En la región Valles Centrales, de Oaxaca, se vive una revuelta cada año. Durante toda una noche, las mujeres se apropian de una tradición históricamente masculina para reivindicar su derecho al goce frente a la violencia machista.
Ventura Carmen Arellanez Núñez tiene 67 años y lleva 10 horas sin dejar de bailar. Son las seis y media de la madrugada de un domingo, 16 de noviembre, en el cementerio de San Sebastián de las Flores Etla, una localidad del municipio de San Pablo Etla, a 15 kilómetros de la capital de Oaxaca.
A esta hora, la Muerteada aún no se dispersa; el ritmo lo marca todavía la Banda Cero 5, cuya fama en los Valles Centrales de Oaxaca se forjó animando comparsas inagotables como ésta. Bajo su sonido, aún bailan docenas de mujeres disfrazadas de arlequines, vestidas de piñata o como sheriffs de algún pueblo fantasma.
No hay duda: Ventura Carmen es quien se mueve con más intensidad. Es una mujer chaparrita, de cabello negrísimo y una sonrisa amplia. En el pueblo la llaman “La Chiva de la Campana” porque no hay nadie que agite más la fiesta que ella. Su presencia atrae a mujeres de todas las generaciones, que gravitan alrededor de ella para compartir el trago, los gritos, el sudor. Ella es la cómplice absoluta: el centro de un remolino femenino que busca contagiarse de su vitalidad inagotable.
Porta un traje de pirata minucioso: corsé de cuero, decenas de colguijes en el cuello, anillos en casi todos sus dedos, una falda corta llena de olanes por donde asoman unas medias de red y un liguero que sostiene una pequeña daga. Su disfraz es una elección cargada de simbolismo: el pirata es el forajido, el que se apropia de lo que desea y el que vive en los márgenes de la ley. Una mujer pirata es peor aún.
–¿Cómo le haces para aguantar tantas horas bailando?
–Hay que saber guardar energía –dice sin un gramo de cansancio–. Muchos se queman en las primeras horas. Yo me la llevo con calmita porque lo bueno de la Muerteada es al final.
Las muerteadas son la celebración que marca el Día de Muertos en esta región de Oaxaca, cada primero de noviembre. Se trata de bailes públicos que comienzan con una sátira teatral y derivan en una comparsa itinerante que recorre las calles e invade los patios domésticos con música, disfraces y pirotecnia en un trance que puede durar más de 12 horas.

Este año, más de 200 mujeres salieron a las calles de San Sebastián Etla para festejar la Muerteada Femenil, un evento que han celebrado ya durante 24 años consecutivos.

Muchas mujeres artesanas adaptan máscaras de luchador: con lentejuelas y otros materiales personalizan las máscaras con las que encarnaran su personalidad “muertera” por las calles de los pueblos en Valles Centrales, Oaxaca.

Las muerteadas femeniles se han convertido en una respuesta política al machismo del estado en San Sebastián, San José, Nazareno y otros pueblos del Valle Eteco, en el Centro de Oaxaca.

Carmen Ventura, de 67 años, y su nieta Bris, de 23, bailan abrazadas de costado bajo la primera luz del día en San Sebastián Etla, Oaxaca. Tras diez horas de celebración ininterrumpida, la banda de música acelera el ritmo para marcar el final de la muerteada. Lejos de ceder al cansancio, abuela y nieta sincronizan sus pasos con la frenética cadencia de los metales, sosteniéndose mutuamente en el clímax del ritual.

Una de las Charrudas de San Sebastián Etla, antes de tomar las calles en la Muerteada Femenil de 2025.

Una multitud compuesta por más de 200 mujeres, junto a turistas y residentes locales, baila entre luces de pirotecnia frente a la iglesia de San Agustín Etla, Oaxaca, el sábado 9 de noviembre de 2024. La explanada del templo funge como el escenario principal del “Encuentro”, el momento culminante donde los contingentes rivales convergen para medir la potencia de sus bandas.

Aranza Mendoza Ávila, de 25 años, baila bajo la lluvia de chispas de un “torito” pirotécnico en la cancha central de béisbol de San Sebastián Etla, Oaxaca, el 15 de noviembre de 2025. Mendoza Ávila, quien interpreta al personaje de “Comemasa” en la sátira del “Cuadro”, es una de las integrantes jóvenes más activas del grupo “Las Charrudas”.

