alo Ibarra | MUSA
  • Foto: Alexsandra Hoyos | MUSA

La mezcla se inclina con cuidado, cae lenta, se desliza hasta ocupar cada rincón. Unos golpecitos sobre la mesa permiten que se asiente, que no quede aire atrapado, que ninguna parte quede hueca. Lo blando empieza a tomar forma.

Y mientras esto pasa, también algo cobra forma en quienes hacen la pieza. “Totalmente. Cambia algo. Conectan. Tengo la teoría de que cuando tocas el material, algo que pasa en el cerebro; como que el alma se conecta con el cuerpo y algo pasa, hace un clic en la cabeza”, dice la escultora.

En el taller improvisado, vaciar en el molde significa ir contra el borrado. Si en el rancho las prendas fueron retiradas hasta dejar el predio en silencio, aquí cada pieza vuelve a aparecer.

“A la hora que están haciendo las piezas, les digo: ‘es como ponerle cuerpo al vacío’”, narra Claudia. Son objetos que insisten en estar, aunque sea en barro, yeso o cemento.

El proceso de dar forma no toma demasiado tiempo. En unos 10 minutos el yeso está listo; si es barro puede tardar un poco más, 15 o 20 minutos, debe amasarse con paciencia. Cada material impone su ritmo.

Ese breve espacio-tiempo, esas manos repitiendo el gesto una y otra vez, no son un registro burocrático. Lo que se acumula en el Musa no es un archivo oficial, mucho menos una evidencia judicial. Lo que en esa sala se está creando es una especie de contraarchivo comunitario, hecho con las manos de quienes deciden no mirar hacia otro lado.

“Son muchísimas piezas”, dice la escultora, que trabaja en el museo de martes a sábado. “De puro barro son 25 y de yeso no sé, unas 50 o más, como 60”. Sobre el piso del Musa, esos números toman forma: filas de prendas moldeadas. Kilos y kilos de polvo endurecido que forman un mensaje: aquí están los desaparecidos a los que quisieran desaparecer una vez más.


4. Esperar

  • Foto: Andrea Báez | MUSA
  • Foto: Andrea Báez | MUSA
  • Foto: Alexsandra Hoyos | MUSA
  • Foto: Alo Ibarra | MUSA

La mezcla recién vaciada necesita reposar. El proceso no se puede forzar, hay que dejar que el tiempo haga lo suyo hasta que endurezca. En el taller, esa pausa también impone un silencio compartido.

Claudia lo aprovecha para conversar: mientras las piezas están listas, se habla de la crisis de derechos humanos en México, las más de 130 mil personas desaparecidas, según cifras oficiales; la violencia que enfrentan los jóvenes, cómo cuidarse y de lo que significa seguir creando a pesar del miedo.

“Hace muchísimo oíamos de las muertas de Juárez y nos alarmábamos; ahorita es una locura. Las noticias dejaron de ser que mataron a otra mujer y empezaron a ser ‘le quitaron la piel, la hicieron pedacitos, a los chavos los metieron en ácido’. ¿De qué estamos hablando, qué es eso?”, cuestiona la artista.

La espera en el taller resuena con otras, como la de quienes esperan que su hijo regrese a casa o la de un país que aún no recibe respuestas.

Desde marzo, cuando se reveló el hallazgo en el Rancho Izaguirre, la investigación ha quedado atrapada en un limbo: primero, en manos de la fiscalía estatal y luego en las de la Fiscalía General de la República (FGR), cuyos funcionarios aseguraron que no encontraron huellas de hornos crematorios. La versión oficial contrasta con estudios que detectaron cenizas e hidrocarburos en el terreno y con los fragmentos óseos encontrados por colectivos. Entre dictámenes que se contradicen y peritajes pendientes, lo que permanece es la incertidumbre. Y también la pausa, un expediente empantanado, un terreno bajo disputa burocrática y cientos de familias a la espera de verdad y justicia.


5. Desmoldar

  • Foto: Alexsandra Hoyos | MUSA
  • Foto: Alo Ibarra | MUSA
  • Foto: Alo Ibarra | MUSA
  • Foto: Alo Ibarra | MUSA
  • Foto: Alo Ibarra | MUSA

Llega el momento de abrir el molde. No es un golpe seco, es más bien un movimiento con paciencia: se despegan los bordes, se levanta una esquina, se deja entrar el aire y, con suerte, la pieza se libera por entero.