Tres mujeres caracterizadas como catrinas prehispánicas lanzan un grito de guerra al notar los primeros rayos del amanecer, mientras la música de la banda “La Discutible AZ” intensifica su ritmo para marcar el final de la jornada nocturna en San Sebastián Etla, Oaxaca, el 15 de noviembre de 2025. Una de las muerteras sostiene una botella de “curadito” de mezcal sabor maracuyá, una de las bebidas omnipresentes que mantienen la energía de las participantes durante toda la noche.
En los últimos años, se han convertido en uno de los atractivos turísticos más exitosos del estado; pero desde hace al menos dos décadas las mujeres de cada pueblo han exigido una fiesta propia y se han apropiado de ellas.
Celebrada una o dos semanas después del Día de Muertos, las muerteadas femeniles se han convertido en una respuesta política: desde hace más de dos décadas las mujeres reivindican este ritual como una forma de lucha por su libertad en una región en donde el machismo y la violencia doméstica son conductas difíciles de desarraigar.
Una hermandad de chicas
La pintura está todavía fresca sobre el muro que circunda la cancha de basquetbol del barrio de San José Etla, a unos cinco kilómetros de San Sebastián. El mural representa a un hombre muerto justo en el centro, un diablo ataviado con un traje negro lleno de cascabeles, un cardenal y una calavera que alista su guadaña. Está firmado por las Diablas: el grupo de muerteras de la localidad.
Son casi las 11 de la noche.
A unos pasos de la cancha, a puerta cerrada, cuatro mujeres jóvenes –Andrea Ramos, Thanely Saraí Ramírez, Nelva Mayoral y Mariel García– discuten con rigor empresarial cómo administrar los recursos generados a lo largo del año para que la Muerteada femenil de San José Etla tenga lugar. No es barato. Contratar una banda de renombre puede llegar a costar hasta 300 mil pesos, sin contar la pirotecnia, la comida y otros gastos operativos. A nivel personal, la inversión también pesa:
—Un traje de diabla ronda los 15 mil pesos
—Y la máscara, mil 500.
—Más 500 pesos de entrada por cada disfrazada.

San José Etla es un lugar particular dentro del universo de las muerteadas oaxaqueñas. Si bien se celebran en buen parte de los pueblos de la región de Valles Centrales –desde el barrio Chapulinero del Nazareno hasta Santiago Suchilquitongo–, es en San José Etla donde se realiza la más grande del estado y también donde se comenzaron a organizar las muerteadas femeniles a finales de 1998.
Esta noche, las Diablas acuerdan contratar a la Banda La Mera Mera para la Muerteada de este año. Coinciden en vetar la música comercial y priorizar canciones tradicionales como La brujita o Los males de Micaela. Para sustentar los gastos, a lo largo del año combinan su trabajo diario con actividades de recaudación de fondos, además de venta de bebidas preparadas y comida durante otras fiestas. Por ejemplo, se ha vuelto costumbre que, semanas antes de las muerteadas, se celebre una comparsa previa a la que se invita a artistas locales a pintar un mural en algún punto del pueblo.
–Llevamos tres años como organizadoras. Nuestra intención es demostrar que las mujeres podemos hacer las cosas de manera distinta: que podemos hacer una Muerteada grande, con una buena banda, en donde la fiesta sea mejor, más amena, menos violenta.
Insisten en que, durante décadas, la participación femenina en estas fiestas se limitó a ser a la sombra indispensable que sostiene la fiesta ajena: ellas cocinaban para curar la cruda de los hombres, bordaban lentejuelas de los trajes que no usarían y cuidaban a los hijos mientras los varones tomaban la noche.
Ahora, en San José Etla, las Diablas asumen una postura complemente distinta. Ante la existencia de grupos de muerteros varones que se autodenominan “Alfa” y organizan “muerteadas privadas”, ellas integran a la comunidad y, como parte de una nueva generación de mujeres, no temen declararse feministas.
El impacto trasciende las fechas de muertos. Hoy, las muerteadas femeniles son también un motor de independencia financiera que impulsa a las mujeres a buscar ingresos propios para participar o incluso a convertir la misma fiesta en una oportunidad para emprender.
Durante los días previos, decenas de mujeres trabajan en la confección de máscaras y disfraces o se emplean como maquillistas de otras “muerteras” o prestan sus servicios como cocineras o vendiendo bebidas durante la noche. Algunas mujeres jóvenes han comenzado a integrarse a las bandas de música.
–Las muerteadas son tradicionalmente, como parte del machismo, un espacio de rivalidad entre los pueblos –dice Saraí–. Pero las muerteadas de mujeres, no. Nuestra principal intención es apoyarnos: por eso vamos a los eventos de las mujeres de otros pueblos. Sus eventos de recaudación, su mural, sus muerteadas. Nos interesa tejer esa red, una hermandad entre chicas.
Un aliado insólito
Es noche, todavía octubre. Faltan al menos dos semanas para que se celebre la Muerteada femenil.
Dentro de una bodega llena de cachivaches, cerca de la cancha de béisbol de San Sebastián, hay una mujer tendida boca arriba sobre un petate. Un foco amarillento titila sobre ella. Está muerta.
Una muerte fue a cagar
atrás de las nopaleras
y las tunas se movían
al son de la pedorrera.
Una muerte se echó un pedo
y del pedo tiró un burro.
¡Ah, qué muerte tan cabrona,
qué fuerza tenía en el culo!
La mujer tirada sobre el petate no puede evitar soltar una carcajada que se contagia de inmediato a las otras 11 que están hoy aquí intentando memorizar su papel.
–A ver, charrudas, charrudas, ya estamos en la recta final. ¡Hay que meterle ganas y aprovechar que ahora sí se reunieron todas!
Charrudas es el nombre que han adoptado las muerteras de San Sebastián y quien habla ahora es Óscar Arellanez, un taxista de 55 años cuyos ojitos adormilados contrastan con su sonrisón ranchero. A diferencia de los otros pueblos de los Valles Centrales, donde la organización de la Muerteada femenil recae exclusivamente sobre las mujeres, aquí la fiesta ocurre bajo el liderazgo conjunto de Óscar y Fanny Torales.
–A mí, el evento me cuesta dinero, estrés, cansancio, malas vibras –dice él–. Pero vale la pena. La primera Muerteada femenil en San Sebastián la hicimos en el 2001. Muchos se enojaron: “viejas calientes”, decían, “viejas locas”. Pero nosotros pensábamos que era importante que la mujer festejara, gritara, bailara. Muchos maridos no las dejaban salir para nada, aunque ellos sí se iban a la cantina a emborracharse cada que querían. A las mujeres no se les permitía participar en las muerteadas salvo para confeccionar el disfraz de los hombres, para acompañarlos.
Este atrevimiento le ha pasado factura: Óscar menciona que ha sido segregado de otros espacios masculinos, pues el resto de los hombres ven con celo que él dedique su esfuerzo a organizar la alegría de las mujeres. Al mismo tiempo, que la Muerteada femenina recaiga sobre las decisiones de un varón genera no pocas fricciones y cuestionamientos.
Y es que no es cualquier fiesta. Para buena parte de la población de los Valles Centrales, la Muerteada marca el principio y el fin del calendario: es en noviembre, mes de cosecha, cuando se renuevan los lazos entre los vivos y los muertos.
Se baila, explica la antropóloga Cecilia Núñez, porque el ciclo agrícola ha concluido; el maíz y la calabaza están ya en el granero y tal abundancia permite la ofrenda. Y en la cosmogonía oaxaqueña, se trata de una obligación comunitaria: recoger a las ánimas de los altares de cada casa para encaminarlas de vuelta al panteón con música y zapateado.

En su versión tradicional se trata de una fiesta que se nutre del sincretismo en el que se amalgaman la cultura obrera migrante del centro de México –de donde todavía provienen buena parte de las bandas que animan las comparsas–, con las “fiestas de locos” importadas por los dueños españoles de las haciendas textiles instaladas en la zona en el siglo XIX.
–Con la llegada del ferrocarril y luego con la Revolución, las haciendas se van a la quiebra –explica el cronista local Eduardo Alonso–. La Muerteada es básicamente la fiesta por la muerte del hacendado.
A esto, se suman los “cuadros”, sátiras con las que la comunidad se burla de los poderosos: el hacendado moribundo consulta al obispo cuánto le cobra por unos rezos para entrar al cielo. Cuando se entera del precio, le pregunta a su caporal cuánto dinero tiene en sus arcas y el caporal le responde que el agente municipal se gastó todo el dinero en sus vacaciones del año pasado.
Aunque los diálogos de estas piezas escénicas son idénticos cada año, cada pueblo reserva algunas escenas para burlarse de la corrupción de alguna autoridad local o para revivir algún suceso cómico en el pueblo.
«Debe existir otro tipo de justicia: una que se centre en que las mujeres recuperen su poder, que redignifique su vida, su cuerpo, su historia y su palabra».
En las muerteadas femeniles no es raro que las mujeres conviertan la sátira en una válvula de escape para denunciar a un padre que adeuda la pensión alimenticia, a algún marido golpeador o al que fue sorprendido en infidelidad. Con estos “chismes” expuestos en público da inicio la fiesta. Se trata de una catarsis colectiva en donde se enjuicia a los infractores o se ventilan los secretos sucios del pueblo para, entonces sí, dar paso al carnaval.
—El año pasado denunciamos a un hombre que abusó sexualmente de una menor de edad —cuenta una de las Diablas de San José Etla, uno de los pueblos vecinos de San Sebastián en donde las organizadoras se declaran abiertamente feministas.
En esta región del país, como en muchas otras, la violencia contra las mujeres azota las calles y los hogares. En lo que va del año, 79 mujeres fueron asesinadas de manera violenta en Oaxaca, pero sólo 15 se investigan como feminicidio, según el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Y de ellos, al menos uno de cada tres ocurrieron dentro de casa.
De acuerdo con el informe La violencia feminicida en México: aproximaciones y tendencias, publicado por ONU Mujeres, Oaxaca ya ocupaba en 2020 el cuarto sitio en “defunciones femeninas con presunción de homicidio” ocurridas dentro de una vivienda.
Y con una tercera parte de los feminicidios registrados en el estado, la región de Valles Centrales hoy es el lugar más letal para las oaxaqueñas.
Pero los números son apenas el mapa. El territorio lo habitan mujeres como Ventura Carmen, para quienes la violencia puede ser una rutina diaria. Durante años, esta mujer que ahora se agita al ritmo frenético de las tubas y la tarola, vivió atada a un “marido pegalón”, el mismo que en su juventud la enamoró con serenatas y que, con el tiempo, se volvió alcohólico y celoso.
No le gustaba que ella vendiera comida a los traileros de la carretera, ni que tuviera un puesto de hamburguesas en la plaza del pueblo. Cualquier pretexto era válido para golpearla, amenazarla o sacarla de su casa arrastrándola del cabello.
Hoy, Ventura Carmen lleva el pelo corto y nadie puede volver a usarlo en su contra. Esta noche muchos no la reconocieron por la peluca castaña que todavía asoma de su sombrero tricornio de pirata y por la calavera pintada sobre su rostro. Una blusa abierta deja ver las clavículas bien dibujadas sobre su piel y sus huesos se mueven con la fiereza de las forajidas, de las mujeres que han sabido defender cada centímetro de su libertad.
–Yo soy muertera –dice–. Y ser muertera es una forma de sobrevivencia: que estemos hoy aquí significa que supimos imponernos ante los hombres. Es una palabra que usamos las mujeres fuertes.