Antes de ese instante, cada quien eligió su forma, dice Claudia. Y ese pequeño acto decide qué aparecerá sobre la mesa: un tenis, una blusa, un pantalón. Al abrir, algo se confirma: lo blando ya no lo es.

No todas salen perfectas, a veces un borde se quiebra o una esquina se astilla. La fragilidad es parte del ritual. Quien vive un desmolde por primera vez se queda observando fijamente, el objeto aparece y pide un último gesto: una inscripción antes de que se endurezca del todo.

“Muchas veces esperan para poner su frase”, cuenta la escultora. Ahí quedan marcados mensajes breves y urgentes como “JUSTICIA”, “Tu ausencia GRITA”, “¿Dónde están?” y “Quiero regresar a casa”. Las palabras quedan marcadas y, aunque son cortas, pesan tanto como la pieza misma.

  • Foto: Andrea Báez | MUSA
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  • Foto: Isabel González | MUSA
  • Foto: Isabel González | MUSA
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6. Exhibir

  • Foto: Isabel González | MUSA
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  • Foto: Isabel González | MUSA
  • Foto: Isabel González | MUSA
  • Foto: Isabel González | MUSA

Las piezas ya están listas. Salieron del molde, se endurecieron y ahora ocupan un lugar sobre el piso del Musa. No se acomodan en una vitrina, no se muestran en pedestales; se extienden en el suelo, formando un mapa irregular que no busca orden sino insistencia.

“Todos los días que vengo al museo llega gente y viene a hacer piezas. Lo que quiero es que estas piezas se vayan sumando”, explica la artista. “No tengo un número de piezas ideal. Lo que me interesa es el proceso y mientras hacen las piezas hablar del tema y hablar de lo que está pasando con los jóvenes, que se involucren, que se sepan cuidar, todo esto”.

Estudiantes, buscadoras, familias completas o visitantes casuales trabajan con los moldes y dejan una huella. Cada jornada surgen nuevas piezas, hechas por manos distintas que se suman al archivo colectivo todavía en construcción.

En una de las paredes, un muro reúne nombres escritos por sus familiares. Cada visitante puede devolver, aunque sea en palabras, la identidad a alguien que falta. Junto a él, un cuaderno recoge impresiones de los participantes:

  • “Es una propuesta creativa y necesaria para nuestra población”.
  • “El arte es lo único que nos queda”.
  • “Es un recordatorio de la lucha que viven miles de familia día con día”.
  • “Ceguera involuntaria invita a abrir los ojos a la conciencia social”.
  • “Los artistas son la memoria y la mente creativa de un pueblo”.
  • Foto: Andrea Báez | MUSA
  • Foto: Andrea Báez | MUSA
  • Foto: Andrea Báez | MUSA
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  • Foto: Isabel González | MUSA
  • Foto: Isabel González | MUSA

Pero lo más fuerte está en lo que no queda escrito. Claudia recuerda a una asistente que se echó a llorar: “Me dijo: ‘Es que yo tengo un desaparecido y me tocó muchísimo el corazón’”. Antes de irse, escribió un nombre en una pieza y la abrazó. Otro joven le confesó que era sobreviviente de secuestro: “me dijo: ‘me impacta, me incomoda muchísimo’”.

Esos momentos confirman lo que para Claudia es esencial: la gente se impacta, se involucra, agradece que el tema se siga colocando sobre la mesa. “Es importante, desde lo que a mí me toca, seguir hablando de esto. El arte lo permite porque no es amenazante, es una manera metafórica de llegarle a estos temas duros”.

Por eso insiste en seguir hablando de lo ocurrido en Teuchitlán, porque si un día el rancho fue vaciado hasta dejarlo en silencio, estas piezas son las que devuelven un cuerpo, una memoria y una voz.

Ahora, los zapatos están aquí. Las camisas también. Hay cinturones, blusas y pantalones en el suelo. Cada prenda moldeada es un recordatorio: quisieron desaparecer del Rancho Izaguirre a quienes ya habían desaparecido, pero ahora de nuevo están aquí.

La residencia artística de Claudia Rodríguez, artista, activista y sicóloga, concluye el 12 de octubre, pero la obra sigue abierta: se tiene previsto realizar un diálogo con colectivos buscadores y organizaciones sociales, la proyección de imágenes sobre muros del museo y la continuidad del mural de nombres.

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  • Foto: Isabel González | MUSA
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“Las narcofincas son la cumbre del capitalismo gore”

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Por Aminetth Sánchez

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