Tras diez horas de celebración ininterrumpida, la banda de viento acelera el ritmo para marcar el final de la Muerteada. Lejos de ceder al cansancio, las Charrudas de San Sebastián Etla aumentan la intensidad de su baile.

Durante los días previos, decenas de mujeres trabajan en la confección de máscaras y disfraces o se emplean como maquillistas de otras “muerteras”, generando una economía local para las mujeres de la zona.

Carmen Ventura se asoma a la puerta de su casa para observar el atardecer, minutos antes de comenzar una larga noche de celebración en San Sebastián Etla, Oaxaca, el 15 de noviembre de 2025.
“La Chatita fue más fiel que mi marido”
Ventura Carmen no sabe si algún día volverá a percibir el aroma de las flores de muertos: esas florecillas anaranjadas y de perfume dulzón parecido al cempasúchil. Tiene el gusto y el olfato perdidos desde el año pasado, tras convalecer varias semanas debido al dengue. Antes solía venir aquí, a la loma de San Sebastián Etla, a recoger grandes ramilletes de azucenas, panalillos y otras flores silvestres nomás para hundir la nariz en ellos. El olor era uno de sus más grandes placeres: el vapor del café y del chocolate caliente, el picor de los siete moles y del estofado. Todo eso hoy sólo existe en su memoria.
–Las cosas se van acabando, pues –se lamenta mientras camina entre los matorrales–. Por eso no hay que tardarse en disfrutar la vida.
Amanece, es el último jueves de octubre.
Este año, el Día de Muertos dejará una derrama económica de 383 millones de dólares en Oaxaca. Miles de extranjeros llenarán las calles de la capital vestidos de catrinas y tomando fotos del papel picado y de la escenografía turística.
Pero en San Sebastián la ofrenda es todavía una ceremonia familiar, que involucra rituales íntimos como limpiar el panteón comunitario, desempolvar las fotos de los muertos, recoger flores en el monte.
–Estamos por inaugurar un nuevo panteón aquí arriba –dice Carmen, orgullosa, mientras sube la colina con dos grandes racimos a cuestas–. Acá es donde vamos a descansar.
Aún no hay ninguna tumba, pero desde aquí se puede admirar el paisaje verdísimo del Valle Eteco: esa serranía de lomas y montañas que rodean San Sebastián y por donde asoman a lo lejos las capillas de Guelatao e Ixtlán de Juárez, los sembradíos de Teococuilco y Santa Catarina.

Briseida Vásquez Martínez, de 22 años, observa con expresión reflexiva a su abuela mientras cae el crepúsculo sobre un sembradío de flores cresta de gallo, cerca de San Sebastián Etla, Oaxaca, el 30 de octubre de 2025. Briseida, quien ha heredado la pasión por estas tradiciones, acompaña a Carmen en los preparativos esenciales para la celebración del Día de Muertos.

Carmen Ventura posa frente a un campo de flores de cempasúchil y de cresta de gallo en Nazareno Etla.

Carmen Ventura hace una pausa para observar el paisaje después de recolectar flores silvestres en un campo cercano a su hogar. A sus espaldas permanece estacionada su camioneta Volkswagen Combi, el vehículo que adquirió con sus propios recursos en 1995 y que ha sido la herramienta fundamental para sostener su comercio y asegurar su autonomía financiera.

Carmen Ventura esparce el humo de copal sobre el retrato de su madre, situado en el centro de su altar familiar en San Sebastián Etla, Oaxaca, el 1 de noviembre de 2025. La ofrenda se encuentra colmada de elementos tradicionales como nísperos, jícamas, velas y flores de cempasúchil y cresta de gallo. Este ritual íntimo marca el preámbulo de su visita al panteón local, a donde se dirigirá en breve para reunirse con sus seres queridos y escuchar música en memoria de su madre.
Estamos aquí porque se aproxima el 1 de noviembre y Ventura Carmen quiere recoger flores para la ofrenda familiar. Llegamos traqueteando a bordo de su Combi Volkswagen color coral que ella maneja como si fuera un pequeño tanque de guerra por los caminos agrestes de la sierra.
Comerciante y cocinera desde siempre, los vehículos han sido herramientas de supervivencia. Gracias a su antiguo bochito podía comprar cientos de bolillos, aguacates y jitomates para vender tortas por la noche y dar de comer a sus hijos. Gracias a la vagoneta que le prestaba su hermana podía ir de pueblo en pueblo vendiendo zapatos. Y gracias a esta combi –La Chatita, le llama– podía confrontar a su esposo cada que llegaba alcoholizado a casa, lanzarlo adentro para que dejara de hacer escándalo y sus hijas pudieran estudiar; llevarlo con su hermana después de aguantar sus insultos o, de plano, internarlo en algún anexo de Alcohólicos Anónimos.
–Esta Chatita fue más fiel que mi marido –dice mientras deposita los racimos de flores en el asiento del copiloto, junto al torito pirotécnico que cargará en la Muerteada.
Dieciocho años estuvo casada con ese policía alcohólico y celoso originario de Miahuatlán que guardaba armas en casa y que no dudaba en golpearla cada que se le antojaba. Un hombre que, cuando perdió el trabajo, pasó años sin trabajar porque “esperaba algo mejor para él” mientras ella se partía el lomo cuidando a su pequeño rebaño de marranos y guajolotes, cocinando tacos, tortas, tlayudas y hamburguesas; todo para mantener a su hijas Mayra y Marisol, para ayudarlas a estudiar y a que tuvieran un hogar y no vivieran como ella y su marido vivieron en un inicio, en una casita de carrizos, casi a la intemperie.
–Todo le molestaba –dice–. Que si me compraban los traileros, que si todos los hombres venían a comprarme comida. Con todo mundo me arrimaba. Y luego se ponía borracho y me pegaba. Me pegaba feo.
–¿Crees que el alcohol sea uno de las causas de la violencia de los hombres en Oaxaca?
–No. Porque no todos los borrachos son violentos. El borracho no come lumbre, ¿verdad? Ellos saben lo que hacen cuando toman. Lo que pasa es que son inseguros y, quién sabe, la violencia los hace sentir otra vez hombres. El alcohol los envalentona. Nosotras en nuestra muerteada también disfrutamos el alcohol. Pero es para divertirnos, para aguantar la noche, para disfrutar. Y entre todas nos cuidamos, nos apoyamos, para que nadie nos falte al respeto.
“Antes estaba casada, ahora soy muertera”
Ser diabla en una Muerteada de Valles Centrales es una proeza. No cualquiera. Al menos en San José Etla, el traje tradicional implica, además de una cola de chivo y una máscara con cuernos, portar el obligatorio chaleco y pantalones de lona zurcidos con miles de cascabeles de metal que, juntos, pueden pesar hasta 40 kilos.
—Una baila con eso encima toda la noche. Hasta 12 horas, imagínate. Y hay que bailar porque el chiste del traje es que los cascabeles suenen.
Quien habla es Lucía Ruiz García, de 54 años, desde la parcela de su casa en San José Etla, donde, días antes de la fiesta, añade una hilera más de cascabeles a su chaleco.
Algo pasa en la mente cuando esos miles de cascabeles suenan al unísono, explica. El ritmo de los timbales y los trombones, el mezcal que se convierte en sudor y luego en vapor de tanto bailar dentro de aquel disfraz pesado, el anonimato colectivo de máscaras y disfraces que se bambolean por todas partes, la adrenalina que se contagia entre los gritos y la pirotecnia: todo eso genera un trance en el que nada existe, salvo ese momento extraño y delirante.
—Es como si fuera una droga —cuenta—. Tu cuerpo está totalmente ajeno a lo que tú eras antes. La cabeza se vuelve como de humo. Yo ya no soy Lucía ahí, sino otra cosa. Yo soy nada.
Este estado de éxtasis contrasta brutalmente con otra realidad que Lucía conoce bien: la violencia doméstica que marcó toda su infancia y juventud. Los años de ver entrar la amenaza por la puerta, cargada de alcohol; el ruido de los golpes y los gritos rompiendo la paz, el rastro visible del dolor en un rostro querido. Lucía recuerda el momento exacto en que se convirtió en escudo, para evitar que el daño se repitiera una vez más. Tenía 35 años y un hijo pequeño.
—Perdí el miedo ese día —dice.

María del Rosario Martínez, presidenta del Grupo de Estudios para la Mujer “Rosario Castellanos” (GES Mujer), organización civil que trabaja para erradicar la violencia de género en Oaxaca–, opina que algo ha cambiado en los últimos años: “La violencia siempre ha existido, pero antes era algo que las mujeres vivíamos en soledad, dentro de las casas; no había muchos mecanismos de denuncia. Hoy por lo menos se habla más”.
—La Muerteada femenil responde a ese duelo colectivo —sigue María del Rosario Martínez—. Es también una denuncia simbólica: al ser un espacio varonil, las muerteadas también eran también una zona de acoso y agresión, más por el abuso de alcohol. Las mujeres han ido construyendo su propio espacio, no solo para exigir su derecho a divertirse, sino para participar de la vida pública.
Otras organizaciones civiles coinciden en que las muerteadas femeniles de los Valles Centrales son una reacción ante la indiferencia institucional.
Nayelli Tello, de Consorcio Oaxaca, piensa que implican la exploración de otra idea de justicia, una que va más allá del castigo a los agresores. “Las mujeres suelen encontrarse con un proceso de justicia que te lleva 10 años, gastar tu dinero, desgastarte emocionalmente… Debe existir otro tipo de justicia: una que se centre en que las mujeres recuperen su poder, que redignifique su vida, su cuerpo, su historia y su palabra”.
Es todo menos sencillo. A muchas mujeres todavía sus maridos les prohíben sumarse a las muerteadas.
—Cuando empezamos a organizar nuestra Muerteada, los señores no querían. “Viejas locas”, nos decían. “Eso es para hombres, no es para viejas. Pónganse a hacer tortillas”.
La transgresión se castigaba con más violencia. Lucía recuerda a una amiga que logró participar en la Muerteada Femenil a pesar de las negativas de su esposo. “Cuando regresó a su casa, el marido la golpeó, la golpeó y la golpeó”.
Jamás se atrevió a participar de nuevo. Hoy, según Lucía, sigue viviendo con el mismo hombre, derrotada. Su caso es un recordatorio del precio que muchas pagan por desafiar el orden establecido.
—Como ella hubo varias —explica Lucía—. Yo por eso aprendí que cada quien debe aprender la forma de liberarse. Lo mismo pasaba con las hijas y ahí sí fue que los hombres comenzaron a entender. Porque, poco a poco, las hijas participaban o los mismos hijos, cuando crecían, le decían a los papás: “Es que mi mamá también tiene derecho”.

La tenacidad de las mujeres ha convertido a la Muerteada en una práctica pedagogía atronadora. En los últimos años, las niñas y niños de Valles Centrales exigen celebrar su propia muerteada en las escuelas y saben que, además de la muerteada varonil del 1 de noviembre, las mujeres tienen derecho a su propio baile. El cristal de la costumbre también puede romperse y desde la cautela, miles de mujeres hoy observan cómo la vecina, la prima o la abuela se atreven a apropiarse de las calles con gozo.
—¿Por qué no participabas antes en la Muerteada?
—Porque estaba casada —ríe una de las muerteras de San Sebastián Etla–. Pero ahora soy muertera.
“Ya todo es un negocio”
Lucía García conoce el precio exacto de la tradición muertera. Estamos ahora en el atrio de la iglesia de San Felipe, a unos 10 minutos en camión del centro de la ciudad de Oaxaca, donde ella trabaja haciendo la limpieza en una casa particular. Dice que el kilo de cascabeles cuesta mil 500 pesos y, como el traje típico de San José puede llegar a pesar de 10 a 20 kilos, el costo total puede ser de hasta 30 mil pesos. Por eso, en los pueblos el traje se suele rentar en estas fechas hasta por 3 mil pesos la noche.
A lo lejos, entre los cohetones de la iglesia y la música de una comparsa, suenan los bocinazos de los autos. El tráfico está insufrible. Mañana es 1 de Noviembre y los turistas atiborran ya las calles, mientras maestros y transportistas bloquean otra vez el acceso al Centro Histórico.
–Últimamente las muerteadas también se están llenando de turistas. Sobre todo las de los hombres, que se hacen en la fecha tradicional. A veces no se puede ni caminar de tanta gente.
El esfuerzo meticuloso con la que muerteras y muerteros preparan su noche contrasta con la voracidad turística que consume las tradiciones locales como si fueran comida rápida. No es raro, por ejemplo, encontrar en los hoteles de Oaxaca invitaciones a tours a las muerteadas de los Valles Centrales y que el día de la fiesta lleguen cuatro, cinco, seis camiones cargados cada uno con 40 o 50 gringos que no dejan de tomar fotos, emborracharse e invadir el espacio de los bailarines.
A veces, los disfrazados no dudan en soltar un chicotazo para alejarlos: el chicote es un látigo de metro y medio de largo y de uso ritual que los muerteros usan para abrir camino y anunciar el inicio o el fin de la fiesta.

–A cada turista le cobran hasta mil pesos por traerlo a la Muerteada. Y ni un peso de esos recursos se aportan a la organización. El costo de la banda, el costo de los disfraces, el costo de la comida lo asume la comunidad.
Para Lucía, el encarecimiento de la vida en Oaxaca no es una simple anécdota. El folclor tan carismático de Oaxaca ha mutado en una simple mercancía, un producto de lujo que se aleja cada vez más de las comunidades para ofrecerlo al turismo internacional.
En 2023, por ejemplo, la Secretaría de Turismo de Oaxaca, al igual que la federal, promovieron un curso de servicio al cliente al “estilo Disney” para atender a los visitantes. Bajo el hashtag #TierraOrgullosaDeSusRaíces se invitaba a los prestadores de servicios a capacitarse para atender a los turistas como si Oaxaca fuera un parque temático.
Los resultados están a la vista: el número de turistas casi se ha triplicado: Oaxaca pasó de recibir medio millón de visitantes en 2020 a más de cuatro millones en 2024. Por las calles del Centro es posible encontrar tamales de mole en 150 pesos, cuartos de hospedaje de hasta 350 dólares por noche y no son pocas las protestas contra la gentrificación turística en la capital.
–Invaden nuestros espacios, nos quitan nuestras tradiciones –se queja Lucía. Ahora a los gringos, a los árabes y a los chinos les venden bodas y calendas tradicionales hasta por 30 mil pesos por dos horas de espectáculo. Ya todo es negocio.
Pero en las muerteadas femeniles, Lucía se siente todavía cómoda. Y es que la fiesta de muertos en Oaxaca es tan importante que las muerteada tienen eco durante todo el mes de noviembre: las octavas, quinceavas, veinteavas o treinteavas son fiestas organizadas a manera de réplicas de la celebración oficial. Suele ser en esas fechas cuando las muerteadas femeniles tienen lugar: lejos de la mirada fetichista de turistas y fotógrafos, las mujeres pueden reinventar el baile.
Volver a ser humana
Para la generación de Ventura Carmen, convertirse en muertera fue un acto de ruptura, una decisión forjada a contracorriente de maridos y padres. Pero para su nieta, Briseida Vásquez Martínez, Bris, la historia es distinta. Ella no tuvo que romper cadenas porque nació cuando los eslabones ya estaban sueltos. Tiene 22 años y no conoce un mundo donde las mujeres no bailen.
En la sala de la casa, la metamorfosis avanza con precisión atlética, ajena al retumbar de los primeros cohetes que ya sacuden San Sebastián Etla. Es un ritual compartido: mientras el hermano de Bris le coloca los lentes de contacto —dos discos blancos que borran su mirada humana—, Carmen se ajusta el liguero de su traje de pirata a unos metros. El acto final requiere fuerza: Bris se enfunda en el traje de diabla, ese típico conjunto de lona saturado con miles de cascabeles que conforman una suerte armadura sonora de más de 10 kilos.
—Me preparo física y mentalmente —dice Bris, calando el peso extra sobre su cuerpo–. Voy al gimnasio todo el año. Claro que pesa pero, en el momento, con la adrenalina, ni se siente. Te pega el dolor y la desvelada hasta dos días después.
Esta naturalidad es el triunfo silencioso de la nueva generación. La violencia machista y los juicios morales que intentaron frenar el goce de sus abuelas son, para ella, un eco lejano. Los hombres de su edad ya no las miran como intrusas en la fiesta. “Ahorita ya lo ven como algo normal, algo que se espera”, explica. La lucha por el espacio público es hoy una convivencia aceptada: “Es una fecha para disfrutar y nadie te va a juzgar”.
Esta percepción no es un caso aislado. Fanny Torales, la co-organizadora de la Muerteada en San Sebastián, ha sido testigo de este cambio. Si antes las mujeres salían a escondidas, hoy la iniciación es maternal. “Ahorita ya es más aceptado en 80 o 90 por ciento”, calcula. “A mi hija la metimos a participar cuando tenía tres años. Se ha vuelto un evento muy familiar”.
Bris encarna un nuevo perfil de mujer en la zona: se graduó de la licenciatura en Gastronomía apenas en julio pasado, trabaja en el café familiar y colabora en eventos de distintos restaurantes de Oaxaca. Pero no renuncia a la tradición: al contrario, la amplifica con actualidad. Si las generaciones anteriores buscaban el disfraz para esconderse y ser libres, ella lo elige para hacerse notar. Su preferencia por el traje de diablo es una declaración de principios: “Me gusta mucho el traje de diablo porque suena, hace escándalo”.
El “escándalo” es sonoro y visual. Al estruendo sonoro de los cascabeles que anuncian su presencia, se suman sus lentes de contacto blancos y unas trenzas apretadas en forma de cuernos que coronan su cabeza. Con esa misma claridad proyecta el futuro del evento: sueña con que la Muerteada crezca, que sea más famosa, para que algún día la entrada pueda ser gratuita y nadie en el pueblo se quede fuera por falta de recursos. No descarta tomar un rol organizativo en el futuro, siguiendo los pasos de los líderes actuales, pero tiene claro que su momento actual es otro: “Ahorita, para disfrutar”.
Y su disfrute es un trance donde el tiempo se disuelve. “No estás viendo la hora, todo se pasa muy rápido, ni yo me explico”, cuenta sobre esas noches donde la única medida de las horas es el ritmo de la banda. Es de los pocos momentos del año, confiesa, en que se siente plenamente feliz, rodeada de familiares y amigos, en una euforia colectiva que borra todo cansancio.
Pero incluso en el frenesí de su juventud, Bris reconoce que su energía inagotable no emana sólo del gimnasio, sino de la mujer que ahora se ajusta el sombrero de pirata a su lado. Entre ella y Ventura Carmen hay una complicidad eléctrica: un tácito reconocimiento de energías.
–Yo quiero ser así de grande –ríe con admiración mientras observa a su abuela–. Nosotros la admiramos y decimos: “Mami, ¿qué tienes? ¿Pila recargable?”. Ella dice: “Ay, es que tengo pila solar”. Y sí: parece que se recarga con el sol. Yo no tengo ni su energía ahorita.
La noche termina de caer sobre San Sebastián Etla y el aire ya huele a pólvora. Las mujeres salen de las casas, ya no a escondidas como hace todavía una década. Más bien, toman las calles por asalto: hay monjas ensangrentadas, gigantescas cabezas de conejo sobre pequeños cuerpos bailarines, trajes bamboleantes que parecen hechos de humo, calaveras, brujas y todo parece envuelto por el misterioso ritmo de los sueños.
Bris se ajusta sus trenzas de extensiones rojo chillante. Los cascabeles de su traje brillan con destello metálico. Ya no es la recién graduada, ni la nieta. Es una diabla lista para devorar la noche hasta que el sol salga y la obligue a volver a ser humana.
Bailar por las vivas
A Ventura Carmen le gusta “reventar”. La música le ayuda. El ritmo de las tubas y los clarinetes la desgarran. Hace rato que ya amaneció. La caravana de disfrazadas ha ido de casa en casa rodeando todo el pueblo de San Sebastián Etla y ahora quedan pocas, apenas unas docenas.
Durante las horas que dura la Muerteada de mujeres, Ventura Carmen no se permite pensar en el padre de sus hijas ni en la violencia que vivió junto a él durante años. Tampoco piensa en su padre: ese señor terrateniente que jamás dio un peso para ella, ni su madre, ni sus hermanas, pues tenía otra familia y quién sabe cuántos hijos regados en otros pueblos.
Piensa, eso sí, en su yerno: un buen hombre que acompañó a su hija durante varios años hasta que lo mataron hace poco más de dos décadas. Le dejó una nieta que hoy tiene 22 años: Briseida Vásquez Martínez, que hoy baila junto a ella, vestida de diabla, con su pantalón y su chaleco cargados de cascabeles. Una muertera en toda regla que, como muchas compañeras, ya no están dispuestas a tolerar la violencia de los hombres y que, en cambio, se esfuerza en seguir el ejemplo de su abuela: Ventura Carmen, Carmela, una de las originales Charrudas, como se nombra en San Sebastián Etla a las muerteras.
A Julio, el papá de Bris, lo mataron un octubre de hace ya 20 años. Se hizo de malas compañías: coyotes, gente que aterrizaba migrantes en la zona. La violencia masculina cobra vidas de mujeres y de hombres por igual. La Muerteada femenil de ese año ocurrió unos días después del entierro y Ventura Carmen salió directamente a emborracharse y llorar todo lo que no había podido.
Porque también para eso sirven las muerteadas: para tirarse al dolor y sentir lo que en otros momentos no se puede porque hay que trabajar para comer y para sacar a las crías adelante, más cuando no hay un marido que se haga cargo.
Desde entonces, cada año, cuando la banda llega a las puertas del cementerio, Ventura Carmen pide la canción Un rinconcito en el cielo y se toma un último curadito, ese macerado cítrico de mezcal, o dos, para perder ya del todo la vergüenza y “reventar” con el recuerdo.

“Ser muertera es ser una sobreviviente”, repite. En San Sebastián, por lo menos, significa no sólo participar en la Muerteada y los disfraces, el baile, los toritos pirotécnicos y las flores de cempasúchil.
Como mujer, significa anteponer lo que una necesita: el goce o el dolor y dejarse ayudar por el resto de las mujeres. Conocer a las Cascabeleras, a las Meras Meras, a las Diablas, a todas las colectivas de muerteras que se han formado en los pueblos vecinos, en Vista Hermosa, en San José Etla, en Nazareno Etla.
Ya no se trata sólo de disfrutar de una misma. Al menos Ventura Carmen cree que se baila y se festeja por todas las que no pueden hacerlo: aquellas a las que el padre jamás las dejó salir, a las que el esposo golpea porque se atrevieron a inscribirse a clases de zumba, las que viven enclaustradas al servicio del varón de la casa.
Por ellas es que baila y hace escándalo. Para que se enteren de que es posible escapar y que sepan que aquí afuera hay otras mujeres que lo lograron. Las que están vendiendo comida y zurciendo disfraces, las que siembran flores o trabajan limpiando casas ajenas para que sus hijos e hijas estudien Gastronomía, Ingeniería de Audio, Administración de Empresas. “Porque si podemos organizarnos para una fiesta, nos podemos organizar para que entre todas nos vaya bien el resto del año”.
Ventura Carmen está convencida. Así lo dice. En San Sebastián Etla, las muerteras bailan por las vivas: las que lograron liberarse y las que faltan.
*Este reportaje fue realizado con el apoyo de la International Women’s Media Foundation (IWMF) como parte de su iniciativa de ¡Exprésate! en América Latina.
Texto: Sofía Navarrete y Carlos Acuña
Video: Mariana Beltrán
Fotos: Sofía Navarrete Zur


